Han ganado los extremos, dicen algunos lumbreras tras los resultados de la primera vuelta de las elecciones francesas del pasado domingo. La extrema derecha ha logrado el primer puesto, más de cinco puntos por encima de la gran coalición de izquierdas, que superaba a los macronistas en siete puntos. Los extremos, dicen, poniendo en el mismo plano a Marine Le Pen y a Françoise Hollande, el socialdemócrata que acompañaba a Jean-Luc Mélenchon en el Nuevo Frente Popular.
Y es que el ficticio centro donde se sitúa el equidistante es tan cómodo que te permite analizar la realidad como si no fuera contigo. Desde un supuesto virtuoso centro que, si nos atenemos a quienes se arrogaban dicha posición, como el recién caído Emmanuel Macron, nos encontramos, quizás, con los principales responsables del ascenso de la extrema derecha. Desde París hasta Roma pasando por Madrid.
Los mercados respiraban este lunes aliviados. La bolsa de París abría con casi un 3% de subida. Los empresarios ya se habían manifestado días antes tranquilos con la posible victoria de la extrema derecha. Jordan Bardella, el candidato de Reagrupamiento Nacional, anunciaba recortes en los impuestos de las energías, y su programa económico tampoco daba demasiadas pistas más allá de las medidas xenófobas que lleva aparejadas siempre la extrema derecha en cada propuesta. Independientemente de que apliquen esas medidas, que suelen vestirse de soberanistas o proteccionistas, los mercados saben que la retórica patriotera es una cosa y la realidad, otra. Si la extrema derecha tiene que poner límites, no será al mercado, sino a los derechos humanos. Y ahí la patronal no va a tener ningún problema.
«A la gente se le ofrece aumentos salariales, servicios públicos que funcionan, jubilación a los 60 años, y votan para que los árabes acaben en la pobreza un poco más rápido que ellos. ¿Qué diablos quieres hacer con un país como este?», se preguntaba el escritor Fabien Tarlet en la red social X tras los resultados de las elecciones. Y es que es un verdadero éxito neoliberal hacer creer que los culpables de los problemas estructurales del capitalismo y de las fallidas políticas liberales son los trabajadores más pobres.
Pocos días antes de las elecciones, cuatro altos ejecutivos y banqueros comentaban en una entrevista en el Financial Times que la izquierda agrupada en el Nuevo Frente Popular era mucho más peligrosa que la extrema derecha. Peligrosa para ellos y su clase, no para la mayoría de los franceses, cuyas preocupaciones no tienen nada que ver con la de esta minoría privilegiada contra la que la extrema derecha nunca apunta.
Y, ¿cuál es ese programa extremista de izquierdas que tanto temen estos banqueros y tantos periodistas de extremocentro? Pues un aumento de los salarios del sector público y de las prestaciones sociales, un aumento del 14% en el salario mínimo, bajar la edad de jubilación a los 60, tras la subida a los 64 que impuso Macron durante su mandato, y que se congelen los precios de los alimentos básicos y la energía. Pura dictadura comunista, vamos.
Pero el mantra les funciona. Igual que aquí, en España, donde la derecha cacarea que vivimos bajo el yugo del socialismo mientras controla prácticamente todo el ecosistema mediático. Una falsa dictadura comunista que mete a sindicalistas en prisión y que manda tanquetas a reprimir protestas de trabajadores en Cádiz, mientras baja el IVA para no tocar los beneficios de las grandes empresas.
No es que se crean de verdad que el socialismo es esto, es que cuentan con un buen séquito de propagandistas que no hay día en que no se esfuercen en correr cada vez más el centro hacia la derecha. Lo vimos con ese supuesto constitucionalismo que abrazaba a la extrema derecha contra el separatismo, y lo vemos hoy con este republicanismo francés que ya ha anunciado que Marine Le Pen mejor que Jean-Luc Mélenchon.
A ello se añaden los medios de comunicación que repiten durante meses los marcos de la extrema derecha a todas horas: la «invasión migratoria» y la inseguridad, los robos de Rolex cada día en las Ramblas, los okupas, el Gran Reemplazo, las «paguitas» y las feministas que se han pasado de la raya. En prime time, todos los días.
Claro que existe una izquierda radical, pero no está hoy representada en las instituciones. Esa izquierda radical en la que el ministerio del Interior comandado por Fernando Grande Marlaska infiltra agentes encubiertos sin orden judicial para prevenir delitos cuando lo que hacen los espiados es parar desahucios. La izquierda radical okupa edificios vacíos de bancos y fondos buitre y los transforma en centros sociales o viviendas para familias en situación de vulnerabilidad. O trabaja en redes de apoyo a las personas migrantes cuyos derechos se quedaron colgados de las concertinas de la valla Melilla o en el fondo del Mediterráneo. O se organiza en los barrios para vacunar al vecindario contra la propaganda racista y machista.
Existe una izquierda que no se avergüenza de su radicalidad, que la reivindica al margen de las instituciones, tanto en Francia como en España, y en todos aquellos países donde sigue existiendo un tejido social asociativo. Que denuncia las contradicciones de los partidos socialdemócratas que hoy son demonizados por los equidistantes, los cuales hablan de los extremos para poner en el mismo plano la defensa de los derechos humanos, medidas sociales y redistribución de la riqueza, que tímidamente reivindican los socialdemócratas, y el racismo y la islamofobia de las extremas derechas. Esos viejos discursos colonialistas que hoy vuelven con fuerza disfrazados de civilización occidental; ese chovinismo excluyente que nada tiene que ver con la libertad, igualdad y fraternidad que Francia presume de llevar como bandera.
Estos equidistantes para quienes la solidaridad es un extremo prefieren sin ninguna duda que gobiernen los fascistas. Y son igual de responsables que ellos en la pérdida de derechos y libertades que nos espera si finalmente se impone el odio y el miedo con el que mercadean los ultras, y que tan fácilmente compran quienes creen que pierden con la igualdad.