El lector probablemente conozca parte de la trayectoria de Koldo García, el exasesor del Ministerio de Transportes que, en plena pandemia y confinamiento, se hizo presuntamente con comisiones millonarias por mediar en una oportuna venta de mascarillas. Su biografía es suficientemente llamativa y, además, ha sido descrita al detalle en horario infantil.
También la de Luis Bárcenas, el extesorero del Partido Popular que renovara la fórmula de los sobresueldos en el partido con más militantes de España. O de Miguel Blesa, el presidente de Caja Madrid que compartiera con José María Aznar confidencias y apuntes de oposición.
Todos estos casos integran la difusa categoría de corrupción política. El relato de sus protagonistas sirve para exorcizar las frustraciones que la ciudadanía vive bajo un sistema que genera una injusta distribución de premios a distintos tipos de esfuerzos.
Pero estos relatos no operan más que como ansiolíticos. Y como árboles de mareantes ramas societarias que eclipsan el bosque. En el centro de este se encuentra la gran empresa, pero nosotros solo podemos intuirlo. Las páginas de los periódicos, plagadas de anuncios y de comunicación corporativa, son la maleza que nos impide verla con nitidez. Ignoramos sus ejercicios de contabilidad creativa, de explotación laboral, de agresivas deslocalizaciones y de optimización fiscal. Y de fraude. Lo que sabemos de dichas prácticas nos viene de fuera: de las investigaciones que la prensa de otros países ha realizado sobre las grandes corporaciones. Sabemos que algo pasa, pero no conocemos lo que ocurre. Y ha llegado un momento en que ni siquiera nos importa.
La ideología dominante anida en este punto ciego de la democracia. La corrupción, los manejos ilegales de dinero, las intenciones aviesas y las malas prácticas siempre tienen a un político como último responsable. A un ministro, a un consejero o a un concejal. El problema son los partidos y las instituciones por éstos penetradas. Al iluminar solamente esta dimensión de la vida social, el cuarto poder ignora al capital. En parte, porque depende de éste; y en parte, porque cruzar una línea roja es peligroso, y además, casi desconocido.
Cuarenta años sin prensa
Nuestra herencia autoritaria contribuye a la explicación de este fenómeno. La fase final de la dictadura, con una tímida liberalización de la prensa y del régimen, presenció la publicación de varios casos de corrupción que terminaron con el mito de la santa austeridad del franquismo. Entre estos destacaron la estafa inmobiliaria de SOFICO, el caso REACE o del aceite de Redondela, o el más célebre, el de MATESA. En todos estos, los empresarios encausados aparecían respaldados o financiados por altos representantes de la dictadura, como ministros, dirigentes de la banca oficial o miembros del alto mando militar.
El ocaso de la dictadura y la transición se produjeron al tiempo que las dos crisis del petróleo hacían tambalearse el frágil capitalismo español. El reinicio democrático no fue suficiente para asentar una cultura de independencia periodística y esto favoreció a un poder empresarial, y sobre todo bancario, que protagonizaría la financiación de los nuevos partidos políticos. La liquidación y la venta de los periódicos de la antigua Prensa del Movimiento, los medios públicos en manos del partido único de la dictadura, en 1984, se materializó en grandes grupos privados con especialización territorial y una escasa vocación de periodismo independiente.
La crítica económica y empresarial, que en los años de González se asociaba a los excesos de las mayorías absolutas, se identificó con un concepto difuso: el del control del poder. Algunos libros de excepcional factura dibujaron la arquitectura de las redes políticas y empresariales de los felices años ochenta. Destacan, entre otros, El clan. La historia secreta de la ‘beautiful people’, escrito por Raúl Heras, o El dinero del poder, por Ramón Tijeras y José García Herrera. Estos trabajos analizaban el sistema económico, empresarial y mediático construido en torno a la élite de Felipe González, y pese a que hacían un excelente análisis de la nueva clase dominante y de sus fuentes de financiación, no se detuvieron en las dinámicas de las grandes empresas, beneficiarias también de aquella etapa dorada.
La eclosión de la cultura del pelotazo en la segunda mitad de los ochenta y el inicio de las fusiones bancarias en plena globalización financiera ofrecieron una oportunidad de fiscalización periodística de la banca española que se tornó, de nuevo, en crítica política. El abogado del Estado Mario Conde se hacía en 1987 con la presidencia de Banesto, desafiando a la estructura oligárquica de las finanzas. Conde inició una política de expansión bancaria, empresarial y mediática, lo que supuso una nueva fusión de poderes.
La propaganda y la popularidad social del banquero de Tuy, el nuevo príncipe financiero, no lograron ocultar los agujeros de un banco que arrastraba problemas desde finales de los años setenta, una situación que había afectado a otras grandes entidades bancarias que escaparon sin menciones de la hoguera regulatoria. En torno a Conde se generó casi una industria editorial. Por una parte, las publicaciones monográficas sospechosamente favorables al banquero; y por otra, una minoría de críticas, de la que los libros de los periodistas Ernesto Ekaizer –Banqueros de rapiña– y Encarna Pérez y Miguel Ángel Nieto –Los cómplices de Mario Conde– son los ejemplos más destacados. La fijación en Conde, desahuciado del poder bancario a finales de 1993, permitió olvidar los problemas y las tendencias disfuncionales del sector financiero español. Banesto fue absorbido por el Banco Santander.
Menos aún se ha escrito desde que la hegemonía conservadora se convirtiera en un hecho en 1996, con la llegada al ejecutivo del Partido Popular liderado por José María Aznar. A partir de entonces se han narrado escándalos empresariales, como los de las opacas cesiones de crédito del Banco Santander, el uso de información privilegiada del expresidente de Tabacalera y posterior jerarca telefónico, César Alierta, o las contrataciones de policías del lado oscuro por parte de entidades como Iberdrola o BBVA. Pero de estos no ha quedado una investigación sistemática que ofrezca una amplia y detallada panorámica del funcionamiento de la gran empresa en España. Como sí ha ocurrido con redes de corrupción política como la de la Gürtel, reina de las mordidas en los años dorados de Aznar y fuente de una amplia bibliografía periodística y judicial.
Entre el miedo y el parentesco
Esta anemia económica tiene numerosas causas. En primer lugar, muchos medios no tienen incentivos para meterse en líos con este poder, al que a veces confunden con una etérea entidad denominada «libre mercado». En segundo lugar, la prensa y las televisiones dependen de la financiación privada, cuando no han nacido con un apoyo tácito y una serie de acuerdos implícitos con empresas del IBEX 35.
En estos casos, el tamaño del diario o del medio de comunicación parece ser el problema, en un hecho algo contraintuitivo: la capacidad de influencia mediática parece ir en sentido contrario a la independencia periodística. Las publicaciones de pequeños medios que analizan los abusos de las empresas son confundidas despectivamente con el activismo. La ciudadanía, acostumbrada a identificar la información con la gratuidad, cierra con esta conducta el círculo vicioso de la censura empresarial.
La publicación de escándalos como la manipulación del tipo de interés interbancario, el Libor, en Inglaterra, el fraude fiscal bancario en Francia o el caso de las emisiones de Volkswagen en Alemania, parecen imposibles hoy día en nuestro país. La oligarquía, el poder económico, no tienen en España quien les escriba. Con excepciones que, por el momento, nos servirán para confirmar esta regla, el silencio continúa en una democracia a la que le faltan aún demasiadas extensiones.