Aun en los momentos en los que parece consistir en un enfrentamiento entre buenos y malos, la Historia siempre se revela como un enorme embrollo, la pesadilla de la que –lo dijo James Joyce hace cien años, lo decimos nosotros hoy– seguimos tratando de despertar sin conseguirlo nunca: no tiene comienzo, no termina jamás, carece de progreso, desmiente todo prejuicio, se presenta como una sucesión de interrupciones, una discontinuidad continuada, persistente, mortal.
No somos pocos los que, el 7 de octubre pasado, nos vimos obligados a condenar los ataques de Hamás, y lo hicimos por un doble motivo: porque había costado la vida de cientos de civiles israelíes y porque supondría la destrucción de la población civil de la Franja de Gaza. Menos de un mes después de ese ataque, los muertos palestinos se cuentan por miles, y la Franja –de la que Naciones Unidas fue expulsada por Israel hace unas horas– es ya un inmenso moridero, un campo de exterminio a cielo abierto.
Si hay un Dios que escribe la Historia, el suyo es un estilo singular, que desmiente las expectativas de sus lectores pero no renuncia ni a simetrías ni a las rimas internas: la violencia atroz, inconcebible, de la Shoah, cuya responsabilidad cargamos sobre nuestros hombros todos aquellos que no olvidamos que fue perpetrada por personas no muy distintas a nosotros –personas que podríamos haber sido nosotros, en otras circunstancias–, es replicada en Palestina desde 1948, cuando el último acontecimiento de lo que Eric Hobsbawm bautizó como la “era del imperio” fue la creación del Estado de Israel en territorio palestino: tres cuartos de millón de personas se vieron robados de sus casas y de su modo de vida. Y millones de palestinos desde entonces lo han perdido todo, incluida la vida. Muy pocas decisiones históricas tenían inscriptas, en su origen mismo, la marca de la catástrofe, el signo que caracteriza al tipo de hechos trágicos que no se limitan en el tiempo, que son la causa de una tragedia sin fin.
Buena parte de los análisis de las últimas semanas soslaya algunos hechos posiblemente claves: que Hamás no es toda la población palestina; que se trata de una organización armada que, en la medida en que habita un territorio densamente poblado y no se presenta como un ejército regular, no puede ser “eliminada” como prometen las autoridades israelíes sin destruir al mismo tiempo a una parte importantísima de la población civil, niños y mujeres incluidos; que la creación del Estado de Israel, en su condición de tragedia, no puede ser rectificada y que sólo la solución de los dos Estados nacionales es viable, aunque, de hecho, tampoco es viable; que, contra lo que pretenden hacernos creer los israelíes, no todos los judíos son israelíes ni viven en Israel ni apoyaron la creación de ese Estado, una de cuyas consecuencias más importantes –aunque, como decimos, no la más importante– fue una reducción al menos parcial de la contribución judía a la vida intelectual de los países europeos; como España tras la catastrófica expulsión de judíos y musulmanes en el siglo XV, Europa todavía sigue tratando de recuperarse de esa pérdida.
Lo que muchos de los análisis recientes omiten, sobre todo, es que la violencia de Hamás es inaceptable; que, desde luego, tiene su origen en las violencias también inaceptables que el Estado de Israel ha perpetrado sobre la población palestina desde 1948 pero sigue siendo intolerable, como son intolerables las matanzas que el ejército israelí está realizando y realizará en los próximos meses.
Arthur Schopenhauer decía que buscar un propósito en la Historia es como buscar leones en las nubes: uno los encuentra porque los busca. Incluso así, lo que ésta parece tener para enseñarnos es que la tragedia envuelve a víctimas y victimarios en un abrazo insoportable en el que unas y otros, en ocasiones, terminan confundiéndose. También nos enseña que la violencia provoca violencia y que nada termina nunca: inevitable, indefectiblemente vas a leer este artículo de nuevo, con estas u otras palabras no muy distintas, tal vez escrito por otro, en otro momento del mucho o poco futuro que nos queda. Sería magnífico que no fuera así, pero será así y esto es lo único que podemos dar por sentado hoy, lo único de lo que podemos estar seguros en estos momentos de incertidumbre.
Patricio Pron es escritor. Su nueva novela es La naturaleza secreta de las cosas de este mundo (Anagrama, 2023).