Todavía se nota el calor en buena parte de la península. El sol sigue abrasando insistente, las terrazas hierven de comensales, y mucha gente continúa aferrándose a un verano que ya termina y ha supuesto la celebración, por vez primera desde el comienzo de la pandemia, de multitud de fiestas populares y vacaciones pospuestas. Sin embargo, los síntomas de un invierno sobre el que pesan un gran número de alertas no se están haciendo esperar y, más allá de las temperaturas, vienen en forma de protestas debido a una crisis energética que está amenazando tanto el equilibrio democrático de Europa como la supervivencia de los más vulnerables.
Junto a la multiplicación del precio de las facturas en los hogares, las empresas de varios países están lanzando misivas de socorro ante una ruina casi segura, algunas tan importantes como las de fertilizantes, cuya capacidad productiva ha caído un 70% a causa, especialmente, del precio del gas. La emergencia alimentaria en ciernes se suma así a un malestar instigado por la carestía de prácticamente todo, conforme la inflación en la eurozona supera el 9% y, dependiendo de la nación, alcanza números mayores –en España es del 10,4%; en Estonia, Letonia y Lituania ya sobrepasa el 20%–.
El compendio de estas circunstancias, tras un estío plagado de anomalías climáticas en que se ha normalizado la palabra ‘ecoansiedad’, está produciendo una tensión social generalizada que, si bien cristaliza de manera distinta según las particularidades de cada territorio, muestra signos análogos, legibles como una serie de “señales que precederán al fin del mundo”, citando el título de la sobrecogedora novela de Yuri Herrera.
Francia: una huelga de controladores aéreos ha obligado a cancelar cientos de vuelos; Grecia: los sindicatos se manifiestan para lograr una subida de sueldos, mientras los estudiantes se ponen en pie de guerra por la contratación de policía universitaria. Reino Unido: aún bajo los efectos del boato en torno al funeral de Isabel II, la primera ministra Liz Truss recibe avisos de una posible ristra de empresas condenadas a la bancarrota si el gobierno no actúa. En este país, los trabajadores del puerto de Liverpool, uno de los más grandes, ya han anunciado una huelga de dos semanas que causará disrupciones severas en la cadena de suministros, y la plataforma ciudadana Don’t Pay se está organizando para no pagar las facturas energéticas a partir del 1 de octubre si alcanzan el millón de miembros (por ahora, se han unido unas 190.000 personas).
En Austria, la subida de los precios impulsó a las calles el pasado sábado a más de 30.000 ciudadanos que, convocados por los sindicatos, reclamaban medidas para reducir el coste de la vida y un incremento del salario mínimo. Por su parte, la ultraderecha alemana está rentabilizando un descontento social masivo a pocos días de que Rusia interrumpiera el caudal de gas que les llegaba por el Nord Stream 1. Según informa El País, a la manifestación que se produjo recientemente en Leipzig acudieron 4.000 personas, entre las que también había representantes del grupo izquierdista Die Linke, y ya se habla del “invierno de la ira” en referencia a futuras protestas.
Aunque, sin duda, la concentración más multitudinaria de las últimas semanas sobre suelo europeo ha sido la sucedida en Praga y otros enclaves de la República Checa; aquí, más de 70.000 personas, principalmente de orientación ultraderechista, pero también comunista, se dieron cita para exigir que se ponga freno a la carestía de la energía, así como una reconsideración de la pertenencia del país a la Unión Europea y la OTAN.
Este muestrario del malestar continental es significativo del daño que está infligiendo la guerra y, sobre todo, el posicionamiento de los diferentes gobiernos frente a las acciones de Putin, pero no tiene en cuenta otros efectos colaterales que podrían agravar aún más la crisis en Europa. Según un estudio, el riesgo de agitación social está creciendo de cara al invierno en países como Egipto y Argelia, lo cual podría desencadenar consecuencias devastadoras también en España, teniendo en cuenta que este último es uno de nuestros principales proveedores de gas.
Por otra parte, se prevé una escasez de gas procedente de Estados Unidos debido, entre otros factores, al incremento de la demanda a este lado del Atlántico. A pesar de que la mayoría de las naciones europeas están poniendo en marcha medidas de corte intervencionista que van desde la revisión del mercado marginalista a la nacionalización de compañías energéticas, además de ayudas sociales y subvenciones al combustible, todo indica que son insuficientes para mitigar la gravedad de la situación y aplacar la rabia de la gente que ha visto mermado su poder adquisitivo hasta no saber si podrán hacer frente a los gastos de luz, calefacción o alimentos.
Así, junto a las iniciativas que persiguen contener ese descontento popular desde las políticas públicas, es de esperar un aumento de la represión en las calles. Sea por la falta de pan, empleo, la libertad de ejercer el derecho a la protesta pacífica, o sea por la probable escalada de grupos y partidos extremistas, lo que va quedando claro es la debilidad de una democracia que habrá que defender con uñas y dientes.