Me estoy cansando de los aplausos. Se me parte el alma cada vez que llega la hora (19.58, por supuesto) y abro el balcón como quien no quiere la cosa para que mi hijo los empiece a oír y se ponga contento pensando en que nos está avisando: “Mamiii, papiii, los aplausooooos”. Al principio, siempre nos preguntaba por qué aplaudíamos. “Por la tita y todos los médicos, por las enfermeras, por quienes están ayudando en los hospitales”, le decíamos. Ya no lo pregunta y creo que está un poco enfadado con la tita, que vive lejos, en una isla del Índico: “¿La llamamos? Está sola, pobrecita”. “No, la tita no está sola, está con los lémures”, dice en tono serio. Tiene cuatro años. Lo primero en lo que pensé cuando nos confinaron fue en dos cosas: en cómo iba a pasar 15 días –qué ilusa, 15 días– sin sus amigos y en cómo le explicaría que no iríamos a la isla que llevaba meses dibujando, estudiando, indagando, para abrazar a su tía.
Se me está empezando a partir el alma en esta cuarentena, lo admito. No por mí, que soy muy casera, sino por observar desde tan cerca esta forma tan antinatural de vivir de los más pequeños, por imaginar cómo debe ser este día a día de los niños en una habitación de 20 metros cuadrados, por pronunciar «cuando acabe el virus» sin saber cuándo va a acabar el virus. Se me parte el alma cada vez que mi hijo le dice a sus amigos, o sus amigos le dicen a él, a través de las pantallas: cuando se vaya el coronavirus iremos al mar, vendrás a mi casa, iremos a tal sitio o a tal otro, nos veremos en el cole. Se me parte el alma cada vez que llega la hora del baño y le quito la ropa limpia, cada vez que un amigo o una amiga cumple años y grabamos un vídeo para felicitarlos. Antes también lo hacíamos, claro, pero sabíamos que por la tarde nos comeríamos la tarta juntos.
Él es feliz. Eso creo. Cena casi todos los días con su amigo. Él a un lado del teléfono y su amigo al otro. Juegan a los dinosaurios, a piedra, papel y tijeras, al balón incluso. Pero a mí se me parte el alma cuando me pide ver su ropa de bebé, quizá porque no puede abrazar al hermanito de su amigo, que acaba de nacer. O cuando pienso en que no puede jugar con su amiga de Amberes, que estos días vive en nuestra misma ciudad porque acaba de nacer otro hermanito. Se me parte el alma cuando escucho llover con tanta precisión y no podemos pisar los charcos. Cuando le digo que luego abriré la ventana, que ahora todo a papá, que estoy trabajando. Se me parte el alma cuando abro la ventana y mi hijo me dice que ya no llueve y que cuando me lo pidió quería sacar la mano para que le cayera la lluvia encima.
Estoy en este momento de la cuarentena, lo admito, en el que estoy cansada. Cansada de las videoconferencias, de los vídeos. En el que sufro por ver a los niños encerrados. Estoy en ese momento en el que mi hijo me dice, apoyado en las rejas del balcón, mirando al cielo, que ya han cruzado los pájaros de otros países porque es primavera.
Puedo estar toda la vida encerrada en mi casa leyendo cuentos, haciendo puzles, escudriñando atlas, viendo dibujitos educativos en los que te especifican que en el Polo Sur hay pingüinos, y en el Polo Norte, osos polares. Puedo estar toda la vida inventando búsquedas del tesoro, recogiéndome la baba escuchando a mi hijo decir que quiere ver belugas y narvales y otros animales que ni siquiera yo conozco, viendo cómo lee y escribe sus primeras palabras. Puedo estar toda la vida encerrada en un mundo en el que me pregunta si los superhéroes existen, o por qué los Fruitis se llaman Fruitis si hay un cactus; un mundo en el que hacemos gelatinas de sabores, nos disfrazamos, nos reímos, en el que no me pide ir a la calle, en el que jugamos con las gatas y cuidamos a unos pececillos, en el que nunca nos aburrimos porque nos falta el tiempo. Podría estar toda la vida encerrada en este mundo mío, tan bello, en el que afortunadamente tengo balcones, tengo luz y tengo amor, mucho amor. Vivimos en un faro, dijo el otro día mi hijo. Un mundo en el que tengo guitarras y canciones y libros, y en el que a pesar de todo lo que está sucediendo ahí fuera puedo seguir escribiendo.
«Yo quiero la cima del mundo, un mundo en el que suba a los árboles y vea lémures y abrace a sus abuelos ya mayores, un mundo sin pantallas en el que explore lugares con su tía y juegue con sus amigos en el parque».
Pero yo no quiero este mundo por muy mío que sea, por muy calentito que una esté dentro. Katharine Hepburn recuerda en su biografía que, de niña, avisaban a su madre cuando la veían en lo alto de un árbol: “Mi madre decía a la gente: ‘No la llaméis, no le habléis porque no se da cuenta de que es peligroso’”. Hepburn cuenta que eso le hacía sentirse en la cima del mundo. Y eso es lo que quiero yo para mi hijo, la cima del mundo, un mundo en el que suba a los árboles y vea lémures y abrace a sus abuelos ya mayores, un mundo sin pantallas en el que explore lugares con su tía, que su otra tía le traiga chuches, que vayamos al dentista, que se divierta con sus primos y pregunte por el tito; que aprenda con su seño, que juegue en el parque con sus amigos, que sienta en la cara el frío de la mañana al ir al colegio y el calor de vuelta; que cruce el puente todos los días. Que haya Semana Santa y su amigo estrene el capirote y su abuela pueda verlo. Que nos hagamos selfies como los de antes, en la calle, todos juntos.
Por eso se me parte el alma cuando le digo que sí, que haremos ese viaje a una isla del Índico, que cambiaremos los billetes, que haremos una parada en París y subiremos a la torre Eiffel. Que volveremos a Lanzarote, a pisar la arena negra y la casa del escritor que estos días recordamos viendo fotos. Y que llegará el verano y buscaremos el tesoro en las playas del norte.
Porque no sé cuándo llegará el verano, ni los viajes, ni la tita.
Se me parte el alma, qué le voy a hacer. Tal vez mañana lo vea de otra manera. Ahora se me parte el alma pensando en qué mundo habrá ahí fuera cuando todos salgamos, qué sanidad, qué educación, qué dilemas en mitad del sálvese quien pueda. Qué ganas, qué ilusiones después de tantas despedidas sin adioses.
Y suena otra videollamada y otra más, y llega, como cada día, el momento de aplaudir. Al menos tenemos la suerte de poder hacerlo, me digo para no ser injusta. Ha vuelto a llover y nos hemos mojado las manos.