‘La mirada’ es una sección de ‘La Marea’ en la que diversas autoras y autores ponen el foco en la actualidad desde otro punto de vista a partir de una fotografía. Puedes leer todos los artículos de Laura Casielles aquí.
Escribo este artículo (es decir, miro esta foto) desde un tren que atraviesa Castilla mapa abajo a esa velocidad desmesurada que se nos ha hecho costumbre sin dejar tiempo para que nos diéramos cuenta de cómo nos iba cambiando, precisamente, las costumbres y el tiempo, además del paisaje. Mientras los pueblos pasan sin traqueteo por la ventanilla, me acuerdo de aquello que escribía Antoine de Saint Exupéry en el principio de Tierra de los hombres, tratando de describir lo que veía desde su primer vuelo nocturno: “Brillaban, solas, como estrellas, las raras luces dispersas por la llanura (…) Entre esas estrellas vivientes, cuántas ventanas cerradas, cuántos hombres dormidos. Hay que tratar de encontrarse”. Pienso, también, en eso otro que cantaba Serrat (y que me vais a permitir que enlace en versión de DePedro, cuestión del relevo generacional): “Colgado de un barranco / vive mi pueblo blanco / bajo un cielo que a fuerza de no ver nunca el mar / se olvidó de soñar”. Los tractores miran pasar los AVE con el desapego de quien tiene mucho que hacer como para ir tan deprisa.
Aunque algunos no están. Porque están en Madrid.
Y un tractor en Madrid es algo muy exótico. Es casi, casi, como un platillo volante. La irrupción de lo otro, de lo distinto, de lo que se mira como al buen salvaje que viene de visita: un poco desde arriba, un poco con nostalgia de lo nunca conocido, un poco como sin entender su idioma (o tal vez sin intentarlo).
No paramos de hablar de “lo rural”, últimamente. Para buscar votos o para vender cualquier cosa, todo el rato lo tenemos en la boca. El acierto de formulación de “la España vaciada” ha ido dando paso a que también el término se vacíe, como se vacía todo lo que se repite demasiado.
Pero “lo rural” no existe, como no existen “el Oriente” o “la mujer”. Son construcciones hechas desde la diferencia, desde el señalamiento de lo que no somos. Generalizaciones que nos permiten seguir hablando sin pararnos demasiado a pensar en cómo serán las vidas que laten realmente detrás de las palabras.
Lo hablo mucho con algunas amigas que, como yo, son de pueblo. Generalmente, justo antes o después de reírnos o quejarnos –según el día– de que seguimos sin saber hacer lo mismo que ese barrionalismo al que miramos con cierta envidia porque, después de todo, es una periferia con más glamour identitario que la nuestra. Hablamos mucho, digo, de qué será eso de “lo rural”. Si será el pueblo dormitorio castellano donde una pasó la infancia sin cines ni museos, si será la aldea gallega donde el otro tuvo tan difícil ser marica, si serán las casas de los abuelos convirtiéndose en casas rurales en Asturias o las ventas que cierran porque en las carreteras de la Ruta de la Plata ahora se para a comer en franquicias. Si serán, tal vez, todos esos parques en los que nos pasamos tantos y tantas la adolescencia soñando con el momento de irnos a Madrid (porque allí, en Madrid, todo sería mejor).
Hasta el moño nos tiene, hablamos siempre, no haber tenido nunca dónde reconocernos, y que ahora de repente todo se cuente con palabras que siguen sin nombrar lo que tan bien conocemos. Porque tan molesta como el silencio es la romantización: esa moda de mirar el lugar del que venimos como una fuente idealizada de descubrimientos de sabe dios qué. “Lo rural”, ese lugar donde se busca vaya usted a saber qué pureza, qué verdades místicas.
Entre el silencio y la romantización, no hay quien se sienta apelado por eso de “lo rural”. Igual es por eso que no acaba de funcionar, ni para los votos, ni para nada. Y es que mirar a los tractores como quien mira un ovni tiene muchos problemas. De lo que no se habla, o se habla mal –de lo que se habla a la velocidad a la que pasa el AVE– es el terreno perfecto para las tergiversaciones.
Estos días, los agricultores se manifiestan en Madrid. Orgullosos tractores ruedan entre edificios diciendo lo mismo que se ha dicho desde otros tantos sectores: que ya está bien. Vienen a Madrid, como se ha venido siempre, a exigir una solución, o al menos una respuesta. Y lo que preguntan, lo que piden, está clarísimo: que quién se está quedando la ganancia de su trabajo, que por qué eso por lo que a ellos les pagan 1 se vende en el supermercado a 3. Que qué pactos están firmando su extinción.
Pero esto que está tan claro parece que resulta muy difícil de entender. O tal vez se trata de que es más útil usarlo para otra cosa. Para decir, por ejemplo, que se quejan del SMI; esto es: para volver a enfrentarnos, para decir que hay un “otro” con el que estamos en guerra.
Ni héroes que romantizar ni enemigos con los que disputarnos las migajas. A lo mejor sería más fácil si entendiésemos de una vez que lo que les pasa a los agricultores se nombra con las mismas palabras que todo lo demás: capitalismo, y desigualdad, y burocracia, y élites, y tejemanejes, y fake news. Que se nombra diciendo: “Se nos está olvidando la mitad de la ciudadanía”. Que se nombra diciendo: “La devastación del sector primario no es una catástrofe natural, sino una decisión tomada de manera muy nítida al apostar por determinado tipo de modelo productivo”. Que se nombra diciendo “regiones hundidas por ayudas económicas que significan lo contrario a desarrollo sostenible”, diciendo “vidas embarrancadas por falta de oportunidades educativas y culturales”.
Vamos a ver si nos bajamos de la alta velocidad y salimos de las vías radiales. Vamos a ver si dejamos de construir “lo rural” como “lo otro” y, en lugar de condescender, entendemos que el “nosotros” que constituye este país lo tenemos que nombrar entre todas.
Y si no, siempre podemos encomendarnos a Cuerda, que de pueblos de España algo nos dejó dicho. Y acordarnos del negro Ngué, que seguramente sigue preguntándole cada noche al guardia civil de Amanece que no es poco: “¿Pero a usted le gusta la estampa que hago yo con las cabras? ¡Pues no viene nadie a verme!”.