Cultura
“Lo de la cultura”
‘La mirada’ es una sección de ‘La Marea’ en la que diversas autoras y autores ponen el foco en la actualidad desde otro punto de vista a partir de una fotografía. Puedes leer todos los artículos de Laura Casielles aquí.
Desde que todo esto comenzó, “lo de la cultura” ha estado bastante presente. Cuando de repente nos vimos todas y todos en nuestras casas, hubo como un atisbo de que, sin películas ni libros ni música, cualquier encierro es peor (y el viaje en metro al trabajo si no puedes parar también, por lo demás). Al momento de revelación sobre lo (quizá) esencial de la cultura le siguieron una serie de pequeñas tomas de conciencia colectivas.
La primera, que no se hace sola. Y, por tanto, tampoco gratis. Aunque gratis fuera precisamente como se ofrecía, de manera aparentemente compulsiva, en las redes, desde el primer fin de semana. Normalmente, para acceder a un concierto o una obra de teatro hay que decidir dedicarle tiempo, dinero y el esfuerzo de desplazarse a un lugar. Ahora, llegaba directa al Instagram, en una adecuación perfecta a nuestras costumbres de satisfacer toda apetencia a golpe de clic. A menudo venía envuelta en una especie de resurrección de la lógica del “amor al arte”, no del todo capaz en todo caso de ocultar que, en estos tiempos, la necesidad de todo el mundo de hacerse una marca le mete un matiz importante al asunto del “para qué”.
La gratuidad, eslabón extremo de una lógica de precariedad y autoexplotación que no es para nada nueva, se convirtió en la primera polémica de “lo de la cultura”. La cuestión es estructural, como explicaba muy bien Brigitte Vasallo en este artículo: una cultura cuya producción no se pague nos condena a que sus emisores sean siempre los mismos, a saber, quienes pueden vivir sin que el tiempo que dedican a ello se les pague. Más claro, agua.
Pero es que, además, hay otra falacia de base: la de que, si yo no cobro y tú no pagas, no hay dinero circulando. Nada menos cierto: por supuesto que hay dinero circulando, pero no para el artista. Va a las plataformas que albergan los directos, a las redes en las que compartimos los vídeos de nuestra altruista creación. Revierte en publicidad, en tecnología, en ancho de banda. La cultura, valor sin precio, alimenta estupendamente al engranaje del capital.
Y genera, por supuesto, desigualdades manifiestas. Como contaba también Gabriela Wiener en otro texto, en el que bajaba al fango de cada vida todas las revelaciones de la mirada estructural, a unas les cancelan giras mundiales y a otras no les llega para el pollo que fríen para su prole. Ahora que se empezará a abrir la veda de los espectáculos, leeremos seguro muchas noticias que (al estilo de las que se lamentan de los problemas de los grandes tenedores con la subida de alquiler) nos hagan empatizar con quienes solo puedan llenar un tercio del estadio. ¿El tercio de una taquilla inversa por concierto en bar cuánto es?
Por más que, como bromeábamos también, la mitad de aforo sea para muchos de nosotros un llenazo muy por encima de lo habitual, la persistencia del hambre no la hace menos severa. Existen realidades paralelas y la gran mentira es que haya entre ellas vasos comunicantes. El problema de que la cultura esté en manos del mercado es que afirmar que el mejor arte encontrará su camino a los espectadores es tan mentira como el sueño americano. La lógica de las redes, sus algoritmos ajenos a la verdad y a la belleza, le dan al star system de toda la vida un nuevo y perverso giro de guion.
Por todo esto, aprovechar el momentum de que la gente necesitara de la cultura como del comer para hacer una huelga y mostrar (como muestran siempre las huelgas) lo que pasa cuando algo se para, tenía cierto sentido, pero también muchos problemas. Tenía mucho sentido desde la base, como modo de reivindicar también a todos los oficios que, sin ser visibles, sostienen la producción cultural y que, en estos días, ni curran, ni tienen ERTE, ni se pueden afianzar el futuro a base de hiperpresencia y likes. Tenía mucho sentido para mostrar las estructuras, las condiciones, lo amenazada que está la diversidad de este ecosistema. Pero por todo ello mismo, tenía también un problema muy grave para hacerse entender.
Porque si algo es un obstáculo para que la cultura importe es que se entienda como una relación en la que unos proveen y otros reciben. Algo que está ahí arriba, en el lugar de los elegidos, y que baja a vernos. Algo que solo podemos consumir.
Cuando lo que está pasando en este tiempo de encierro es, precisamente, la revelación masiva de lo a mano que está la cultura. De nuevo, un artículo reciente lo explicaba muy bien: este de Rafael S. M. Paniagua. “La gente se ha puesto manos a la obra. Las creaciones amateur inundan las redes. Muchas personas que no acusan la brecha digital están retransmitiendo sus fantasías y propósitos o asistiendo a cursos virtuales. Cosemos, dibujamos, cantamos, hacemos sonar nuestros instrumentos por la ventana, o escuchamos los que otras personas hacen sonar”.
Dentro de las tomas de conciencia veloces y alborotadas que nos ha traído esta crisis, en lo que respecta a la cultura hay una muy celebrada a la que no siempre es fácil verle el envés. Aprendiendo como estamos a mirarnos el privilegio, a cuestionarnos (y qué bien) desde qué posición somos quienes somos y hacemos lo que nos gusta, decimos a veces que está muy bien disfrutar de la cultura, pero que hay que entender que eso solo llega cuando las necesidades anteriores están cubiertas. Eso, directamente, no es verdad (o no solo, o no siempre, o no necesariamente). Si lo fuera no habría flamenco ni jazz, no cantaríamos en los funerales. Y defenderlo tiene mucho peligro: el clasismo escondido de negar la cultura a quien está jodido. Reservárnosla, al cabo, avaramente, desde la altivez de la compasión.
Escribió Audre Lorde que la poesía no es un lujo. Que, por el contrario, “acuña el lenguaje con el que expresar e impulsar esta exigencia revolucionaria, la puesta en práctica de la libertad”. Escribió Jeanette Winterson: “No tenía a nadie que me ayudara, pero T. S. Eliot me ayudó. […] Eso es lo que nos ofrece la literatura: un idioma suficientemente poderoso para contar cómo son las cosas. No es un lugar donde esconderse. Es un lugar donde encontrar».
Hablan de la poesía, pero sirve para lo que queramos: la música, el cine, la pintura, la danza. Es cruel negarle a alguien la posibilidad de buscar lo hermoso y disfrutarlo, decirle que eso es para otros. Es cruel, y también egoísta, pensar que mientras alguien tenga que ocuparse de la subsistencia, no tendrá tiempo o energía para la belleza y la emoción. Y, además de cruel y egoísta, es un modo de perpetuar la desigualdad.
Hay modelos, políticas culturales, que se basan en esa visión y en la voluntad de hacer exactamente lo contrario. Yo aprendí música en la escuela de la banda de mi pueblo. Le prestaban un instrumento a cualquiera con tal de que, a cambio de las clases, participase en la banda que amenizaba verbenas, procesiones, el concierto de año nuevo, los desfiles de la fiesta patronal. En la banda estaba Eduardo, el madreñeru, que era quien tocaba los solos más emocionantes con su fliscorno. Y Michelo, el tuba, que no fallaba casi nunca al ensayo del viernes, después de una semana cansada de fontanero y un buen rato en el bar. No olvidaré cuando, antes de venirme a vivir Madrid, Primi, el ferretero, que era también el primer clarinete, me regaló una brújula “para que no olvidara donde está el norte”. La banda no solo hacía música: también comunidad.
Los profes de esa escuela, por otra parte, eran en muchos casos jóvenes que salían de esas mismas aulas y que estaban intentando ganarse la vida con la música. Recibían un sueldo mientras acababan la carrera del conservatorio o se preparaban para entrar en alguna orquesta. Recuerdo también a aquellas cinco hermanas, algo más jóvenes que yo, hijas de una familia que acababa de llegar de otro continente: todas aprendieron música. Y una también a pintar.
Esa intergeneracionalidad, esa horizontalidad, ese pie a tierra, volví a vivirlos impartiendo talleres de poesía. En las bibliotecas públicas, las amas de casa se echan el boli a las tripas en ejercicios de escritura que son un prodigio de memoria histórica y de feminismo en carne viva. Como me dijo hace poco un hombre muy mayor después de una lectura en el local de una asociación, en un barrio de Madrid: “¡Es que así, sí! ¡Con poesía sí que se entienden las cosas!”.
Sí, hay modelos que se basan en esto. Que no acentúan, sino que diluyen la frontera entre quien crea y quien recibe. Que se hacen cargo de que sin tramoya no hay escenario, y saben que hacer con mimo el trabajo de cada eslabón es clave para que todo reluzca. Que no están dispuestos a dejar la belleza en manos del mercado. Que entienden que no hay genios creadores, sino enanos a hombros de gigantes. Y que si algo importa de esto no es el canon marcado por otros, sino el relámpago tan personal del momento en el que se ve algo y la vida se deja ensanchar.
Pero apostar por esos modelos pasa por un cambio de chip. Por dejar de concebir que hay una cultura válida, cuyo acceso está vedado; y una popular, que no llega nunca a ser cultura del todo. Por entender que “la excelencia” es algo tan construido como cualquier otra cosa; y que admitirlo no implica “rebajar los estándares”, como suele gustarles decir a quienes se han puesto a sí mismos en lo alto de la escalera. Y que, si se dan las herramientas y la confianza, los mundos se abren. Empezar por tener acceso al disfrute es el prerrequisito sine qua non para llegar siquiera a desear ser trabajadores de esto, y empezar a pensar en esas estructuras que Vasallo nos ayuda a entender.
Si este es un momento de oportunidad para la cultura porque muchos y muchas la están sintiendo más a mano que nunca (cosas de este tiempo de distinto matiz), es el momento de exigir, para cuando salgamos de aquí, un centro vecinal en cada barrio en el que, aparte de otras cosas, haya talleres de danza y espacios para ensayar. El momento en que la promoción de la lectura no se entienda como aguardar a que alguien saque tiempo y concentración para poder leer, sino, por ejemplo, cómo introducir literatura en un mínimo espacio del que los medios dedican a las tertulias repetitivas o los bulos de ocasión. El momento, tal vez, de decir a las familias que cultura también es aprovechar los ratos muertos de la cuarentena para enseñarles a las niñas y los niños de la casa las canciones de esas otras lenguas en las que nos criaron en un rincón de los Andes o una aldea de l’Empordà. Y que luego, si les da la gana, las versionen en rap.
Es desde ahí, desde lo diverso, desde lo juguetón, desde lo improductivo, como se entiende el milagro de lo que tiene de extraordinario el arte. Es desde ahí desde donde nadie puede negarnos su importancia radical. Ni mucho menos nuestro derecho a acceder a ello.
Y no tengamos miedo, trabajadores de la cultura. Lejos de quitarnos nada, esa realidad es la que da sentido a nuestro empeño. Que no es sino el de ahondar, el de dedicar las horas y las fuerzas de nuestra vida a picar la piedra de esto, que solo será esencial en la medida en que sea verdad que alimenta. A mediar para que llegue a otros. A poner lo que hayamos visto a disposición de que lo vean los demás.
No tengo pruebas, pero tampoco dudas, de que, desde esa mirada, es más fácil entender que lo que hacemos es algo que vale la pena defender desde lo común. Y con ello, será más fácil que se defienda también que haya recursos públicos para garantizar las condiciones que necesitamos para poderlo llevar a cabo. Pero esto solo puede ser la consecuencia.
Si, por el contrario, protegemos el castillo defendiendo ese abismo que separa a los que crean de los que reciben, no esperemos que nos salga nadie a reivindicar. Que hay mucho que hacer en los ratos de paz que dejan estos días –balcones con canciones, álbumes de fotos, cuentos para dormir– como para estar pensando en “lo de la cultura”.
Más de quinientas entidades diversas, firman una carta abierta al gobierno de coalición para hacerle llegar su inquietud respecto a las posibles ayudas a la actividad taurina.
Alessandro Zara, vocal de La Tortura No Es Cultura, advierte que se han anunciado ayudas como la reducción al IVA propuesto por la CC AA Madrid, y en Andalucía se habla de ayudas directas.
.
Carmen Ibarlucea, Presidenta de La Tortura No Es Cultura dice: “Con esta carta exigimos total transparencia por parte del Gobierno y el resto de administraciones públicas sobre cualquier ayuda o subvención que se destine al sector de la tauromaquia. Llevamos muchos años de oscurantismo. Sabemos que les llega mucho dinero público por vías indirectas, mientras no dejan de lamentarse por las pérdidas en los medios de comunicación”.
La carta hace un recorrido por la demanda social de actividades culturales, donde la música (87,2 %), la lectura (65,8 %) y el cine (57,8 %) son las más demandadas, seguidas de las visitas a monumentos o yacimientos (50,8%), asistencia a exposiciones o galerías de arte (46,7 %), bibliotecas (26,8 %), etc., mientras que las corridas de toros solo son demandadas por un 5,9 % de la población (Mº. Cultura, 2019) y señalan que sería difícil de entender que las últimas recibiesen tanto o más que las primeras.
En la carta se mencionan también ayudas indirectas a la industria taurina, como el dinero que llega desde la Unión Europea a través PAC (Política Agrícola Común) y recuerda al Gobierno el enorme rechazo por parte de la gran mayoría de los eurodiputados a que se destine a sostener el ganado de lidia, expresado en la votación realizada en 2015, con 438 votos a favor de eliminarlas, 199 en contra y 50 abstenciones.
https://www.ecologistasenaccion.org/142823/carta-al-gobierno-sobre-las-posibles-ayudas-a-la-tauromaquia/
Los recursos públicos son para la OTAN, o sea para la cultura de la violencia, para matar.
Los recortes en Sanidad, Educación, Cultura, Dependencia, protección y cuidado del medio natural y tantos otros y necesarios servicios son para aumentar año tras año los escandalosos presupuestos destinados a Defensa.
Defensa de los grandes intereses, al pueblo que exige sus derechos se le agrede y se sacan leyes mordaza.
Y antes que a cultura y a servicios básicos, el gobierno «comunista» prefiere favorecer a la iglesia, no hay que cabrear a los obispos que desde el principio de los tiempos están acostumbrados a vivir del pueblo. No sea caso que vuelvan a repetir sus andadas como en la guerra de España 36/39 cuya intervención fué decisiva para que ganaran los golpistas.
Europa Laica pide a Pablo Iglesias que no detraiga fondos públicos para financiar a la Iglesia católica.
Europa Laica denuncia que el Gobierno se sume a la enorme campaña publicitaria que diversas ONGS, empresas y bancos, más la propia iglesia católica, hacen para que de las arcas públicas se detraigan varios cientos de millones de euros al año, solicitando que en el caso del Impuesto de la Renta (IRPF) el contribuyente marque ambas casillas, la de la Iglesia católica y la denominada como “casilla solidaria”.
https://laicismo.org/europa-laica-pide-a-pablo-iglesias-que-no-detraiga-fondos-publicos-para-financiar-a-la-iglesia-catolica/?utm_source=mailpoet&utm_medium=email&utm_campaign=boletin-diario-de-laicismo-org-15-mar-2020_877