Cultura
La novela que nos sumerge en la mente de los ‘menores no acompañados’
De la Isla de Mayotte no se vuelve. Esa es la sensación que queda cuando se cierra 'Trópico de la violencia', la novela de Natacha Appanah que tras ganar algunos de los premios más prestigiosos de Francia, llega a España con la editorial Deconatus.
Un islote en medio del canal de Mozambique y Madagascar, imperceptibles sus 350 kilómetros cuadrados en un globo terráqueo de mesa por mucho que escudriñemos el Océano Índico: pero ahí también está la France, en concreto su centésimo primer departamento: el más pobre de todos. Isla de Mayotte, anexionada como el resto de las Comoras a Francia en el siglo XIX, votó en referéndum en varias ocasiones a lo largo del XX para permanecer siendo francesa, al contrario que el resto de las islas del archipiélago, convirtiéndose en uno de los territorios de ultramar más alejados de la metrópolis y, ahora también, de la Unión Europea.
Mayotte existe, y hasta ahí llegan cotidianamente pateras con personas procedentes de las islas y países de alrededor, pero también de la República Democrática del Congo –3.200 kilómetros de distancia–, de Burundi, de Ruanda… “Ese magma humano, esa fuerza de la naturaleza incontenible”, como describe Appanah las migraciones, que ha convertido este pedazo de tierra en un laboratorio, otro, donde se testa hacia dónde nos lleva la creciente desigualdad: la mitad de sus 256.000 habitantes son extranjeros, en un 95% comorenses según los datos oficiales, la mitad de los cuales están en situación administrativa irregular. El mismo porcentaje que ha nacido en la isla: el hospital materno-infantil de Mayotte es de los más ocupados de Europa: cada día nacen en él unos 30 bebés.
En las elecciones de 2019, el ultraderechista Reagrupamiento Nacional (antes llamado Frente Naciona) fue votado por la mitad de sus habitantes, que se sienten desbordados por la situación y sienten que París les ha abandonado.
Mayotte, y en concreto Petit-Terre –su pequeño archipiélago de 11 kilómetros cuadrados donde se concentran los barrios más pobres y conflictivos– es uno de los seis protagonistas de Trópico de la Violencia (Deconatus, 2020). Los otros cinco, una enfermera francesa que llega allí enamorada y que según va hundiéndose en la amargura por no poder ser madre, va pasando de la idealización del islote al odio. Hasta que llega Moïse a su vida, un bebé al que adopta después de que se lo entregue su madre biológica, una adolescente migrante, y que terminará convertido en un niño más de la calle.
Bruce, el alter ego de Moïse: nacido en Mayotte, “no soporta las microhumillaciones cotidianas que sufre en el colegio por no hablar lo suficientemente bien francés y ser tratado como un tonto”, como lo resume Appanah. Con apenas 14 años, termina siendo el líder del barrio popularmente llamado Gaza, uno de los más denigrados y violentos. Stéphane, un trabajador de una asociación que llega desde París pretendiendo trabajar como si siguiese en Europa. Y Oliver, un policía que vislumbra la degradación a la que se dirige todo.
Una novela coral desprovista de complacencia: precisamente si entendemos, empatizamos e, incluso, sentimos ternura por sus personajes es porque en sus monólogos, que dialogan entre sí, se muestran sin tapujos: desalmados o cobardes, conscientes de su maldad o de su ingenuidad, ruines o idealistas…
Personajes en los que no hay idealización, sino esa amalgama de miserias, buenas intenciones, afectos bravíos, miedos desbordados y rencores envenenados que somos, y que se exacerban en la adolescencia, en la que la sempiterna cuestión de la identidad se vuelve aún más apremiante. Un asunto sobre el que Appanah sabe mucho. Nieta de una pareja de los hindúes que Gran Bretaña llevó a Mauricio para reemplazar la mano de obra esclava que abolió tras vencer a los franceses en el siglo XIX, Appanah estudió periodismo, oficio que ejerció durante años también en Francia, adonde se mudó con 25 años.
Ahora, con una decena de libros publicados, siete premios nacionales franceses, una nominación como finalista del más prestigioso, el Goncourt, solo saca su librera de reportera una vez al año: para escribir crónicas de 90 páginas que periódicos como La Croix publica por entregas diarias a lo largo de los meses de verano.
Conversamos con ella durante los dos días en los que esta periodista le ha acompañado en las presentaciones de Trópico de Violencia en Madrid y Sevilla. Comprobamos que habla y piensa como escribe: en un sotto voce en en el que las cejas enmarcan la gravedad, las pestañas su curiosidad antropológica; la sonrisa, la complicidad con sus personajes -sobre los que se sigue emocionando cuando habla- y las manos, engarzadas con finos anillos dorados, la pulcritud en la forma narrativa.
P. Vivió entre 2008 y 2010 en Isla de Mayotte por razones personales, un periodo en el que tuvo claro que escribiría una novela sobre lo que allí se encontró. Pero no fue hasta 2015 cuando da con la fórmula para hacerlo. ¿Qué no terminaba de encajar?
R. Escribí la novela desde el personaje de Marie, la enfermera que adopta al niño. Era ella la que contaba lo que ocurría al resto de personajes. En 2015, volví a Mayotte porque sabía que algo no funcionaba. En cuanto me subí al taxi me di cuenta de qué era: tenía que escribir una tragedia griega, un teatro antiguo, en el que cada personaje pudiese hablar libremente, sin temor a ser juzgado. Volví a pasar tiempo con los niños y vecinos de Gaza, pero no tanto para hablar con ellos, sino simplemente para pasar el tiempo.
Una noche, el taxista que me tenía que recoger se olvidó de mí y vi cómo caía la noche, cómo los chavales esperaban ese momento en el que la oscuridad cubría su edad, en el que podían ser otros… En esas semanas vi cosas que no había visto en dos años viviendo allí.
P. Precisamente el hecho de que digan lo que piensan realmente es uno de los grandes valores de la novela: hay un respeto hacia el lector/a cuando se les presenta personajes desde su crudeza, pero sobre todo es la mejor vía para entender las razones que hay detrás de determinados comportamientos, así no los compartamos o no sean legítimos. Como Bruce, un adolescente que reconoce que ha de ser despiadado para conservar su poderío sobre el poblado chabolista, que esta no es la vida que le habría gustado llevar, pero que ese es su mundo ahora.
R. Bruce es un chico que busca la aceptación tras haberse sentido rechazado en la escuela. Por supuesto ese no es su nombre real, todos los chicos se ponen un mote cuando llegan a la adolescencia que resuma sus aspiraciones. Bruce elige ese apodo porque se siente muy identificado con ese personaje de Batman, quiere ser un superhéroe, pero además tiene otras identidades: es comorense, francés, musulmán, criollo…
Estos jóvenes no están aislados, son resultado de la globalización: ven youtube, escuchan la música dominante internacional… Cada persona tiene su propia historia, visión, deseos, sueños, y la ficción tiene esa capacidad para evocar, para ofrecer una perspectiva que no da el reportaje, que tiene la función de ser más palpable e informativo. La novela tiene el tiempo el espacio, la complejidad que te ofrece la lengua…
P. De hecho, cada uno de los personajes también están escritos desde su propia voz, muy diferente la una de la otra: Moïse, con su francés clásico y académico, Bruce, con su argot callejero… Personajes que son el alter ego el uno del otro….
R. Son dos versiones del mismo niño: Bruce es fuerte, asume la violencia, el coste de su poder; Moïse es apocado, pero Bruce envidia su inocencia, su capacidad de leer su libro, siempre el mismo, y sentir que ese libro es su madre… Uno no podría entenderse sin el otro.
P. En el caso de que siguieran vivos, ¿cómo imagina que serían cinco años después de haberlos escrito?
P. Tengo la sensación de que Moïse habría encontrado su camino y Bruce seguiría siendo el líder que era, igual de violento. Me gustaría pensar distinto, pero cuando has ido tan lejos como lo hizo él, no hay vuelta atrás.
P. Como sabe, los menores que viajan solos están siendo muy criminalizados en España por la extrema derecha…
P. Me pregunto si la juventud está siendo criminalizada precisamente porque es gente con salud, vital, con energía… Y quizás tenemos miedo de su energía.
P. En el libro es crítica con los periodistas y trabajadores humanitarios que llegan a la isla cargados de respuestas sobre cómo solucionar la situación y que poco después se marchan. Es interesante en este sentido el papel de Stéphane, un trabajador humanitario que cuando realmente transforma algo es cuando se lleva a Moïse lejos del asentamiento y con esto simplemente, permite que se sienta seguro, lo básico que necesita un niño para desarrollarse correctamente o recuperarse…
P. Stéphane llega a Mayotte y aplica las mismas medidas que se desarrollaron en las banlieus en 2006, poniendo películas a los niños, organizando partidos de fútbol…. Mi libro fue muy mal acogido por las ONG de la isla porque dicen que doy una mala imagen de ellas. Incluso llegaron a decir que no tenía derecho a decir eso por el color de mi piel. Mi papel no es dar una buena o mala imagen, sino ser honesta.
P. Vive en Francia desde hace veinte años y ha vivido dos años en Mayotte. ¿Qué hay de Francia en este departamento?
R. La forma en que funciona la Administración, la Policía, la isla… Pero para mí Francia no es ese hexágono peninsular que muchos tienen en la cabeza, sino un archipiélago repartido entre el Pacífico, el Atlántico, el Índico, incluso cerca de Canadá, donde está Saint Pierre et Miquelon.. Para mí Francia no es vino, queso o gente blanca que habla el típico francés, sino que es algo mucho más complejo, como lo es Mayotte: un lugar donde la gente habla un francés muy clásico porque lo estudian en el colegio, donde sus tradiciones son criollas…
P. ¿Qué opinión tiene de las protestas que están teniendo lugar en la Francia hexagonal?
R. Es muy francés protestar, salir a la calle es algo que está en el ADN. El fenómeno de los chalecos amarillos es muy interesante porque son personas que no saben quiénes son, que quieren volver a tener el sentido de comunidad. De hecho, cuando quedan en las rotondas las convierten en un pueblo: llevan comida, duermen allí, y recuperan la sensación de estar unidos.
Por otro lado, la representatividad del Estado, de París, se ha perdido, se ha perdido la relación entre las instituciones y el resto del país.
P. Usted empezó a publicar novelas tras radicarse en Francia, pero ¿cuándo supo que quería ser escritora?
R. Empecé a escribir a los trece o catorce años, pero la palabra escritor/a no existía en mi familia, ni en mis conversaciones. No sabía que era posible ser algo así. Conocía a los escritores porque los leía, pero para mí eran como extraterrestres, algo que yo nunca podría ser. Recuerdo que con 16 años un profesor nos preguntó cuál era nuestro gran sueño y yo respondí “escribir un libro algún día”. Un libro, algún día.
Cuando llegué a Francia me sentí menos extraña que en Mauricio, donde era un bicho raro por estar enamorada de la escritura, de los escritores. Recuerdo un día que fui a la presentación de un libro y delante de mí se sentó un escritor y filósofo francés muy conocido. Me sentí tan cautivada por la proximidad entre ambos. Era la materialización de mi imaginación. Era posible ser escritora.
P. Desde entonces, ha publicado siete novelas, todas ellas en la prestigiosa editorial Gallimard, un libro de relatos breves y uno de sus crónicas periodísticas. ¿Cómo ha conseguido ser tan prolífica?
Al principio era más rápida escribiendo, recuerdo que mi segunda novela la acabé en un mes. Con los años, lo pienso todo mucho más: ¿soy la persona adecuada para escribir esta historia? ¿no ha sido contada antes un millón de veces? ¿son las voces adecuadas?… Ahora tardo unos dos años en cada novela.
P. ¿Qué tiene que tener una historia para decidirse a escribirla?
R. A menudo es una pregunta que me retumba. Otras, es la forma en la que quiero contar algo. Por ejemplo, mi tercera novela quería que transcurriese en un solo día. Otra fue cuando estaba soltera, pensaba que nunca sería madre y me sentía muy triste… En el caso de Trópico de la violencia tenía todo el tiempo a un niño en mi cabeza que había visto cuando paseaba a mi bebé. Volví a Francia y seguía viendo a ese crío durmiendo sobre una mesa de ping-pong en las calles de Mayotte. Es una obsesión…
P. ¿Y cuándo siente que está acabada?
Es algo que, de repente, tengo claro. A menudo, me despierto y pienso “este es el último capítulo”. Aunque luego tarde un mes en escribirlo. Siento que les tengo que dejar ir. Hay gente que me dice que mis finales no les satisfacen porque no son cerrados. A mí no me gusta lo explícito. Quiero que mis lectores se lleven los libros con ellos, que sigan el destino de sus personajes. Tengo muchas dudas sobre mis anteriores libros, pero ninguna sobre sus finales.
P. En una entrevista contaba que la gente dedica mucho tiempo intentando crearse un lugar, una identidad en Internet. ¿Cómo es su relación con las redes sociales?
R. Tuve una cuenta de Facebook durante unos años y no tenía nada de disciplina, así que entraba todo el tiempo para ver si la gente había leído lo que había posteado… Era una relación que no me gustaba, de buscar la atención, así que la cerré. Me consumía mucho tiempo. Twitter es un medio interesante, pero como no puedo controlarme para verlo solo una vez al día, tampoco lo tengo.
En mi ordenador tengo dos grandes letreros que dicen “No Internet antes del mediodía”. También silencio mi móvil hasta ese momento. Aun así, a veces me siento una niña porque me pongo a buscar una palabra o el nombre de una enfermedad, algo llama mi atención y cuando me doy cuenta, llevo un rato navegando y desconcentrada.
Zadie Smith recomendó que si querías escribir, cogieras un ordenador sin conexión a Internet. Me parece la mejor opción.
P. Paul Auster definía la literatura como la actividad más solitaria, tanto cuando lees como cuando escribes. ¿Cómo convive usted con esta soledad?
R. Siento que estoy muy preparada porque soy una persona solitaria en mi mente, si se puede decir así. Y de los 20 a los 25 años, llevé una vida muy solitaria. No escribía, dejé de escribir, pero no tenía familia, amigos, estaba aislada. Creo que estaba preparándome para mi vida como escritura.
Mi madre me solía decir «tú nunca te aburres» porque la gente suele confundir el aburrimiento con la soledad. No me da miedo la soledad.
Cuando nació mi hija, una de las cosas para las que no estaba preparada era estar todo el tiempo con otra persona: sí lo estaba en el sentido físico, pero no para el espacio que iba a ocupar en mi cabeza.
La historia de los territorios ubicados cerca y de Madagascar nos ilustran de la espantosa tiranía que impuso Francia, la de la libertad, igualdad y fraternidad, en esta zona. Han cometido crímenes contra la humanidad desde después de la Segunda Guerra Mundial, ejemplos terribles como los de la isla Reunion de donde se robaron a mas de 2 mil niños para ser usados como esclavos en La Creuse, Francia, entre 1962 y 1982. Madagascar fue anexada a Francia en 1885, y murieron 700 mil habitantes en la «pacificación» de esta colonia, los sobrevivientes fueron trabajadores forzados para las industrias francesas que explotaron los recursos de la isla. En la lucha de la independencia murieron cerca de 100 mil, entre 1947 y 1960, en que Francia se retiró de Madagascar, después de inventar los «vuelos de la muerte», usados después en las dictaduras argentina y chilena: lanzar vivos a los sospechosos desde aviones, para atemorizar al resto de los que querían la independencia. No veo la diferencia entre lo que hizo Hitler y lo que aquí hicieron los franceses, que ya habían experimentado los métodos nazis, lo que hace de estos crímenes franceses aún más perversos.