Tenía que pasar

Tenía que pasar: los cadáveres de las personas migrantes ya no son noticia por ser vidas humanas segadas, sino por el incordio que suponen para los turistas europeos que buscan relajarse en las orillas de los países empobrecidos de los que parten los finados. No hay lugar para la sorpresa, ni para el sonrojo, o la indignación. Era el camino de baldosas amarillas que lleva enlosando la élite política de la Unión Europea desde hace casi tres décadas. 

Desde que a principios de los 90 sus dirigentes determinaron que la gestión de la mano de obra extranjera –así es como se le concibe– tendría que sortear cada vez más obstáculos para acceder a su territorio –y llegar así en condiciones de debilidad, de absoluta dependencia y privados de cualquier derecho para ser más explotable y desechable–, llevamos oyendo a diario sus discursos que enmarcan la respuesta a la inmigración en las políticas de defensa y de lucha contra la criminalidad. 

Varias generaciones han crecido, madurado y envejecido escuchando por los altavoces mediáticos más potentes a los señores de gris –los mismos que impusieron el austericidio, que hundieron a Grecia y la hicieron retroceder varias décadas, que sentenciaron que la UE solo tendría futuro si se lo arrebataban a sus habitantes del Sur– repetir una y otra vez que las personas migrantes son un escollo para su bienestar y una amenaza para el continente europeo. 

Así que no debería extrañarnos que cuando el equipo de informativos de la televisión belga RTL Info tuvo conocimiento de que una de sus ciudadanas, Charlotte, se había sentido contrariada cuando se encontró un cadáver en la costa tunecina en la que pretendía relajarse mirando al horizonte desde la orilla de los desventurados, no dudase en enfocar desde ahí su noticia:  “Un inicio de vacaciones desperdiciado para Charlotte”, lamenta la presentadora. “Una turista belga acababa de llegar a Túnez cuando descubrió un cadáver en la playa. Muchos turistas están preocupados y han pedido cambiar de hotel”, continúa. Aparece la representante del touroperador TUI en cámara: “Entendemos que los vacacionistas están sorprendidos. No es lo que imaginas cuando programas unas vacaciones (…) Les ofrecimos ayuda psicológica y nos pidieron cambiar de hotel, lo que hemos autorizado lógicamente”. 

Una noticia se puede enfocar desde distintos ángulos, pero el criterio periodístico marca que el primero debe responder siempre al interés público general. Para el equipo responsable de la cadena belga no lo era que ese cuerpo fuese uno de los 40 que la guardacostas tunecina llevaba días recogiendo. Ni que fuese una de las 70 personas que habían muerto de las 80 que partieron de Libia el 4 de julio en una endeble embarcación. De hecho, no es excepcional que aparezcan cuerpos en sus costas. El criterio periodístico que primó fue, ni más ni menos, el que llevamos manteniendo como sociedad décadas. Fueron coherentes con nuestras políticas, con los dirigentes que votamos, y con nuestra propia actitud como ciudadanía corresponsable: si el objetivo es que no lleguen a cualquier precio, sus cadáveres son, aunque resulte fastidioso reconocerlo, el precio.  

Habíamos sido advertidos. Lo vimos a principios de los 2000 con la fotografía de Javier Bauluz en la que una pareja permanecía sentada bajo una sombrilla con latas de refresco mientras un cadáver yacía en la orilla a unos metros. Lo vimos en esta foto de Juan Medina en la que un hombre se arrastraba a cuatro patas tras desembarcar de una patera mientras unas señoras permanecían sentadas a unos metros. Lo vimos en el vídeo que un hombre subió a la red el verano pasado en el que retransmite cómo un grupo de hombres bajaba de una patera en la orilla de un pueblo malagueño tropezando y cayéndose a la arena. Y así, en infinidad de ocasiones. No hace falta ver Black Mirror para saber en qué nos convertiremos, solo hace falta querer ver en qué nos hemos convertido: en testigos cómplices de la barbarie, en figuras de barro de la enajenación, en el buen padre de familia que aceptó ser guardián de los campos de concentración a cambio de pan para sus hijos. 

Pero no olviden que esa depravada interpretación de lo ocurrido con las víctimas del naufragio, que esa vil inversión de los términos de lo que se considera importante y valioso (el Consejo Audiovisual belga le ha abierto una investigación a la cadena por haber podido atentar contra la dignidad humana), también está siendo vista por las personas migrantes que ya viven en nuestro territorio, por sus madres, padres, hijos y abuelos que residen en sus países de origen, y por muchas de aquellas que ahora mismo lo están empeñando todo para intentar mejorar sus vidas y las de sus seres queridos. Su interpretación de quiénes somos y de cómo les concebimos también tiene y tendrá consecuencias.

Por todo ello, no cabe la sorpresa, ni la vergüenza, ni la indignación. No mientras quede un solo espejo en las paredes de nuestras casas.