Opinión
España: Estado número 51
"Cuanto más nos parezcamos a EEUU, mayor capacidad de las élites económicas para profundizar en la brecha de desigualdad", analiza el autor.
En la icónica y extensa biografía sobre Fidel Castro de Ignacio Ramonet, el periodista gallego aludía a la crisis de los balseros y preguntaba al dirigente cubano sobre esta problemática sensible para la sociedad de Cuba. En su respuesta, Fidel trata de explicar las consecuencias de la controvertida Ley de Ajuste que permite a los cubanos que llegan a los Estados Unidos recibir la residencia legal de manera automática una vez pisan suelo estadounidense. A diferencia del resto de migrantes latinoamericanos que llegan al país norteamericano, esta ley supone una de las razones principales por la cual muchos cubanos tratan por todos los medios de alcanzar las costas de Florida, incluso a través del secuestro de aviones y barcos, como así sucedió a lo largo de la historia reciente del país.
En este punto, Castro añade una reflexión sobre la gran influencia de la imagen proyectada de la sociedad de consumo de Estados Unidos en el mundo y la permanente propaganda que se dispara sobre la isla. Tomando prestada la pregunta retórica que lanza el mandatario en esta reflexión para responder a Ramonet, trato de imaginar una Ley de Ajuste global, o incluso solo dirigida a los españoles si, además, le añadimos que hipotéticamente los Estados Unidos estuvieran a solo unos kilómetros de distancia de nuestras fronteras como es el caso de Cuba. ¿Creéis que muchos españoles dejarían el país y cruzarían la frontera para convertirse en estadounidenses de pleno derecho si tuvieran la más mínima oportunidad? Esta reflexión no deja de resultar inquietante si, en efecto, el lector hace el esfuerzo de trasladarlo a su sociedad, en este caso, a la española.
Sin duda, la pregunta merece que repose antes de tratar de responderla. No descubro nada nuevo si afirmo que está muy extendida la concepción de Estados Unidos como ese país que se sitúa en la cúspide del desarrollo y resulta en el espejo en el que todos deberíamos mirarnos pero, sobre todo, admirar. La propaganda estadounidense realizada durante décadas a través de ingentes esfuerzos políticos y económicos invertidos en medios de comunicación de masa como la televisión y, por supuesto, la poderosa industria del cine de Hollywood, ha generado una especie de imagen idílica del país norteamericano, cuna del todo es posible, del sueño americano y de la cacareada cultura del esfuerzo.
La globalización, en realidad, nunca ha sido otra cosa que la globalización de la cultura y estilos de vida estadounidenses. Se trataba, por lo tanto, de una globalización que, además de favorecer los intereses económicos del país a través de la internacionalización del libre mercado, fue poco a poco exportando también su concepción empresarial de la vida, es decir, su individualismo extremo e hipercompetitividad asimilada en todos los ámbitos de nuestra cotidianidad reducida a términos economicistas.
Es el caso de la progresiva privatización de nuestros servicios públicos, de nuestra educación y de nuestro sistema sanitario. Con ello y de la mano connivente de la publicidad y la amplificación de las redes sociales, también hemos acabado importando otros aspectos de su identidad cultural, como su gastronomía rica en productos ultraprocesados y excesivamente calóricos; sus festividades como Halloween; sus estilos de vida; ciertas expresiones idiomáticas o hasta su cosmovisión.
Poco a poco nos hemos ido americanizando hasta el punto de que sucesos irrelevantes de un pueblo perdido de Arkansas ocupan espacios en nuestros informativos con total normalidad. No parece lejano el día en el que acabemos celebrando el Día de acción de gracias y las redes sociales se llenen de españoles trinchando un pavo hipertrófico.
El problema, más allá del imperialismo lingüístico, económico y cultural y sus efectos en nuestra identidad y nuestros lazos comunitarios, radica en que la línea que separa sus problemas y preocupaciones y los nuestros acaba haciéndose cada vez más fina. De repente, nos encontramos con que sus miedos son nuestros miedos y sus enemigos se convierten automáticamente en los nuestros.
Así pues, sucede que la cultura política estadounidense se ha mimetizado con la nuestra hasta el punto de estar influenciando a las futuras generaciones de nuestro país a través de la permeabilidad de mensajes lanzados en Tik Tok o Instagram, aplicaciones de amplio consumo entre los jóvenes. De igual manera, medios de comunicación al servicio de unos intereses muy específicos se hacen eco e importan todas aquellas estrategias comunicativas que han facilitado la asimilación social de esas ideas y problemáticas provenientes del otro lado del Atlántico.
Solo así se puede entender que debates y corrientes políticas intrínsecas de los Estados Unidos acaben impregnando nuestra agenda política. Es el caso de las campañas ultraderechistas con los furibundos ataques hacia lo woke, las cuales acaban copando el debate público de otros países como el nuestro.
Parece como si toda esta atmósfera cargada de irracionalidad y agresividad que azota nuestras sociedades hubiese sido orquestada por alguna red internacional con origen estadounidense al servicio de una forma de hacer política plagada de bulos y discursos hiperbólicos que trata, en último término, de erosionar las democracias a través de la proliferación del odio y el miedo. El creciente antifeminismo entre los jóvenes hombres, el anticomunismo irracional y la radicalización visceral de la juventud parece beber directamente de la hegemónica influencia ultraderechista de origen estadounidense.
¿Os habéis fijado en todas esas mochilas militares que portan principalmente hombres con banderas de España junto a la bandera de los Estados Unidos? ¿Habéis visto también cómo muchos gimnasios de crossfit tienen camisetas con las barras y estrellas en la manga como si fueran reclutas entrenándose para convertirse en un US seal? Por supuesto, este problema no afecta solo a España, este fenómeno es fruto de la globalización de una concepción masculinizada del mundo y de la penetración del realismo político ofensivo de origen estadounidense en la cultura política mundial.
Así sucede en otros países como los latinoamericanos, cuyas sociedades, históricamente agredidas por las políticas extractivistas y antisocialistas de Estados Unidos, contienen numerosos ejemplos de avasallamiento autoinflingido. Fue el caso de las incontables dictaduras apoyadas por la CIA y teledirigidas desde el norte y sería el caso reciente de la oposición venezolana exigiendo una intervención militar de los marines estadounidenses en Venezuela o la argentina de Milei alineándose y rindiéndose sin condiciones a las pretensiones políticas y económicas de Estados Unidos.
De igual manera, resulta cotidiano encontrarnos con pomposas referencias a la economía de Estados Unidos en círculos de influencia empresarial, ya sea en las mismas clases de economía de las universidades donde las alternativas al sistema capitalista brillan por su ausencia o en vídeos y reels de influencers y entrepreneurs wannabes que ven en las barras y estrellas la potencial culminación de toda esa ambición de éxito alimentada durante años y años de propaganda.
En la actualidad, cierta parte del sentido del llamado sueño americano se ha internacionalizado: el mantra e ideal capitalista en el que el ascensor social y el éxito está garantizado para aquellos que trabajen y se esfuercen ha calado profundamente en la sociedad. Se trata de la eterna promesa de que cualquiera –cualquiera no es igual a todos– puede conseguir el éxito, esto es, hacerse millonario. La denominada meritocracia sigue teniendo gran prevalencia en el imaginario colectivo a pesar de que se basa en la falsa premisa de que el esfuerzo se recompensa igual para todos y de que no influyen de manera fundamental ciertas relaciones de poder precedentes, es decir, la herencia cultural, social y económica de los individuos.
La realidad es que cuanto mayor es la desigualdad menor es la movilidad social entre generaciones. Los descendientes heredan en mayor grado tanto la riqueza como la pobreza de sus antecesores, lo que hace imposible que disfruten de derechos y oportunidades en igualdad de condiciones. Y esto es bien sabido por toda esa clase política que se arma de retórica patriótica para, en realidad, profundizar en la asimilación de la cultura estadounidense y en esas desigualdades sociales que la caracterizan.
Las políticas ultraderechistas alienadas con la cultura yanqui serían esa herramienta a través de la cual se trata de que las clases subalternas confundan sus realidades, cultura e inquietudes y asimilen convenientemente aquellas provenientes del país norteamericano. Tal vez desearían liberar la tenencia de armas y que todos acabáramos desconfiando de nuestros vecinos rifle en mano. El patriotismo es sólo una excusa, un revestimiento de otros intereses de fondo provenientes de las clases adineradas y reducidos a lo puramente económico. Cuanto más nos parezcamos a los Estados Unidos, mayor capacidad de las élites económicas para profundizar en la brecha de desigualdad, en la privatización de los servicios públicos y en la acumulación de riquezas y poder.
A tenor de los discursos y el alineamiento de la ultraderecha española con las políticas de la administración Trump en el contexto de la reciente guerra arancelaria desatada que afecta a los intereses económicos de España, todo indica que son posiciones que responden a esa premisa e intereses. Si bien la actitud servil hacia el hegemón estadounidense no es reciente y se ha venido larvando desde décadas atrás, así como que no es tampoco intrínseca de España, tal vez sí que es ahora cuando con mayor intensidad estamos sintiendo la porosidad de su influencia e ideas en nuestras sociedades, potencialmente entre los más jóvenes.
¿Os acordáis de esa gente bailando como Trump en Ferraz con la bandera de Estados Unidos atada al cuello cuando el magante volvió a ganar las elecciones? Eran los mismos que meses atrás se manifestaban contra el gobierno ataviados con banderas de España. Llegados a este punto, me pregunto que sucedería en el caso de que se nos pusiera en la hipotética tesitura, como en el caso de Canadá o Groenlandia, de que tuviéramos que votar en referéndum nuestra adhesión a los Estados Unidos. Supongo que no me alejaría mucho de la realidad al considerar que muchos de los autoproclamados patriotas harían campaña por convertir España en el deseado Estado 51.