Cultura
Rafael Escudero: “Hay un derecho colectivo a la memoria. Todos somos víctimas del franquismo”
Escudero acaba de publicar 'Cuando Antígona encontró a Benjamin: víctimas del franquismo y derecho a la memoria', un libro sobre el difícil esfuerzo español en pos del juicio y la reparación de los crímenes del franquismo.
El lamento desgarrador de Antígona contra Creonte y aquel Ángel de la Historia para el que el progreso era el vendaval que se enredaba en sus alas y le impedía lanzarse a reconstruir las ruinas del pasado, sobre el cual escribiera Benjamin, se cruzan en Cuando Antígona encontró a Benjamin: víctimas del franquismo y derecho a la memoria, de Rafael Escudero Alday (Trotta, 2025): un libro sobre el difícil esfuerzo español en pos del juicio y la reparación de los crímenes del franquismo. En él, este profesor de Derecho de la Universidad Carlos III analiza los éxitos y fracasos, las luces y las sombras de los procesos sociales, políticos y legales involucrados. Por teléfono, responde a un puñado de preguntas sobre la obra.
Rafael, Walter Benjamin –cuyo encuentro con Antígona en España da título a su libro– fue el gran pensador de la reviviscencia del pasado en el futuro, de cómo «nada de lo que alguna vez ha sucedido debe darse para la historia por perdido», algo que era, a la vez, una reivindicación de los perdedores y de la posibilidad de que un día ganen y una advertencia, hoy tan perentoria, sobre cómo los horrores derrotados en el pasado también pueden regresar.
Él lo advirtió, sí. Yo recurro a él y al mito de Antígona para hacer referencia a las dos grandes dimensiones que, desde mi punto de vista, tiene la memoria: una individual, que se centraría en las víctimas y sus derechos –y para eso utilizo a Antígona– y otra colectiva, que es la que a mí, personalmente, más me interesa. La memoria como fundamentación de derechos colectivos y de políticas públicas que trasciendan la reparación individual. Es para eso para lo que recurro a Benjamin, el gran pensador de la memoria y su trascendencia para el futuro como tú dices, cuyo pensamiento nos permite fundamentar filosóficamente esas políticas y derechos colectivos. Y también lo otro, sí: cuidado, porque el fascismo, el horror, no son cosas del pasado, sino que pueden volver.
Benjamin también nos hablaba del carácter paradójico del progreso, un vendaval, decía él, que nos impulsa hacia delante, pero nada más que eso. En la España de los años ochenta, bajo la presidencia de Felipe González, el progreso y los discursos de modernización de España de un PSOE que había reemplazado por ellos el viejo credo republicano y marxista se pusieron al servicio del olvido y de la impunidad de gente tan poco progresista como los franquistas.
Eso es. El Ángel de la Historia de Paul Klee sobre el que Benjamin escribió, que ve cómo el progreso avanza irremediablemente. En aquella época, Benjamin lo utilizó para entender que el progreso eran los nazis, que la idea de progreso estaba siendo cogida por los nazis, y que los olvidados, los desclasados, acababan siendo como florecillas en el camino y acababan siendo aplastadas. Eso, efectivamente, también sucedió en la Transición. Se decía: vamos a avanzar, vamos a configurar un régimen democrático que nos equipare a los europeos de nuestro entorno, con un sistema económico que nos permita crecer, y de las víctimas ya se hablará en el futuro. Luego, claro, nunca se habló, y se quedaron así: aplastadas en el camino.
Es un hecho poco conocido, pero la primera exhumación de víctimas republicanas no fue la icónica de Priaranza del Bierzo del año 2000. En la Transición ya se hicieron algunas exhumaciones, pero semisecretas y con un enfoque que era exclusivamente de resarcimiento a las víctimas. El siglo XXI trae el enfoque ciudadano que usted reivindica y por el cual se viene a decir: en realidad, todos somos víctimas del franquismo, y esto nos compete a todos los ciudadanos, no solo a los familiares de víctimas directas.
Eso es. Lo más importante que ha sucedido en los últimos años es la inclusión de las políticas de memoria en la agenda pública y esa trascendencia hacia un enfoque más colectivo. Las reparaciones individuales son relevantes, por supuesto, y todavía hay que hacerlas, pero en el libro pretendo dar elementos para articular un derecho colectivo a la memoria cuya titular es toda la ciudadanía. Todos somos víctimas del franquismo, sí, y si pretendemos ser una ciudadanía democrática y sana, necesitamos políticas colectivas de memoria que también sean culturales, educativas…
Habla de la Cultura de la Transición, esa épica y esa obligación del consenso, la prudencia, la reconciliación… Y de cómo no nos la sacamos de encima. Las leyes de memoria histórica de Zapatero y Sánchez fueron sucesivos avances en pos de una visión distinta, en la que no se diga que «todos fuimos culpables» y el enfoque no sea solo de resarcimiento compasivo de las víctimas directas, pero las dos leyes siguen invocando, un tanto incoherentemente, la reconciliación.
Sí. Se partía de un principio de equidistancia: como las víctimas de los republicanos, del terror rojo, ya fueron reparadas durante el franquismo, ahora, en la Transición, lo que queremos es, basándonos en el principio de igualdad, reparar a algunos colectivos de víctimas del franquismo. De ahí que siempre se hablara de «víctimas de ambos bandos». Afortunadamente, esta dimensión se ha superado. Se empezó a superar en la ley –mal llamada de memoria histórica, porque no se llama así– de 2007, que tenía algunas luces, pero también demasiadas sombras, y no rompía para nada con el llamado pacto de la Transición. El salto cualitativo se da en 2022, pero en su parte expositiva sobre todo, se sigue hablando de las políticas de memoria como un paso más en la normalización democrática desde la muerte de Franco y la aprobación de la Constitución. Al legislador español le cuesta separarse de ese cordón umbilical.
Menciona en el libro algunos productos culturales que a lo largo de los años han hecho pedagogía del discurso transicional: Cuéntame, por ejemplo, o esa escena de El Ministerio del Tiempo en la que Lorca decide no evitar que lo maten como a un perro, porque en los años setenta se siguen acordando de él.
«Dejemos las cosas como están», dice, sí. Es muy arriesgado hacerle eso precisamente a Lorca. Pero me parece todavía más grave, por lo sostenido en el tiempo, todo lo que tiene que ver con Cuéntame, una serie que duró muchos años y en la que vemos el típico proceso español de alguien que es victima del franquismo y acaba siendo cargo público de la UCD y luego un self-made man. Al padre de Antonio Alcántara lo habían matado en la guerra, pero resultó ser por una cuestión de amores frustrados. El enfrentamiento entre hermanos, ¿no? Me parece una mirada repugnante del pasado. Yo pretendo llamar la atención sobre los riesgos de estos productos culturales que tan bien denunció Chirbes; escritos en un pentagrama muy concreto pensado para servir a determinados objetivos políticos. La cultura, si no tiene que ser algo, es servil a objetivos políticos, sean los que sean.
Cuando eclosionó la cuestión de la memoria histórica a principios del siglo XXI, hubo quien se preocupó –cita a Santos Juliá– por la «argentinización» de la mirada española del pasado, un comentario en el que uno quiere advertir cierto desprecio a Argentina. Argentinización, tal y como era pronunciado por estas personas, se parecía demasiado a bananerización, a algo propio de un país más atrasado que el nuestro. ¿No era Argentina y la argentinización todo lo contrario: un modelo a seguir, algo a celebrar? Allá se juzgó y se condenó a los dictadores.
Fue a raíz de la exhumación de Priaranza, que tú mencionabas. El movimiento memorialista consiguió meter el debate memorial en la agenda pública y se dio un debate muy interesante en términos teóricos, pero también muy maniqueo, conducido por una serie de historiadores encabezados básicamente por Santos Juliá.
Pretendían dos cosas. Una, consolidar la idea de la «excepción española», de que España no había sido como los países del Cono Sur. Santos Juliá incluso rechazaba el concepto de desaparecidos. Esto, a poco que se avanzó en la investigación, se vio que no era admisible, incluso en términos científicos. Por otro lado, también pretendían sacar el concepto de memoria del terreno de juego. Se decía que la memoria no podía articular científicamente un discurso del pasado, que no era útil para la historiografía. Esto es como anular la prueba oral en un juicio: como el testigo recuerda lo que recuerda…
Oiga, el historiador tiene sus herramientas metodológicas, hermenéuticas, y con ellas puede determinar cuáles de esos testimonios son fiables y cuáles no, del mismo modo que el juez determina si un determinado testimonio es creíble o no. Este debate pesó mucho en la ley de memoria de 2007. De hecho, no encontramos la expresión memoria histórica en la ley de 2007; no se llama así, y fue precisamente por una imposición del sector que avalaba las tesis de Santos Juliá.
Afortunadamente, años después, ese debate está superado. Ya no se habla de «excepción española». Gracias fundamentalmente a la presión de los movimientos memorialistas, y también de la academia, el caso español ya entra en los organismos internacionales de derechos humanos como un caso de violación grave de esos derechos, al que se aplican las categorías del derecho internacional y la justicia transicional. Por otro lado, la memoria como un instrumento para la configuración y la reconfiguración del pasado ya no se discute, por lo menos en foros académicos solventes.
Ironiza sobre la «justicia sin juicios» que se ha pretendido a veces.
El derecho y el tiempo nunca se han llevado bien; no son buenos compañeros de viaje, y las víctimas, las asociaciones y las personas que han trabajado en el ámbito judicial se han dado de bruces con el muro del Tribunal Supremo, el Constitucional e incluso el Europeo de Derechos Humanos a la hora de intentar juicios penales con respecto a las víctimas del franquismo. Sobre todo, de las víctimas de los primeros años del franquismo.
Ese es un terreno en el que me temo que soy pesimista; pocos avances se pueden hacer. Pero hay otros mecanismos, y un ámbito en el que creo que sí se puede trabajar, y se está trabajando fecundamente, es el de los crímenes del último franquismo y la Transición. Los típicos argumentos del Tribunal Supremo para negar la posibilidad de juicios penales a los primeros años (la retroactividad, la amnistía…) no caben para esa otra fase. Se puede intentar esa vía.
Hay un subcapítulo que se titula «La memoria democrática tiene rostro de mujer». Una novedad de los últimos años en lo que respecta a la memoria es el énfasis puesto en las mujeres y el colectivo LGTBIQ+; en la especificidad de su martirio bajo el franquismo.
Efectivamente: ahora se reconoce la violencia especial sufrida por las mujeres y por otra serie de colectivos. El concepto de las putas rojas, por ejemplo, ¿no? Por rojas y por putas. Ahora ya no serían admisibles políticas públicas de memoria que no reconocieran específicamente esa violencia especial, aparte de que el enfoque de género debe atravesar hoy de manera transversal cualquier política pública.
Quería terminar la entrevista con un agradecimiento. Menciona a José Avello, uno de los escritores más deslumbrantes de la segunda mitad del siglo XX español, injustamente olvidado. Solo escribió dos novelas: La subversión de Beti García y Jugadores de billar, pero qué novelas, ¿verdad?
Sí, sí, total. Jugadores de billar pone el foco en una dimensión del franquismo en la que no suele ponerse: el expolio económico. Siempre me ha sorprendido esa faena de que un tipo que ganó premios y al que publicó Alfaguara quedara fuera del mainstream, y me da mucha alegría que haya gente que me diga: «Gracias a ti he conocido los libros de Avello».