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Tamara dice “te quiero” y Tina ladra “yo también”
Los testimonios de vinculación afectiva con los animales estremecen por su autenticidad, a menudo incomprendida
Artículo publicado en #LaMarea50, nuestra revista mensual a la venta aquí.
SEVILLA// Describir el color de los ojos borrosos de Tamara de Matos requeriría el espacio de todo este reportaje. Así que lo sencillo será sucumbir al tópico de los claros ojos de gata, más aún por su punto paradójico en una mujer, 24 años, que vive del amor a los perros. «Si el día de mañana a mi Tina o a alguno de mis niños le pasase algo… No sé, a mí me da un infarto, me voy yo también con ellos. Mi madre es mi madre, claro, y mi padre es mi padre. Pero mi Tina… Mi Tina lo es todo», explica. Su Tina es una mestiza de labradora y pastor belga, y sus niños el resto de sus perros. «Mi Roque, mi Atila, mi Lilí…», enumera. Las palabras de Tamara podrían sonar a arrebato expresivo, pero no si uno ha oído su voz quebrada y ha visto su ojos brillar de emoción, y ha conocido su historia.
Tamara vive en Fuentes de Andalucía (Sevilla), un pueblo de arraigada tradición galguera donde son abandonados cada año a las puertas de la muerte decenas de perros, heridos e inútiles para la carrera y la caza. Ella se dedica a rescatarlos, a llevarlos a un refugio destartalado a las afueras del pueblo, a curarlos, a mimarlos, a buscarles dueños de adopción. A quererlos. Ha acompañado con su abrazo a perros moribundos hasta el último aliento, alguna vez –de recuerdo tristísimo– practicando ella misma la eutanasia para acabar con el dolor. Ha curado las heridas que dejan los cuchillos cuando desgarran la piel de los galgos para quitarles sus chip identificativos e implantárselos a otros. No es que sea una tarea desinteresada, es que le consume su tiempo y su dinero. Y no es que busque una recompensa emocional, que también, sino que siente que cumple con una «obligación». Se lo debe a Tina, explica, porque su perra fue el gancho que la sostuvo cuando una depresión profunda, fruto de un desengaño personal, la tentó con dejarse llevar lejos de la vida. «Los animales», afirma, «te dan algo que las personas no te pueden dar: amor incondicional. Nunca te van a fallar. Si estás enfermo, están contigo, van a darte mimos, te empujan con la nariz, te miran. Ellos sienten, sienten como nosotros».
En el caso de Tamara se dan el haz y el envés de una misma moneda: el amor concreto por animales concretos, resultado de un contacto afectivo que deriva en emociones cálidas; y un respeto general por la vida, aunque esta no sea humana, fruto de la empatía. Lo primero empuja a Tamara a abrazar a Tina; lo segundo le humedece los ojos de rabia al tropezar con la imagen de un toro ahogado en sangre en una corrida televisada. «Son cosas distintas. Pueden ir juntas, pero no siempre tiene por qué ser así», explica Mercedes Cano, profesora de Antropología Social en la Universidad de Valladolid. «No hace falta amar a un animal para respetar su vida. Yo amo a mis perros y a mis gatos, que son de mi familia, no a cualquier animal. Pero entiendo su sufrimiento, me doy cuenta de él, y también sufro. Para eso es necesaria la empatía. Darse cuenta de que ahí hay alguien, no algo». ¿Y ese amor que los taurinos afirman tener por los toros, o los galgueros por sus galgos? «Eso no es amor, es mentira. Es ‘la maté porque era mía'», responde la profesora.
De la sensibilidad al compromiso
El convencimiento de Mercedes Cano, estudiosa del tema en los terrenos histórico y moral, es que «no existe el derecho de nadie a disponer de una vida que no es la suya». Tampoco de un animal. Esta certeza, intrincada en convicciones políticas y éticas, la ha llevado a no servirse jamás de los animales ni para comer ni para vestirse. Es decir, al veganismo, en muchos casos una muestra superior de empatía. Y bastante normalizada, explica Noemí Pérez, de 27 años, que cada vez encuentra en más restaurantes oferta adecuada a su dieta vegana.
En el caso de Noemí hay amor y hay compromiso. Sobre la base de un entorno de proximidad con los animales, desarrolló pronto la empatía. «Yo tenía seis años cuando en el pueblo de mi madre, Cañete la Real, en Málaga, se desbordó el río y había ranas por todas partes», recuerda. Como en tantas ocasiones, la presencia en la calle de animales indefensos desbocó las manifestaciones de crueldad. «Yo me puse a gritar y a salvar ranas. Diciéndole a la gente ‘¿a ti te gustaría que te aplastaran?’ Siempre he sido así». Esta sensibilidad la expresa con la convivencia con animales –tres cobayas y una perra–, y a la vez con un historial de compromiso vinculado al descubrimiento de ideas como el antiespecismo, que rechaza toda desconsideración hacia un ser vivo por el mero hecho de ser de otra especie, y más tarde el veganismo.
Su amor por los animales es, más que otra versión del amor por las personas, una reacción de «profundo respeto» para contrastar con la insensibilidad que observa hacia ellos en la sociedad. Ante la crueldad, su primer impulso es «de impotencia, de rabia». Para canalizar positivamente las emociones llega el compromiso político, en este caso con el PACMA. «Yo soy muy emotiva. Por ejemplo, el documental Earthlings [Terrícolas, 2005, sobre la brutalidad de los usos industriales del animales] no lo he podido terminar, por ansiedad. Cuando veo lo que hacen con los animales siento que necesito hacer algo, provocar cambios legislativos, intentar que la sociedad entienda que los animales son seres sintientes que merecen respeto», dice. En las últimas elecciones generales casi 290.000 personas depositaron en la urna la papeleta del PACMA, el partido sin representación parlamentaria más votado de España.
La profesora Mercedes Cano cree que, dentro de un tiempo –ella confía en que no demasiado–, observaremos las crueldades con los animales de hoy con una incomprensión comparable a la que sentimos cuando conocemos el nulo valor que tenía para un esclavista blanco la vida de un negro en la América en el siglo XIX. «Estamos mejorando porque mejora la cultura. Ya no vale decir ‘yo creo’, ahora es ‘yo sé’. Sabemos por la ciencia que los animales sufren», explica. No obstante, admite que existe una fuerte corriente de negacionismo del sufrimiento animal, de la obligación moral de respetar a ese alguien, en muchas ocasiones con la coartada de la tradición.
Un ‘esnobismo’ antinatural
Pilar Choza, de 38 años, también censura «una cierta actitud esnob» que lleva a «despreciar todo lo natural». Le molesta, por ejemplo, el aire de civilidad que gastan los partidarios de prohibir el acceso de animales a espacios públicos –playas– y privados –restaurantes–, en contraste con una falta de civismo reinante cien por cien humana que parece pasarles desapercibida. «Falta mucha educación de relación con la naturaleza, que es parte de lo que somos. No todo es lo urbano y estar todo el día con el móvil. Eso nos aísla y nos aleja de lo que somos. Si los niños no se acostumbran a la normalidad de que un perro se les siente al lado, o de ver a un gato en la calle, al final si sufren o no les va a importar un comino», opina. A su juicio, la compañía de un animal querido hace la vida «más natural y más feliz».
Desde niña Pilar ha sentido una vocación «maternal» en su trato con los animales, especialmente con los más desvalidos. Es incapaz –literalmente– de matar a una mosca. Incluso a las cucarachas las expulsa de su casa tal que si fueran una visita a deshoras, no las aplasta como el común de los mortales. «Si tengo que matar a un mosquito, siempre recorro la misma cadena de pensamiento. Pienso que de sus 24 horas de vida a lo mejor le estoy quitando la mitad», explica. Un día paró el coche en mitad de una autovía para atender a un perro herido. Más de una vez su tendencia a recoger animales golpeados y llevarlos a casa le ha valido un rifirrafe familiar. Pero no puede evitarlo, se lo dicta el corazón, el mismo que le mueve a la repulsión ante cualquier muestra de crueldad gratuita hacia los animales.
¿Se siente incomprendida por esa sensibilidad? «Hombre, la verdad es que es difícil encontrar a gente así. Pero cuando aparece es una alegría. Es una suerte poder compartirlo». Desde luego la que tuvo suerte es Canela, una perra que Pilar recogió y que llama con una sonrisa su «hija peluda adoptiva». Hoy es parte de su familia. Pilar no regatea la palabra «amor» cuando se refiere a Canela, ni siente la necesidad de compararlo con el amor que siente por su pareja y sus dos hijas. Por supuesto que son amores incomparables, pero también son compatibles. Sencillamente Pilar quiere a Canela y Canela quiere a Pilar. Hay millones y millones de historias de amor así. Por respeto a los veganos, no les desearemos que coman perdices.