Cultura | Opinión
Rayas malvas sobre fondo gris
Del súper al bar y del bar a casa. Es el recorrido del personaje de este cuento, el primero de una serie que el escritor publicará en 'La Marea' en verano.
Hacía un tiempo raro, uno de esos días donde parece que el verano retrocede, sin previo aviso, y todo queda como en el suspenso que se da tras un sobresalto. La gente parecía sorprendida, caminando rápido escasos de tela frente al viento, que movía a rachas los plátanos del parque, árboles que los ayuntamientos plantan por decenas porque crecen rápido, dando una sensación de naturaleza fallida a los barrios. Unos chavales en un banco se desesperaban intentando quemar un poco de costo en la mano, soltando chispas con el mechero que, parecía, aquella tarde se negaba a dar llama. De fondo los bloques, arquitectura apremiante, formaban una muralla que un caminante ajeno a todo esto no hubiera sabido atravesar.
Venía del súper, que pese a su nombre, no era más que una tiendecita regentada por tres jóvenes, creo que dos hermanos y la pareja de uno de ellos, una chica con acento del sur, con un hablar opaco y seco, posiblemente de alguna zona de sierra. De los estantes, los cuales siempre parecen ordenados por manos inexpertas, me gusta la sección de las conservas. Las cajas que contienen las latas tienen colores intensos, con tipografías que evocan, o fingen, décadas de tradición y cuidado. Supongo que al final detrás de las anclas y los botes de pesca de los envases no habrá más que una industria en la que cientos de manos se afanan cada día haciendo un trabajo repetitivo, pero es lo que hay, preferimos la candidez de la mentira antes que la vulgaridad de la cierto.
Una de las cosas que se repetía invariablemente en mis visitas a aquella tienda, a la que iba a comprar todos los días la cena, por hacer algo, era la expresión amable de la chica sureña, quien se ocupaba de la caja, un artefacto antiguo, como heredado de otro negocio o comprado en algún saldo. Su amabilidad, sin embargo, tenía un fondo de tristeza. Mientras que metía las cosas dentro de la bolsa o te daba las vueltas en sus ojos siempre había una sombra de pena, de muchacha de cuadro costumbrista que anda lejos de casa y la echa de menos o que, simplemente, ya sabe, ya ha aprendido que la vida es abnegación a lo cotidiano y que allí, entre el expositor de cerezas del Jerte y el cartel amarillo con bordes estrellados, no va a haber nunca nada más.
De camino a casa miré la hora y vi que eran poco más de las ocho y media, por lo que, con la excusa del tiempo sobrante, hice que mi dirección coincidiera con la del Rápido, un bar que montó un chófer de autobús gallego cuando por aquí aún había más descampados que casas y los que nos juntábamos estábamos en ese momento de la vida donde aún quedan más proyectos por hacer que recuerdos que rememorar. Al entrar vi lo mismo de siempre y a los mismos de siempre y me puse en la barra, en el lugar que le corresponde a uno por un acuerdo tácito que nadie rompe nunca. El Rápido no era mucho más grande que el salón de una de esas casas que salen en las películas americanas, con tres mesas –una esquinada– y una tragaperras que anda siempre sola salvo por las mañanas, a la hora del vermú, cuando la Chari llega y se engancha a los botones y echa monedas, sujetando la bolsa en el antebrazo, en un afán no siempre satisfecho por marcharse rápido.
Por lo demás aquel sitio había cambiado poco con las décadas. No así los allí presentes, que disfrutaban de una colección de llaveros, abandonada hacía mucho y colgada sobre la barra, que fue ampliándose mientras todo el mundo le traía a Eusebio, el dueño, alguno nuevo. De publicidad de los ciegos, del Mundial 82, de un equipo ciclista o del recuerdo de algún veraneo, con una imagen idílica de palmeras y paseo marítimo, ya amarillo, por el tiempo y antes el humo. De vez en cuando, si me daba la pena o me pasaba con los botellines –ambas cosas solían ir juntas aunque no sabría precisar bien cuál daba paso a la otra– buscaba entre los cientos de llaveros uno que le traje de Cullera y, aunque no lo encuentre, me quedaba pensando en ella y en los niños, cuando eran niños, y en aquellos años en los que todo parecía que nunca iba a cambiar.
Eusebio no era lento, pero tampoco se daba especial prisa por traer una tapa que acompañara a lo pedido. Se movía como un animal grande y pesado –lo era– en una barra que se le había ido quedando diminuta según su barriga había ido aumentando de tamaño. Pero el bar no se llamaba así por eso, a modo de esos chascarrillos tan del gusto en la hostelería barrial. Al parecer –la historia había ido variando de boca en boca– cuando Eusebio era chófer en la empresa municipal de autobuses hacía una ruta de las que pasaban por el centro y donde se comía unos atascos monumentales. El hombre, conduciendo uno de aquellos autobuses rojos que dejaban una nube de humo negro cada vez que arrancaban, hacía lo que podía por cumplir el horario de las paradas, pero siempre llegaba tarde, aguantando el cabreo de los viajeros a diario y del supervisor, que en las reuniones en cocheras siempre tenía unas palabras para Eusebio: hay que ir más rápido, hay que ir más rápido. Así, semanalmente, entre marchas, volantazos y “mire usted qué horas son estas”. No se sabe cómo pero un día de los de lluvia en los que todo sale aún peor de lo acostumbrado, una vieja empezó a recriminar al pobre Eusebio la impuntualidad de la ruta, de una forma tan cansina y tajante que nuestro chófer perdió definitivamente los nervios. Tanto que sacó al autobús del trayecto y, a una velocidad endiablada, lo llevó con pasaje incluido a las cocheras. A su llegada abrió las puertas y, ante la estupefacción del supervisor al ver aquel espectáculo, le dio las llaves del vehículo pidiéndole, sin alterarse lo más mínimo antes de marcharse, que diera él las explicaciones a aquella gente tan pesada. Salió hasta en los periódicos. Tras un juicio y una campaña exitosa del sindicato denunciando la mala planificación del servicio de transportes consiguió un buen pellizco, con el que montó El Rápido, claro.
Me despedí de la parroquia con un ademán y seguí mi camino, con la bolsa bamboleándose en mi mano y la lata de chipirones rellenos en salsa americana golpeándome en la pierna. Al llegar al portal saqué las llaves y miré el globo blanco, ya iluminado, con un número 33 marcando la dirección del bloque. En la parte inferior del cristal una masa negra de cuerpos de insectos que, sin saber bien cómo, conseguían introducirse atraídos por la luz pero ya no sabían volver a salir. Subí las escalerillas y abrí el buzón, saqué los panfletos de publicidad y, sin prisa, los fui leyendo y tirando a la papelera. Uno era de una clínica dental donde todo el mundo salía con unos dientes demasiado blancos, tan sonrientes que no se entendía por qué habían necesitado acudir al dentista. Otro era de una pizzería y, aunque yo no había disfrutado de esa comida nunca, sentí simpatía por el dibujo de un audaz repartidor motorizado sobre un fondo rojo muy intenso. Por último, uno de una tienda de fotocopias, impreso en un papel malísimo de un gramaje demasiado rugoso, con la traza de los tipos mal definida y con un sangrado mínimo que daba la sensación de que el texto se había derramado encima de la hoja. Me faltó sacar el cuentahilos.
Ya en casa me recibieron las voces de la vecina que se colaban entre muros hechos de ladrillos finos y precipitación. Dejé la bolsa con la compra en el mueble de la cocina mientras que el fluorescente se encendía con el ruido de un grillo viejo. Según iba poniendo la mesa me acordé de echar el cerrojo con su cadenita, seguridad escasa, dorado de ferretería. Me senté y picoteé del plato. Los chipirones estaban buenos pese a su aspecto, no me atrevo a decir de qué. La botella de cerveza que al principio de la cena estaba llena acabó por debajo de la mitad. La miré, como pidiéndole explicaciones por su actitud desconsiderada. Dudé entre dejar los platos en el fregadero hasta el siguiente día o lavarlos, pero decidí recoger porque, aunque no esperaba a nadie, siempre intentaba mantener un mínimo orden. Fregar los platos relaja, por su repetición diaria inalterable, por el sonido que hacen cuando los colocas en el escurridor.
Decidí sentarme a ver si echaban algo en la tele mientras que sostenía un libro en las manos, de los que aún me llegaban por cortesía de uno de esos editores que siempre nos hacían los encargos. Quería creer que aún trabajaban y se acordaban de mí pero, seguramente, yo ya sólo era una dirección en algún archivo de promociones, una de esas líneas perdidas que quedan ahí y que incluso son olvidadas a la hora de borrar. Por suerte encontré una película italiana que, aunque empezada, siempre me había gustado mucho. La cogí justo en la escena en que un grupo de pobres –de los de abrigo raído y guantes cortados por la segunda falange, de solemnidad, no como yo– andan ateridos de frío en un descampado. A rachas el sol se cuela entre las nubes y forma un círculo perfecto con uno de sus rayos donde el grupo aprovecha para cobijarse, apelotonados, frotándose las manos, dando saltitos. Cada cierto tiempo, el juego de sol y nubes cambia caprichosamente el destino del rayo por lo que el grupo debe salir corriendo en tropel para no perder su calor. La escena es cómica, pero intrínsecamente triste. Encendí un cigarro porque el humo, además de acompañar, da a las imágenes de la pantalla un aspecto de proyector cinematográfico.
Era ese punto de la noche donde el ascensor baja, a ratos, con alguien que va a tirar la basura. Me fijé en el jarroncito que tengo sobre la mesa, con unas flores que estaban en ese estado donde no sabes si merece la pena volver a cambiar el agua. Por un lado, cuando las veía así, sentía alegría porque al día siguiente tendría excusa para ir a por más a la floristería, donde huele bien y, además, tienen desde hace un tiempo unas peceras que me quedo mirando si en ese momento hay otros clientes. Pero por otro sentía una sensación rara, como de abandono, de sustitución de algo que, después de haberte alegrado, tiras al cubo de la basura mustio y descolorido. Las flores siempre fueron un detalle suyo que nunca me atreví a cambiar. Pensamos que los demás nos recuerdan por los grandes momentos, y algo hay de eso. Pero lo que dejamos, a modo de silencioso legado del que nadie se da cuenta, son los detalles. La forma en que se extrae la pasta de dientes del tubo, el amor por los colores de un equipo de fútbol, la manera en que se dobla la ropa o los diminutivos para nombrar a lo que queremos.
Miré al televisor y vi, después de abandonar un mundo muy lejano, que había un intermedio. Aproveché y fui a la habitación a cambiarme. Cogí el pijama que guardaba doblado debajo de la almohada, de tela gastada y fina, rayas malvas sobre fondo gris. Me quité los zapatos con más dificultad de la deseada y fui a echar la persiana, que dejaba aún ver el patio interior, con sus otras ventanas iluminadas y, detrás de ellas, sombras proyectadas tras las cortinas. Es curioso lo animado que parece todo cuando varias personas viven en un mismo hogar, la danza que se intuye tras los muros, el murmullo de sus conversaciones, que aun sin escucharse, parecen llegar claro hasta los oídos. Bostecé. A lo mejor no merecía la pena ni quedarse más despierto, ya sabía cómo iba a terminar aquella película.