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El gremio contra la ‘startup’
"El propio concepto de economía colaborativa, procedente de los institutos de neolengua californiana, no es más que un parapeto tras el que ocultar un modelo económico donde la tecnología es de todo menos neutra".
El martes, taxistas de toda España se dieron cita en Madrid para realizar actos de protesta por lo que consideran competencia desleal de las multinacionales Uber y Cabify, dedicadas al alquiler de vehículos de transporte con conductor. Afirman los taxistas que este nuevo modelo de negocio no solo pone en peligro el sector sino que tendrá un impacto negativo en la fiscalidad nacional. El taxi cuenta con 70.000 licencias en España, cifra que se ha mantenido estable estos diez últimos años.
Los taxistas se quejan de que las nuevas compañías incumplen la regulación al estacionar y circular a la espera de pasajeros, cuando su función debería ser la de realizar viajes programados entre dos puntos y volver a su base cuando no tienen más servicios. Asimismo consideran que la relación de 10 a 1 entre taxis y VTC (vehículos turismo con conductor) tampoco se cumple. La tensión fue en aumento a lo largo de la jornada, un reflejo de las acusaciones cruzadas por actuaciones de acoso y violencia que se producen cotidianamente entre estos dos colectivos.
En el sector del taxi, el 90% de sus trabajadores son autónomos, por lo que es difícil precisar cuáles son sus condiciones laborales debido al marcado carácter local del servicio. En todo caso, los taxistas podrían entrar en el epígrafe de los trabajadores cualificados que operan aún bajo regulación, con jornadas de ocho a diez horas al volante, donde los beneficios obtenidos pueden variar de los 1.500 a los 3.000 euros. El mayor desembolso es adquirir una licencia, lo que supone alrededor de 150.000 euros. No se puede decir que estos profesionales gocen de una situación privilegiada, aunque tampoco sufren la precariedad que se ha adueñado de otros sectores. Hasta el momento.
El servicio del taxi no ha sido nunca especialmente popular por una cuestión económica, con tarifas más elevadas que las del resto de transportes públicos. Su uso habitual corresponde o bien a profesionales y empresas que lo utilizan para cubrir trayectos cortos en las grandes ciudades, o bien a personas mayores con una situación económica desahogada. El resto de usuarios lo usan en ocasiones muy concretas (hospitalizaciones, trayectos al aeropuerto), así como en horarios nocturnos y festivos. Sobre su imagen, aunque el sector ha hecho esfuerzos por modernizar su flota, adecuar su trato e introducir nuevas tecnologías, aún pesan las consabidas malas prácticas de alargar los recorridos, seleccionar clientes y un estereotipo conservador, seguramente injusto, aunque difícil de cambiar por su poca predisposición histórica a secundar huelgas generales (y cambiar el dial de la radio).
Con la puesta en marcha el pasado año de Cabify y el regreso de Uber, tras cesar su actividad a finales de 2014 por orden judicial al no contar los conductores con licencia, su notoriedad ha ido en aumento. Fundamentalmente por unas tarifas algo más bajas pero también más sencillas, ya que se pueden conocer con antelación. Aunque los taxis cuentan con aplicaciones similares, parece que ese concepto de supuesto lujo al alcance de todos (coches de alta gama, chóferes de traje y botellitas de agua) hace que el consumidor prefiera la novedad premium al servicio de toda la vida. Además la CNMC, no sin discrepancias internas, ya se ha manifestado a favor de la economía colaborativa tanto en el mundo del transporte como en el del alojamiento turístico. La prensa ha aportado el resto hablando del imparable signo de los tiempos, la modernidad y el fin de la excesiva regulación.
El conflicto se está tratando desde una óptica donde el lenguaje, de nuevo, juega un papel fundamental: las nuevas startups contra los viejos gremios, la liberalización contra el burocratismo, la oportunidad contra el anquilosamiento. Lo cierto es que cada nueva desregulación fue precedida de debates similares cuyas consecuencias en la práctica han sido empeoramientos de los servicios y una mayor precariedad para los profesionales que los realizaban. El propio concepto de economía colaborativa, procedente de los institutos de neolengua californiana, no es más que un parapeto tras el que ocultar un modelo económico donde la tecnología es de todo menos neutra.
La cuestión es que este conflicto trasciende el propio tema del taxi. Uber y Cabify representan el último proyecto del neoliberalismo, donde la empresa únicamente se dedica a labores de marketing así como a proporcionar la infraestructura técnica mínima, quedando exenta de contratar la mano de obra, que es tratada bajo una relación mercantil, e incluso de poseer los medios de producción. No solo se atomiza un peldaño más a los trabajadores, sino que el nuevo contexto tiende a llevarse por delante las formas reales de trabajo autónomo, sustituyéndolas por un sucedáneo donde la independencia queda relegada a normativas de la casa emprendedora, procesos opacos (como la distribución del trabajo mediante la aplicación) y la aparición de intermediarios con capacidad para subcontratar la actividad. Un sueño final donde los trabajadores devienen en unidades subempresariales que compiten para ofertar su trabajo a la baja y donde la asociación es una rémora de un remoto pasado.