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En la oscuridad

El libro de Antonio Pampliega sobre su secuestro en Siria "nos puede servir para darnos cuenta de los frágiles que somos cuando todo se desmorona a nuestro de alrededor y seres sin piedad se convierte en los dueños de la vida y la muerte".

'En la oscuridad', de Antonio Pampliega

El domingo por la mañana empecé En la oscuridad, de Antonio Pampliega, el libro que acaba de publicar sobre el secuestro que sufrió durante diez meses. Me llegó hace unos días con una cariñosa dedicatoria. Lo he acabado esta madrugada, sobre la una y media. Y a continuación me he puesto a escribir estas líneas. Tres horas más tarde termino el texto.

Necesitaba desmenuzar mis sentimientos con urgencia. En caliente, en plena digestión del grito desgarrador del autor que me ha sumergido en meses de «golpes, humillaciones y amenazas», en un relato sincero y profundo, escrito con sencillez extrema, un relato de lo vivido en plena oscuridad durante 299 días.

Tengo que decir que conocía muchos detalles de su secuestro. Me los contó Antonio Pampliega personalmente durante una larga conversación telefónica una semana después de su liberación y más tarde en Segovia donde compartimos una magnifica comida en casa de Aurelio Martín, el alma eterna del Premio Cirilo Rodríguez.

Sabía que había estado aislado casi siete meses, desde el 15 de octubre de 2015 hasta el 7 de mayo de 2016, y que los malos tratos, los abusos, los insultos habían sido permanentes. Sabía que había intentado suicidarse y que había pasado días enteros llorando porque sus carceleros se comportaron como unas auténticas alimañas sin piedad.

Por Marc Marginedas sabía que las semanas que pasó solo durante su secuestro fueron las más terribles. Por Ricardo García Vilanova sabía que los días peores de su secuestro fueron los que pasó en soledad. En el caso de Antonio Pampliega no fueron días o algunas semanas de aislamiento sino meses, muchos meses, más de 200 días en solitario, y llegó a soportar hasta 21 días seguidos sin cruzar una sola palabra con sus carceleros que lo querían convertir al islam desde el primer día.

Aun sabiendo todo esto, su relato pormenorizado me ha conmovido profundamente. Me ha dolido cada página. He tenido que parar varias veces para recuperarme de sus desconsuelos. Me ha gustado que no escondiera sus sentimientos más íntimos, que se enfrentara a lo ocurrido con extrema franqueza, sin escurrir el bulto, sin recortar esas partes más oscuras de nuestro comportamiento cuando se impone el miedo a la muerte, cuando sientes la soledad como una tortura, cuando te pasas todo el día llorando, cuando te sientes un niño en el cuerpo de un adulto, tal como él mismo admite.

No soy muy partidario de contar los sucesos que afectan a nuestra especialidad periodística. Me molesta esas personas que parecen que van a la guerra para contar los que les pasa a ellas. Me embrutecen los periodistas que se inventan coberturas peligrosas, que parecen que viven permanentemente inmersos en un conflicto cuando apenas han pasado unos días en el corazón del drama, que parlotean de un viaje de un par de días a un país peligroso durante años, que se convierten en expertos cuando apenas han recorrido los arrabales del conflicto.

Sabía desde hace meses que Antonio Pampliega estaba escribiendo un libro sobre su secuestro. Me preocupaba encontrarme con un relato efectista que buscara el autobombo. Me inquietaba que la editorial influyese con el objetivo de conseguir carnaza. No quería enfrentarme a una historieta (una más) protagonizada por otro Rambo del periodismo repleta de pasajes fantasiosos. Hace poco le tuve que recordar a un directivo de un medio nacional que la historia que contaban de su enviado especial a un conflicto de hace un cuarto de siglo era completamente falsa. En los últimos años he tenido que influir (es decir, evitar) que un premio prestigioso lo pudiera ganar una persona que se inventa historias y reconvierte a niños mutilados por culpa de enfermedades degenerativas o accidentes de tráfico en víctimas de minas antipersonas. Una persona que nunca ha tenido la valentía de asumir su grave equivocación y hacer el esfuerzo de pedir perdón por el fraude que protagonizó.

Por eso agradezco a Antonio Pampliega que se haya enfrentado con tanta humildad a su secuestro y que haya escrito un diario intenso sin falsificaciones que estremece por la humanidad con la que presenta sus miedos permanentes, sus continuos lloriqueos que provocan burlas y golpizas de sus carceleros, sus sensaciones de que el aislamiento le acerca peligrosamente a la locura, que nunca se avergüenza de presentarse como un cautivo aterrorizado por ser golpeado que se aferra a la figura de su madre como si todavía fuera un niño.

Hay momentos conmovedores como cuando celebra el inicio del año nuevo con doce gajos de mandarina en sustitución de las doce uvas tradicionales y no deja de llorar mientras los introduce en la boca y los mastica lentamente. O como cuando el 7 de marzo de 2016, el día de su cumpleaños (no olvidaré ese día porque mi propio hijo cumplía 18 años y lo celebramos por todo lo alto), desmenuza un bollito de chocolate en cinco pedazos, uno por cada uno de los miembros de su familia, y se los come poco a poco mientras entona el cumpleaños feliz más triste de su vida.

Por un momento duda si contárselo a sus captores para «sentirme un poco arropado, sentirme que no estoy solo y que no soy un perro, que sigo siendo una persona». Pero pronto rehúsa: «Si hoy estoy aquí encerrado en este agujero es por su culpa. ¡Que los follen! ¡Los odio a todos!».

El día que cumple tres meses de aislamiento ya no puede más. Mira las dos cuchillas que ha robado a sus carceleros en el cuarto de baño y empieza a cortarse las venas. La sangre comienza a manar mientras habla con Dios al que pide perdón por lo que está haciendo. «Un par de cortes más y punto final a los interrogatorios, a los golpes, a las humillaciones, a la espera y a la incertidumbre. Habría sentido el alivio que busco. No contaba, sin embargo, con mi conciencia. ¡Puta conciencia!». El peso del recuerdo de su hermana pequeña, a la que le va escribiendo el diario durante el cautiverio, y el recuerdo de los periodistas que jamás podrán volver a casa con sus familias porque han sido asesinados también surten efecto y frenan sus deseos de poner fin a su pesadilla de manera tan trágica.

El libro funciona como un diario escrito en la oscuridad como un grito contra la barbarie, una guía que nos puede servir para darnos cuenta de los frágiles que somos cuando todo se desmorona a nuestro de alrededor y seres sin piedad se convierte en los dueños de la vida y la muerte.

El libro huye del compadreo con la mística de un oficio tantas veces protagonizados por egocéntricos que se creen inmortales y se centra en ensalzar la capacidad del ser humano por resistir y mantenerse digno en las peores circunstancias y en tiempos oscuros regidos por asesinos.

El libro es un «lo siento» continuo dirigido a familiares que sufren a miles de kilómetros temiéndose lo peor y, como dice, la periodista Cristina Sánchez, que ejerció como representante de las familias durante los 299 días de secuestro, es un camino para «superar la culpa, afrontar la rabia, las noches de insomnio, nuestros fantasmas».

Felicidades, Antonio, por escribir un relato humanista de una situación brutalmente inhumana.

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