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La desvergüenza de Sebastiaan Faber. Sobre ‘El monarca de las sombras’, de Javier Cercas

"Faber consigue insultar con condescendencia y admirable aplomo a Cercas a varios niveles: al nivel político y al nivel personal. Pero, en cuanto a su novela, Faber hace nada más que consideraciones sumarias", sostiene el autor.

El escritor Javier Cercas.

La reseña de Sebastiaan Faber del nuevo libro de Javier Cercas, publicada hace unos días en estas páginas, motivó una polémica en blogs y redes sociales.

Lo que a Faber le interesa es «el lugar que ocupa Cercas en la esfera pública española».  Esta interrogación de los intelectuales que prefiere ir a su contexto y no a su obra podría parecer basada en un nuevo espíritu de época, pero es una vieja modalidad de la crítica castiza. El menéndezpelayismo es el intento de enjuiciar el trabajo de alguien no en sí mismo, sino atendiendo a su inserción en la piedad política del momento, a veces considerada eterna, siempre, claro, de acuerdo a los criterios del crítico. Esa es también la deriva del texto de Faber, aunque desde posiciones ideológicas que el astuto santanderino no hubiera compartido.

Para Faber es como si lo bueno fuera ser de Podemos y no de «la casta», y todo lo demás es sospechoso o directamente malo.  Ser independentista no está mal tampoco.  O uno puede ser un fiero partidario de la memoria histórica. Y parece ser que Cercas falla en todo eso y en alguna otra cosa, y se hace por ello eminentemente digno de descalificación y ataque, ya no como ciudadano privado, sino como novelista, o ni siquiera como novelista, sino como figurón de la escena pública.

Dice Faber, siguiéndole la cuerda, por ejemplo, a Ignacio Sánchez Cuenca, que «llama la atención que Cercas, como intelectual público, se alinee menos con colegas de su propia quinta que con algunos destacados miembros de una generación mayor . . . Son los que, como él, defienden los principios que conformaron la Transición así como su plasmación práctica» y cometen algunas otras torpezas.  Grave delito ese de defender la primera Transición.

Lo que está detrás de esto quedó quizá revelado, más allá de la intencionalidad de Faber, en comentarios en redes sociales que dejaban claro que a Cercas había que atacarlo porque nadie que trabaje para El País puede ni debe quedar impune. Pero hasta ahí podíamos llegar: a condenar a una persona porque no se le ocurre interrumpir su colaboración en un periódico de gran difusión y prestigio histórico donde lleva ya trabajando veinte años o por ahí, y a permitir que tal hecho, dado nuestro desagrado o rechazo por la línea editorial de tal periódico en el momento presente, afecte nuestro juicio sobre su capacidad literaria o su calidad como persona o lo determine directamente.

Así resucitan viejos vicios de la izquierda de siempre, que uno, quizá ilusamente, creía que habían quedado ya en la basura de la historia. Javier Cercas colabora frecuentemente en El País —y en lugar de pensar que eso significa que aun en El País se mantiene cierta pluralidad, aunque se mantenga solo nominalmente y dada la fama de alguien que más bien le da prestigio a El País en lugar de recibirlo de él, se piensa que eso hace al colaborador no solo cómplice de lo peor sino monigote digno de emplumamiento y diana de todos los desprecios.

Más allá de Faber (a mí no me gusta la crítica desabrida ni personalizada, y no voy a aplicarle a mi amigo Sebastiaan lo que condeno en él con respecto de Cercas), no es verdad, pura y simplemente, que Cercas sea un vendido a la línea editorial de El País, ni tampoco un vendido a la línea espiritual de ese otro centro de conspiradores llamado El Régimen del 78. Son afirmaciones buenas quizá para elevar los niveles de audiencia de algún programa de televisión de cadena subalterna, pero no deberíamos tomarlas en serio.

Por otro lado todos sus lectores saben, desde sus libros, que Cercas tiene ideas políticas de izquierdas, aunque no coincidan aquí o allá con la escrupulosa piedad de nuestros días, y es injusto y bochornoso decir, como se ha dicho estos días, que se acerca a la ultraderecha, que es contrarrevolucionario, o que es una especie de criptofascista al que le hubiera gustado poder afiliarse a la Falange de la primera época.  No es más que una cadena de injurias sin fundamento alguno —excepto en el poco vistoso odio de los que las enuncian, que es lo que las hace preocupantes.

Curioso que sean algunos de los mismos que hace pocos años abominaban de la calificación de cualquier cosa artística como buena o mala –elitismo burgués, decían, canonización del gusto de la élite, decían– los que ahora apelen a tales calificativos para insistir en que Cercas, uno de los escritores que más claramente han marcado la literatura española reciente, sea «malo».  Pero ¿por qué «malo»?  Cercas es puesto en la oscura tesitura de ser hegemónico sin hegemonía, un mero aspirante, lo peor, alguacil alguacilado: «la voz de Cercas como intelectual público se hace eco de la hegemonía cultural representada por sus mayores» pero «en el campo más estrictamente literario su obra no llega a ser hegemónica del todo».

Algunos se burlan y lo critican, dice Faber. Ello ha llevado a Cercas, dice Faber, a tener «conciencia» de su «deficiencia de capital cultural», y a tratar de incorporarla «indirectamente» en sus libros. Esto debe ser mala cosa —incorporar en la propia escritura la traza de su inseguridad, de su incertidumbre, de su debilidad— o sin duda lo es para los que están muy ciertos y se sienten suficientemente seguros de su capital cultural y de su falta de carencias. Faber, cuya posición de enunciación en esta reseña es desde luego autosuficiente, no ve esta estrategia, a la que llama «retórica», de ninguna manera como un aceptable mecanismo autocrítico o metaliterario, sino que prefiere entenderla como una trampa apotropaica cuyo sentido es solo rechazar preventivamente la crítica de otros. Pero ¿por qué? ¿Con qué derecho darle a todo, o a algo, su peor lectura posible?

La acusación que hace Faber es doble: Cercas es ambiguo «en el sentido más estrictamente político» (3), no habla con franqueza, más bien oculta, con sus juegos de espejos, sus inversiones narrativas y sus metacomentarios, y uno, confundido, no puede ya saber a qué carta quedarse. Y, para solucionar ese problema, Cercas se convierte en un moralista cuya escritura termina siempre por aleccionar al lector sobre «cuál es la postura apropiada que nos toca adoptar frente a un pasado complejo, conflictivo y traumático como es el pasado reciente español«.

Moralismo y ambigüedad son efectivamente mala cosa, recetas para ser una buena sabandija, aunque yo no puedo sino pensar que ambas acusaciones son de alguna manera contradictorias. Quizá, por lo tanto, por pura melancolía ante la contradicción, todo ello conduce a «una visión desencantada de España», otra vez mala cosa en la medida en que no ayuda a la construcción del añorado sujeto nacional-popular que ansían las corrientes más románticas de Podemos.

Pero es fácil darle la vuelta. La ambigüedad responde a la ambigüedad del problema, y es la que destruye el moralismo. Y el moralismo es solo estrategia salvaje para confundir al lector demasiado cierto de sí mismo, al lector sabelotodo que siempre de antemano ha apostado ya a la carta ganadora, con respecto de la cual, sin embargo, a otros nos cabe expresar ciertos reparos desencantados.

La crítica de Faber, que se ha atenido hasta ahora al llamado «lugar en la esfera pública», aunque sin demasiadas precisiones, se hace rápidamente ad hominem sin vergüenza alguna. Cercas tiene, dice Faber, «un problema de filiación«. A Faber le parece mejor desfiliarse si uno tiene un pasado franquista, es decir, un pasado familiar franquista, para así poder tranquilamente a-filiarse a otras ideas y a otras propuestas de futuro. Pero con El monarca de las sombras, Cercas se vuelve a «colocar, voluntariamente, las esposas filiativas, movido por lo que siente como una imperiosa necesidad: reconciliarse de lleno, y en público, con su propia genealogía franquista».

El problema filiativo de Cercas sería que en esta «nueva novela» (pero no es una novela) no hay catarsis, sino vergüenza, la vergüenza de «los orígenes políticos de [su] familia».   No hay catarsis, entonces, sino, dice descaradamente Faber, «una salida del armario”, es decir, insólito juicio, Cercas estaría asumiendo su propia filiación franquista con orgullo en El monarca de las sombras. Este problema de la filiación, que pesa, dice Faber, «como una losa», es lo que vincularía a Cercas a los intelectuales de la Transición, obligándolos a todos a borrar el pasado o desprenderse de él, en lugar de imitar a los sanos individuos del «movimiento de la memoria» que, «en vez de rechazar todo legado del pasado», buscarían «reestablecer una relación afectiva con él, concretamente con la República y la memoria de las víctimas, que son vistas como fuente de inspiración cívica».

Faber concluye su disquisición acusando a Cercas de estar en la misma onda de personajes como Geert Wilders o Frauke Petry, para quienes también la filiación nacional derechista es fuente de orgullo y lugar de enunciación cuasi-fascista. Y también es fácil darle la vuelta a esto: no es filiación sino exorcismo lo que está en juego, y radicalmente, por la derecha y por la izquierda. La izquierda debería darle la bienvenida a esto, para no convertirse en una mera versión invertida—contrahegemónica—de la derecha. Viejo problema.

Faber consigue insultar con condescendencia y admirable aplomo a Cercas a varios niveles: al nivel político y al nivel personal. Pero, en cuanto a su novela, Faber hace nada más que consideraciones sumarias, con resúmenes apresurados y citas elegidas que en realidad no ponen en juego en profundidad alguna lo que hay en ella. La historia que cuenta El monarca de las sombras —al fin y al cabo, lo que debería importarle a un lector del libro que se tome el libro más en serio que su firma— apenas tiene algo que ver—solo superficialmente— con lo que dice Faber.

El monarca de las sombras cuenta la historia de un pariente que murió en la guerra, en el frente del Ebro, en 1938, luchando como alférez provisional con las tropas rebeldes.   El pariente, Manuel Mena, murió demasiado joven, a los 19 años, y no hay por lo tanto demasiado material ni de archivo ni de memoria para reconstruir su vida, ni siquiera para entender sus últimas peripecias —irse a la guerra como falangista voluntario, acabar como oficial en un tabor de Regulares de Ifni, ser herido cinco veces, morir en un hospital de campaña.

El libro cuenta el esfuerzo por rastrear lo que queda, lo que es todavía averiguable. Y eso se hace no por voluntad hegemónica, no por vergüenza ni orgullo, no por memoria ni olvido, no por ambigüedad ni moralismo, no por ultraderechismo, y desde luego tampoco por capricho sentimental. Se trata más bien de entrar en relación con fantasmas familiares, y de enfrentar la relación con una madre anciana y cerca de su muerte. Se trata también de solucionar, literariamente, el trauma encriptado de la emigración. Y se trata de indagar, literariamente, en qué cosa sea una muerte en la flor de la vida, y si no es mejor vivir una vida larga y sencilla y poco heroica. Se trata, sobre todo, como siempre en la escritura, que es, en el mejor de los casos, interpretación de la vida en su facticidad, no en su idealidad, de solucionar problemas personales, muy al margen de su inscripción en la esfera pública, aunque por supuesto expuestos a ella.   Y es en última instancia esa voluntad de exposición autográfica –metida, necesariamente, en la historia de España, pues en ella nació Cercas– la que hace de este libro una obra admirable, y ciertamente única, excepto por alguna otra obra del mismo Cercas, como El impostor, en el panorama narrativo en español de los últimos muchos años. La extraordinaria pericia técnica con la que se hace todo eso no puede cegar los ojos a una verdad de escritura que ninguna (falsa) politización debería obviar: el que escribe tiene que acabar escribiendo lo que lo elude a riesgo de perder su escritura.

Lo único realmente relevante es juzgar si la novela de Cercas es una novela que da algo más que opiniones, algo más que posiciones, algo más que gestos subjetivos —que es justo aquello que parece agotar casi toda la novelística española contemporánea, y la crítica, con escasas aunque magníficas excepciones. Yo pienso que es buena la literatura que me da ganas de escribir sobre ella. La de Cercas siempre lo hace, desde el primero al último de sus libros.

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