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El delito de opinión: doctrina Strawberry

La abogada, que asegura que la libertad de expresión no tiene límites, explica que el delito de enaltecimiento de terrorismo no está definido: "Es vago, impreciso, ambiguo y plagado de incertidumbres".

Este artículo está incluido en Nos dejan sin palabras, nuestro monográfico sobre la libertad de expresión

La libertad de expresión, entendida como derecho a exteriorizar la idea, pensamiento u opinión sin miedo al castigo, sin tibieza y en toda su extensión, sin timidez ni angosturas de ningún tipo, está considerada como un derecho de carácter institucional. Así lo ha entendido nuestro Tribunal Constitucional a lo largo de muchos años, pues la libertad de expresión es considerada como un pilar fundamental de todo Estado democrático: sirve a la formación de la opinión pública a través de los profesionales de la comunicación así como supone un derecho inalienable de todo ciudadano, por el hecho de serlo. Es un derecho civil, por tanto, concebido para ser ejercido como protesta contra el poder establecido o contra cualquier órgano que lo encarne.

Tiene, además, categoría de Derecho Humano, se halla recogido en la Declaración Universal de los Derechos Humanos, protegido en la mayoría de las Constituciones y en casi todos los pactos o Tratados Internacionales que versen sobre Derechos Humanos en general. En concreto, en el ámbito europeo, contamos con el Convenio Europeo de Derechos Humanos, y quien tiene el cometido de vigilar su correcta aplicación es el Tribunal Europeo de Derechos Humanos.

¿Nuestra legislación respeta el contenido de la libertad de expresión tal cual viene recogido y amparado por el derecho internacional?

El Convenio Europeo de Derechos Humanos viene estableciendo que no se debe castigar penalmente la opinión expresada, aunque esta sea desabrida, incómoda o disguste a muchos. Precisamente, la protección de la libertad de expresión tiene su razón de ser en aquellas opiniones que podrían dañar la sensibilidad del más sentido demócrata, no para aquellas expresiones políticamente correctas, acomodaticias o que expresan el relato oficial de cualquier cuestión. Esa es la prueba más dura que un Estado democrático ha de superar: ¿están dispuestas sus instituciones a aguantar sin reaccionar violentamente ante las críticas más ácidas y desagradables que jamás pudieron concebir?

Evidentemente, España no supera este primer filtro: nuestro Código Penal contiene numerosos delitos de opinión, castigados, además, con pena de prisión, lo cual viene a considerarse como reacción violenta –monopolio estatal de la violencia– o represión penal.

La querella y la injuria a cualquiera y por cualquiera, con publicación o sin ella; las injurias a la Corona, las injurias a las instituciones del Estado, las injurias graves al Ejército, a los Cuerpos y Fuerzas de Seguridad del Estado, a las Clases de Fuerzas, incluido el CNI; el delito de enaltecimiento del terrorismo y/o humillación a las víctimas de terrorismo.

Pero, ¿la libertad de expresión ampara el insulto?

No, en absoluto, pero un Estado que pretenda ser escrupuloso con el respeto al derecho de libertad de expresión no debería reprimir penalmente, con castigo de cárcel, el insulto o la ofensa personal o institucional. El Estado no ampara ningún pretendido derecho al insulto, por eso es suficiente con los tribunales del orden civil –no penal– que protegen el derecho al honor y a la propia imagen de cualquiera que se sienta ofendido o insultado.

Los jueces y tribunales deberán ponderar cada caso de manera individual y estudiar, si hay colisión entre los derechos a expresarse libremente y a la información y el derecho al honor. En caso de colisión entre esos derechos, vence siempre la libertad de expresión, pues ya hemos dicho que se trata de un derecho de carácter institucional.

¿Cómo se castiga el insulto?

El castigo o la ofensa se castiga civilmente, una vez que el juez considera que la ofensa o insulto no es libertad de expresión, pues es gratuito y no aporta nada ni a la opinión pública ni a la información ni, en resumidas cuentas, a la pluralidad política y social inherente a un Estado democrático. Se castiga, normalmente, mediante la obligación de pagar una cantidad de dinero en concepto de indemnización por los perjuicios causados.

¿Se castiga la ofensa sufrida por un personaje público de igual forma que la soportada por un ciudadano anónimo?

No, se protege mucho más al ciudadano anónimo que al personaje público. El personaje público, por el cargo político  que ostenta, lleva en su cargo la obligación de aguantar las críticas de toda índole, pues la democracia exige el necesario temple a los políticos –»cintura»– en estas situaciones de contestación social. Por ejemplo, ante la extensión de los denominados «escraches», la clase política objeto de estas prácticas –miembros del PP– no solo se escandalizó públicamente sino que acudió a los jueces penales para reprimirlos. Estas denuncias acabaron archivándose porque se trataba del legítimo ejercicio de la libertad de expresión contra personajes políticos y, por tanto, no se debía penalizar la esencia misma del Estado democrático.

Pero, ¿la libertad de expresión no tiene límites?

Claramente, no. Lo que se castiga, cuando se castiga, ya está despojado del ropaje de derecho fundamental o derecho humano: insultar no es libertad de expresión, así como acompañar la crítica con acciones violentas o animar directamente a realizar violencia concreta o amenazar con el aviso de un mal o un daño inminente.

Se podrá leer en no pocas sentencias que la libertad de expresión tiene sus límites, pero esto no es rigurosamente correcto, sino una forma coloquial dirigida al público en general, como conminación o prevención general que utilizan los jueces para transmitir a la sociedad qué conducta está prohibida y, por tanto, castigada. Directamente, este tipo de conducta no es considerada libertad de expresión.

No hay colisión entre el derecho fundamental a la libertad de expresión y el derecho al honor o a la seguridad ciudadana, porque ante la presencia de aquel, los otros derechos decaen; de tal forma que, preexistiendo en un caso concreto –escrache o manifestación pública– la libertad de expresión, cualquier injerencia de los poderes públicos –por ejemplo, una intervención policial–, podría traer consecuencias terribles para la práctica y el libre ejercicio de este derecho: el efecto desaliento.

Este efecto que paralizaría la voluntad de los ciudadanos, por miedo a verse reprimidos, detenidos, juzgados o encarcelados, podría dar lugar a una injustificada eliminación de este derecho constitucional, por más que estuviera perfectamente protegido en nuestra Constitución, pues sería una mera formalidad y no una garantía eficaz.

Por tanto, aceptar, como premisa, que la libertad de expresión tiene límites es tanto como caer en la trampa del debate acerca de qué límites hay, cuántos debiera haber y hasta dónde debiera llegar el alcance de este derecho: en esta falsa dialéctica, obviamente, perdemos todos, pues este discurso nos llevaría a asumir que se reduzca el valor de la libertad de expresión, dependiendo del partido político que nos gobierne o de la oportunidad que aviste para aumentar el número de votantes.

Llegados a este punto, ¿el discurso del odio es libertad de expresión o no?

Tenemos libertad para odiar y para expresarlo. Aunque se trate de conductas deleznables o repulsivas, como expresar satisfacción por la muerte de un torero, de un niño o por el asesinato machista de las mujeres. Si en estas inmorales conductas, además, se ofende gravemente, los herederos o familiares directos podrían acudir a la jurisdicción civil para restituir su honor.

Entonces, ¿cómo se puede evitar que las ideas de una persona o un grupo de personas afín a postulados como la superioridad de la raza, la defensa del genocidio, la violencia machista, la eliminación de gays y lesbianas, la eliminación violenta de las bases del Estado democrático y otras discriminadoras ideas de exclusión social, gane adeptos y anime a otros a llevarlas a la práctica?

La jurisprudencia del Tribunal Europeo de Derechos Humanos ha afirmado que la tolerancia y el respeto de la igual dignidad de todos los seres humanos constituyen el fundamento de una sociedad democrática y pluralista, de lo que resulta que, en principio, se pudiera considerar necesario en las sociedades democráticas sancionar e incluso prevenir todas las formas de expresión que propaguen, inciten, promuevan o justifiquen el odio basado en la intolerancia y que, del mismo modo, la libre exposición de las ideas no autoriza el uso de la violencia para imponer criterios propios.

Es decir, es adecuado, desde parámetros de Derecho Internacional, reprimir las manifestaciones públicas como la provocación directa a la violencia, a la discriminación por odio racial, étnico, de género, de contenido sexual, contra víctimas vulnerables a esos ataques… lo que se viene a llamar el «discurso del odio». Pero cuidado, dicho discurso ha de animar directa o indirectamente a la violencia, a la acción contra dichas personas objeto de su ataque.

De ahí que, en cumplimiento de la recomendación del Tribunal Europeo de Derechos Humanos, el artículo 510 del Código Penal castiga este tipo de conductas; lo que coloquialmente se conoce como los «delitos de odio».

¿Es ahí donde entraría el delito de enaltecimiento terrorista? ¿En estos delitos de odio?

No exactamente, por más que la Audiencia Nacional, el Tribunal Supremo y el Tribunal Constitucional se empeñen en ello. El Tribunal Europeo de Derechos Humanos ha establecido que las conductas referidas a provocar o incitar a la comisión de delitos terroristas, que pudieran hacer peligrar poniendo en una situación de riesgo a las personas o derechos de terceros o al propio sistema de libertades, han de ser castigadas. Pero nuestro ordenamiento jurídico ya contempla el delito de apología, que es precisamente eso: provocar o incitar a la comisión de delitos terroristas mediante manifestaciones públicas.

Nuestros tribunales, sobre todo el Tribunal Supremo, se han esforzado en tratar de describir y definir el delito de enaltecimiento terrorista, así como de justificarlo. Sin embargo, en este empeño, nos tememos que hemos perdido en disfrute de libertades y, en cambio, estamos sintiendo los efectos del desaliento y de la autocensura, a fin de no ser perseguidos penalmente por nuestras públicas opiniones.

Si el delito de enaltecimiento terrorista no es apología, entonces ¿qué es?

Ante las dificultades por entender este delito en vigor desde hace 17 años, el Tribunal Supremo ha venido describiéndolo como un delito de opinión, que no siendo provocación directa ni indirecta, se encuentra en un lugar de sombra entre la apología y la libertad de expresión.

Se trata de una opinión que ensalza, alaba, enaltece actos terroristas o a sus autores… Ojo, pero no anima a delinquir: se está criminalizando una opinión que el sistema podría considerar peligrosa por su poder de convicción a una pluralidad de personas. El legislador ha entendido que convencer es lo mismo que animar a delinquir. Bueno, dejemos esto para los lingüistas, el caso es que hay verdaderas dificultades para definir este delito.

De hecho, el Tribunal Constitucional, en la única sentencia en que ha tenido que pronunciarse sobre este delito (STC 20 de junio de 2016), ha ido más lejos aún: ha definido este delito como provocación indirecta a la comisión del delito.

Ante tanta indefinición, desde la redacción del tipo delictivo (artículo 578 del Código Penal), hasta la última interpretación dada por el Tribunal Constitucional, lo único que tenemos claro es que es un delito vago, impreciso, ambiguo y plagado de incertidumbres.

Si el delito de enaltecimiento terrorista no está claramente definido, ¿cómo sabremos cuándo una opinión es delictiva y cuándo no lo es?

Efectivamente, este problema es de gran calado, pues provoca una gran inseguridad jurídica impropia de un Código Penal de un Estado democrático. Todo ciudadano tiene derecho a saber cuándo una conducta es delito y cuándo no, pues la imprecisión de los delitos suele asociarse con regímenes dictatoriales, en los que la persecución del delito se convierte en una cruzada contra determinadas personas con ideas contrarias al sistema establecido.

El Tribunal Supremo establece que hay que contextualizar las expresiones: quién las profiere, cuándo, a quiénes van dirigidas y todas aquellas circunstancias concomitantes.

El Tribunal Constitucional exige que esta labor de contextualización ha de realizarse como un paso previo y necesario, dado el carácter institucional del derecho a la libertad de expresión.

Una vez realizada dicha labor, habrá que concluir si las expresiones determinadas son ejercicio legítimo de este superior derecho fundamental o, por el contrario, no lo son. A partir de ahí, si la opinión manifestada incita o provoca a la comisión de un delito violento y terrorista, entonces habría que condenar.

Para concluir, en el caso concreto de César Strawberry, ¿el Tribunal Supremo ha cumplido este requisito de contextualización?

No, tajantemente no. La mayoría de la Sala –salvo un encomiable voto particular– se ha ceñido a la literalidad de los seis tuits enjuiciados, creando una nueva doctrina: la doctrina Strawberry.

Ha pasado por alto la concienzuda labor de contextualización realizada por la Sección Primera de la Sala de lo Penal de la Audiencia Nacional, ha pasado por alto que esa labor es imprescindible, más si cabe cuando hay una limitación de 140 caracteres en Twitter, y ha obviado que los tuits no llegan automáticamente a todos los seguidores, pues no se analizó la actividad concreta de cada tuit.

Si no lo remedia el Tribunal Constitucional, esperemos que lo haga el Tribunal Europeo de Derechos Humanos, dado que esta sentencia vulnera profundamente la libertad de expresión y, sin duda alguna, marca un peligroso derrotero en la interpretación interesada que del mismo está llevando a cabo la Fiscalía de la Audiencia Nacional. Marca el camino para la represión indiscriminada de la opinión manifestada en las redes sociales y para la indeseable autocensura de dudosa aceptación en todo Estado democrático.

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Comentarios
  1. Que no, que no, que no, que la libertad no es libertinaje, y el derecho de opinión no es decir lo que quieras y ofender a quien quieras.
    A ver si nos enteramos. Con violencia, aunque sea verbal, no vamos a ninguna parte; no se puede vencer a un estado tan fuerte como sin duda es el español -con todos los defectos que pueda tener y con todas las justificaciones que uno se quiera montar- a pedradas y caceroladas; ni con lacitos amarillos. El ruido y la violencia se han demostrado inútiles, nada efectivos y muy destructivos. Pero hay personas que se empeñan en sufrir y hacer sufrir (a sus propias familias sobre todo) porque tienen la cabeza llena de pajaritos y un ego muy cabezón. «Lo volveremos a hacer dicen». Pues, si lo volvéis a hacer, volveréis a cobrar. ¿Es que no lo entendéis? No se puede ganar a un estado moderno con piedras y palos. Los nacionalismos periféricos no tienen nada que hacer frente al estado español integrado en la UE y la OTAN. Venga hombre, madurad, que nos hacéis sufrir a todos con vuestra insensatez. ¡Somos pacíficos! Gritan algunos, como si lo fueran, pero sus acciones y la destrucción que generan demuestran lo contrario.

  2. Pero ¿ que es lo que pretendemos en un país tomado por el fascismo desde casí un siglo ? .
    SPECIAL THANKS :
    » » GRACIASSSSSSSSSSSSSSSSS P$$$$$$$$$$$$ ( — ) €€€€€€€€€€€€€€ 2 , ya sabéis……………… .
    PD :
    Nos hubiera ido bastante mejor si el famoso » Día D » los aliados nos hubieran también invadido junto con lo de Normandía .
    Salud. .

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