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Alertar sobre Trump, porque el nazismo no comenzó en Auschwitz
Donald Trump no es Adolf Hitler. Pero alertar sobre los elementos coincidentes que propician la conformación de los totalitarismos es necesario y responsable.
MADRID// La llegada al poder de Donald Trump ha puesto de moda el texto de referencia sobre la formación de los totalitarismos de Hanna Arendt, que es, junto con 1984 de George Orwell, uno de los libros más vendidos en EEUU para encontrar respuestas a la situación actual. La conformación de los totalitarismos tiene unas características comunes de las que aprender para alertar cuando se producen, sin que para ello sea necesario decir que Donald Trump es Adolf Hitler. Escribía Augusto Assía en sus Crónicas de Berlín (La Vanguardia, 24 de febrero de 1933) sobre las primeras medidas adoptadas por Hitler al llegar al poder: «La represión de Hitler-Papen-Hugenberg no comienza con mucha más imaginación ni con más nuevos recursos o métodos que han comenzado todas las reacciones de nuestro tiempo».
Cuando se establecen analogías entre periodos históricos distintos siempre se está cometiendo un error si no se produce un enorme ejercicio de contextualización. Más aún cuando la analogía se establece con el régimen más criminal del siglo XX. El genocidio perpetrado a cabo por Adolf Hitler y sus fieles pervierte la visión de cualquiera al establecer comparaciones. Pero es precisamente por la barbarie extrema que perpetró el Reich alemán por lo que es necesario hacer sonar todas las alarmas cuando exista el riesgo de que se conforme un Estado totalitario con el poder suficiente para establecer un reino de terror. Que podrá ir en una dirección o en otra y sin alcanzar las cuotas de salvajismo de anteriores; pero que con sus actitudes advierte de las consecuencias gravísimas que pueden traer sus políticas y que obliga a estar alerta para no minusvalorar el posible devenir, en este caso del gobierno de Trump. El régimen nazi no comenzó su andadura con los campos de exterminio, sino con medidas de odio contra colectivos determinados muy similares a las que Donald Trump ha comenzado a llevar a cabo.
La orden de Trump de prohibir la entrada en territorio estadounidense a ciudadanos de siete países musulmanes ha inoculado el peor virus posible, el del racismo y la xenofobia institucional. Supone validar un sentimiento de odio dándole carta de naturaleza y dotándolo de los instrumentos represores que el poder confiere. Las protestas que se han visto en los aeropuertos han provocado cierto alivio en el observador externo al comprobar que la contestación popular evitará la conformación de un Estado totalitario. No es como en Alemania. Allí nadie protestó. Lo aceptaron sin reclamar. Una conclusión que no se ajusta a la realidad.
La llegada al poder de Adolf Hitler en enero de 1933 provocó manifestaciones masivas en Alemania que intentaron contrarrestar las demostraciones de fuerzas de las SA hitlerianas. En aquellos momentos las protestas iban acompañadas de actos violentos. Un día después de que Hitler fuera nombrado canciller fue asesinado Hans Maikowski, un miembro de las SA, por su participación en la marcha de las antorchas que celebraba el ascenso del nazismo. Sí que hubo resistencia con Hitler en el poder, no sólo en sus primeros días como gobernante. Tras la aprobación de las leyes de Nuremberg en septiembre de 1935 que privaron de la ciudadanía a los judíos, se constituyó una asociación cristiana de apoyo a los represaliados. Con la represión nazi ya presente hubo solidaridad y resistencia.
En su primera semana en la Casa Blanca, Trump se atrevió a privar de su hogar y de los derechos adquiridos en el país a un número indeterminado de ciudadanos con permiso de residencia activo. La marcha de mujeres en Washington un día después de la toma de posesión de Trump recordó a la que se celebró en Nueva York en mayo de 1933 contra Hitler. No es cierto que nadie viera venir la conformación del totalitarismo en Alemania, como prueba el enorme trabajo de los periodistas del Münchener Post. El mayor problema siempre fue el silencio cómplice de los tibios o la connivencia de aquellos que creen que a los integristas se les puede moderar o controlar. Y, sobre todo, de aquellos que pensando lo mismo no fueron capaces de llevar a cabo esas políticas que admiraban o no pudieron llegar al poder para implementarlas.
El efecto arrastre de Trump en Europa
El efecto devastador que las medidas de Trump pueden tener no es sólo el que provoque sobre miles de personas —motivo de por sí más que suficiente—, sino el efecto legitimador que sus actuaciones tendrán sobre la derecha europea que siempre coqueteó con dar un paso más allá. No hay diferencias entre las palabras de Donald Trump y las de Jorge Fernández Díaz sobre los refugiados, o con las declaraciones de Xavier García Albiol sobre inmigración. Pero Trump no tiene complejos para ir más lejos y pasar de las palabras a los hechos, por lo que el efecto arrastre que en la derecha acomplejada europea pueden tener las medidas del presidente de los EEUU se prevé dramático. Lo dijo literalmente Esperanza Aguirre, quien todavía no se atreve en apoyar al presidente americano en público pero poco a poco deja asomar su verdadero ser y no tardará en hacerlo: «Lo bueno de Donald Trump es que ha roto con lo políticamente correcto». Porque es precisamente una figura como la del multimillonario neoyorquino lo que personajes como Aguirre necesitaban para definitivamente pasar de su liberalismo impostado a la extrema derecha populista que siempre han representado pero que nunca se atrevieron a encabezar de forma abierta.
La política en EEUU tiene la capacidad para marcar las normas al resto del mundo. Los estándares de libertades que muchos en Europa han implantado se vieron impuestos o marcados por el marco que establecía la gran potencia norteamericana. Ése es el mayor riesgo de lo que ya es un verdadero drama. La importación al resto de potencias de unas medidas reaccionarias y xenófobas que establezcan los parámetros de exclusión muy similares a los que se dieron en la Alemania de los años 30 pero sin la necesidad de implantarlos por la fuerza, sino con el poder de asimilación que tiene EEUU en el mundo y con el efecto normalizador que tiene el tiempo. Lo que hoy vemos escandaloso será asumido de forma natural en pocas semanas o meses cuando la efervescencia de las protestas se relaje.
Donald Trump no es Adolf Hitler, no impondrá el nazismo ni acabará con millones de personas en campos de exterminio. Todos los totalitarismos que se han impuesto en el siglo XX han tenido sus propias características y siempre son diferentes a los anteriores. Pero todos han comenzado a instaurarse buscando un enemigo interno como causa de todos los males de la sociedad. Todos los Estados de terror comienzan a conformarse con unas características similares, y están influidos por sus predecesores. En 1937 el escritor Friedrich Rech-Malleczewen escribía Historia de una locura masiva, un libro en el que comparaba a Hitler con Jan Bockelsön (Jan Van Leiden), el responsable de un régimen de terror anabaptista en la región del Münster en el siglo XVI. Los medios y acólitos nazis se escandalizaron con aquella comparación. No se sostenía. El escritor acabó muerto por tifus en el campo de concentración de Dachau.