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Los años del miedo: crónica de la violencia (1990-2015)

"Es un libro triste y oscuro, pero también es una obra que nos recuerda la importancia de saber enfrentarnos al abuso cuando lo tenemos delante", escribe Edurne Portela sobre el libro de José Manuel Fajardo.

Los años del miedo

Los años del miedo: crónica de la violencia (1990-2015) sirve para muchas cosas: archivo en el que se registran no pocas barbaridades, herramienta de reflexión y conocimiento, instrumento contra el olvido de lo que somos y hemos sido. También sirve para adentrarnos en la sensibilidad de un escritor que ha vivido muy de cerca la violencia y ha defendido siempre la paz, sobre todo cuando más peligrosa e incómoda ha sido esa defensa. Al principio del libro, su autor, José Manuel Fajardo, señala que el lector encontrará contradicciones entre algunas de sus crónicas debido a su propia evolución ideológica. Es una de las pocas cosas con las que discrepo: el libro está guiado por la coherencia de quien antepone la paz y el respeto a los derechos humanos frente a cualquier proyecto político (totalitario, democrático, de izquierdas o de derechas) que ponga en peligro esos valores.

Fajardo recoge en este libro (Libros del lince) las crónicas de veinticinco años de manifestaciones violentas, muchas relacionadas con el terrorismo: ETA, los GAL, Al Qaeda, las actuaciones israelitas en Gaza, Hamás, etc. Son crónicas sobre violencias explícitas y espectaculares (en el sentido del uso mediático que el terrorismo, de cualquier signo, da a sus acciones). Pero también, aunque el título del libro no lo refleje, nos habla de otras violencias, más sutiles, amparadas por los poderes políticos y financieros. Estas otras violencias van desde la manipulación política y mediática para conseguir consensos (como cuando se defiende la guerra como único camino a la paz), a la imposición de un capitalismo feroz que dejan tras de sí una sociedad pasiva y depauperada, a los abusos policiales y judiciales contra aquellos que han sentido la indignación y han salido a las calles a exigir una democracia real. También Fajardo nos habla de la herencia de violencias pasadas, como los cadáveres de 114.000 desaparecidos víctimas del franquismo que aún están por exhumar.

Tal vez por mi historia personal como alguien que se crió en Euskadi durante los llamados «años del plomo» me han conmovido e impresionado particularmente las crónicas que escribe Fajardo durante el año 2000. Lo hace sustituyendo a un colega suyo, el periodista asesinado por ETA José Luis López de Lacalle. Fajardo tomó su columna de los miércoles y desde ahí escribió crónicas desgarradas sobre la realidad que estaba viviendo. Nos habla de cosas que nos pasaban por allá en esa época. Por ejemplo, que una mujer a la que acababan de asesinar a su marido recibiera llamadas telefónicas insultando a su esposo asesinado; o que un amigo le aconsejara no hablar de la muerte en su columna, pero Fajardo se encontrara con fantasmas de asesinados en todas sus referencias cercanas (en el Guggenheim al donde llevaba a las visitas, en el paseo de Getxo que solía recorrer, etc., etc., etc.). Nos cuenta de esos ciudadanos que marcaban a sus vecinos como policías o señalaban los recorridos de los concejales de sus pueblos o recogían matrículas de «enemigos del pueblo» para pasarlas a ya-sabemos-quién; o de las manifestaciones pacíficas de Gesto por la Paz a la que se enfrentaban los defensores de ETA para llamarles, a ellos, asesinos y fascistas y gritar «ETA, mátalos». Y es que esto era nuestra vida en Euskadi en aquellos años. No deberíamos olvidarlo. Y, los que no lo han vivido y ahora miran con simpatía a los «apóstoles de la paz» de EH Bildu, recordarles que los que dicen no tener conciencia de que los suyos hicieran sufrir tanto, con cada muerto hablaban de un inevitable «aumento del sufrimiento». Durante ese año 2000 se asesinó al periodista de Lacalle, se atentó contra José Ramón Recalde (que con sus 70 años había sobrevivido a cárceles franquistas, como Lacalle, y también sobrevivió a dos tiros en la cara), asesinaron a los políticos socialistas Fernando Buesa, Juan Mari Jáuregui, y a veinte personas más. Pero Fajardo apenas menciona los atentados puntuales, sino que refleja el mundo que le rodea, uno mundo en el que hay pocos que, como él, se exponen en la denuncia de la brutalidad; en el que hay muchos que no condenan, en el mejor de los casos, y que aplauden la violencia en el peor. Leer estas crónicas de Fajardo nos recuerda que algunos de nosotros hemos estado ahí. Y algunos otros han tenido un papel fundamental en los hechos narrados.

Recordar duele, pero es necesario.

Como lo es, y eso a Fajardo no se le olvida, señalar que la violencia de ETA no es la única. Que ha habido otras violencias deleznables (la del olvido de las víctimas del franquismo, la de los GAL, la del exceso policial). Cada una tiene su lugar y Fajardo no las equipara nunca, ni en esos 25 años de crónicas ni en su recapitulación final.

Los años del miedo es un libro triste y oscuro, pero también es una obra que nos recuerda la importancia de saber enfrentarnos al abuso cuando lo tenemos delante, a defender a la víctima, a condenar la violencia. Estas lecciones, parece, siempre están por aprender. Y oportunidades para llevarlas a cabo, por desgracia, nunca nos van a faltar.

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