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Rosa Clemente: “Sabemos qué es vivir bajo una fuerza de ocupación”
La activista lucha desde Black Lives Matter contra el maltrato y los asesinatos racistas en EEUU.
No es fácil dar con Rosa Clemente (South Bronx, New York, 1972), una de las portavoces más visibles de Black Lives Matter (BLM). Afincada en Albany, capital del Estado de Nueva York, acaba de volver de sus vacaciones en Puerto Rico pero ya tiene su agenda repleta de compromisos y su teléfono no para de sonar. Cantante de hip-hop, estudiante de doctorado y madre de una niña, desde el lanzamiento de BLM ha vuelto a ser activista a tiempo completo. Pasó por algunos años más tranquilos después de su candidatura a la vicepresidencia del país por el Partido Verde, en las elecciones de 2008, al lado de Cynthia McKinney, cuando lograron un 0,12% de los votos. Durante una estancia en Los Ángeles en 2014, Clemente ayudó a fundar uno de los primeros capítulos de BLM y, al regresar a Nueva York, hizo lo mismo allí.
Black Lives Matter surgió como hashtag en 2013 después del juicio al asesino de Trayvon Martin, un joven negro de 17 años de Florida, y creció de forma exponencial a raíz del asesinato de Michael Brown a manos de un policía en Ferguson, Missouri, en agosto de 2014. “Estuve en Ferguson y viví la violencia”, dice Clemente en una conversación telefónica cuando, después de varios días, por fin logramos conectar. “Allí sí que sentimos la mano dura del Estado. Nos pusieron pistolas en la cabeza”. La aparición de BLM ha impactado en el debate sobre el racismo en Estados Unidos de forma radical. No es que haya incrementado la violencia sistemática contra los miembros de la población no blanca en Estados Unidos: lleva décadas produciéndose, sobre todo contra los afroamericanos y latinos. Pero en los últimos tres años Black Lives Matter y movimientos similares han logrado darle una visibilidad mucho mayor. Y no sólo eso: también han conseguido cambiar el marco a través del cual se interpreta. Ya no es posible achacar los maltratos y asesinatos a un puñado de “manzanas podridas” en una institución por lo demás sana. Gracias a BLM se está creando un amplio consenso —confirmado en informes oficiales— de que se trata de un fenómeno estructural que pide soluciones estructurales.
“Comparado con las luchas políticas del pasado, BLM hace un uso mucho más efectivo de los medios, sobre todo las redes sociales”, dice Clemente. “Las fotos y vídeos compartidos de forma inmediata permiten que todos seamos testigos de casos de brutalidad que antes quedaban ocultos”. Pero también ha habido otros cambios importantes: “Por un lado, BLM representa un capítulo de un movimiento que lleva mucho tiempo luchando. Pero por otro incluye un sentido bastante más claro de intersecciones con otras luchas: de clase, de género, de sexualidad. Por poner un ejemplo: hace diez o veinte años, las mujeres hacían mucho trabajo político pero casi siempre a la sombra: eran los hombres los que se arrogaban los liderazgos. O eran los blancos los que se presentaban como portavoces sin pensárselo dos veces. Ya no. Eso ha cambiado gracias en parte al protagonismo que han tenido en BLM desde el principio las mujeres y la gente queer y trans. La verdad es que son mucho más avezadas de lo que éramos nosotras. Simplemente se niegan a aceptar las actitudes machistas y excluyentes que antes nos costaba ni siquiera señalar”.
Antecedentes
El de BLM no es el primer intento por redefinir la historia de la opresión racial en Estados Unidos. El abogado activista Bryan Stevenson, de Alabama, lleva años defendiendo que los más de 4.000 linchamientos (y 10.000 intentos de linchamiento) que se produjeron en el sur del país entre 1877 y 1950 no fueron ni más ni menos que una forma de terrorismo doméstico que dejó traumas duraderos. La abolición de la esclavitud no señaló ningún final de la opresión, como tampoco lo hicieron las victorias logradas en la lucha por los derechos civiles. El instrumento opresivo actual es el sistema judicial. Uno de cada tres hombres negros entre 18 y 30, afirma, está encarcelado o en libertad condicional. En comunidades urbanas como Los Ángeles o Baltimore afecta a más de la mitad de la población negra masculina.
El análisis que BLM hace de la situación actual en Estados Unidos es más radical. Se fundamenta en las luchas anticoloniales de los años 1960 y 1970: las comunidades negras en las ciudades norteamericanas sufren la imposición de una fuerza de ocupación colonial, cada vez más militarizada. El objetivo de lucha no es sólo denunciar el racismo; es nada menos que la descolonización, con el fin de que las comunidades oprimidas consigan el derecho a la autodeterminación. “Sabemos qué es vivir bajo una fuerza de ocupación”, decía Clemente desde las gradas de una corte en Massachusetts en junio.
La agenda política del movimiento de protesta surgido a raíz de las muertes de Martin, Brown y otros es sumamente ambiciosa. En un manifiesto lanzado el 1 de agosto, la organización Movement For Black Lives (m4bl.org), que aglutina a BLM y otros grupos, propone un amplio abanico de medidas. Además de denunciar lo que llama “la guerra contra el pueblo negro” —guerra facilitada por armas y tecnologías cada vez más sofisticadas e invasoras, y justificada mediante políticas de tolerancia cero— exige la abolición de la pena de muerte y una reforma profunda del sistema judicial y carcelario. Propone que los fondos ahora destinados a vigilar y oprimir a la población negra se inviertan en educación, sanidad y seguridad. También favorece el resarcimiento de los abusos históricos perpetrados contra los afroamericanos. Este proceso incluiría una forma de un ingreso mínimo básico para los afectados, además de un programa educativo que reconozca el impacto del colonialismo y de la esclavitud y recupere la memoria histórica de sus víctimas.
Cubriendo seis grandes áreas, el manifiesto de M4BL, titulado Una visión para vidas negras, incorpora algunas de las demandas principales de la izquierda norteamericana, desde la sanidad universal a la reforma educativa, la promoción de energías renovables, la reforma fiscal, la desprivatización de recursos naturales como el agua, el derecho a la sindicalización, la lucha contra los tratados de comercio y la re-democratización de la política, empezando por una reforma de la financiación de partidos. También se opone explícitamente a lo que llama “la criminalización de la actividad política”, que ha afectado de forma desproporcionada a los activistas de Black Lives Matter. Estos no sólo son detenidos masivamente a raíz de protestas callejeras sino que después se les impone penas perversas a modo de castigo ejemplar, en un claro intento de intimidación. Son patrones que recuerdan a la Ley Mordaza española. En junio, por ejemplo, Jasmine Richards, la fundadora de BLM en Pasadena, California, fue enjuiciada por linchamiento porque, durante una protesta, había intentado proteger de la policía a una mujer acusada de robar comida. La ley invocada fue diseñada para situaciones en que turbas racistas impiden la detención de una persona porque pretenden lincharla. Richards fue condenada a tres meses de cárcel y tres años de libertad provisional. En marzo, la propia Rosa Clemente fue enjuiciada en Los Ángeles, junto con otros cinco activistas, por bloquear una carretera en noviembre de 2014, cuando quedó claro que el policía que asesinó a Brown en Ferguson iba a quedar impune.
“Este movimiento juvenil, liderado de forma desafiante por activistas negros, es el primero de este tipo desde las luchas por la liberación de los años 60”, escribía la profesora Martha Biondi de la Universidad de Northwestern en la revista In These Times. “Pero es importante verlo no sólo dentro de la historia de la lucha negra sino dentro de la historia —y el futuro— de la izquierda. Los activistas de BLM han llenado un vacío de liderazgo en la comunidad afroamericana. Muchos políticos negros y hasta líderes religiosos se han visto comprometidos por el auge del neoliberalismo en la política norteamericana”. Según Biondi, a diferencia de generaciones previas los líderes de BLM, “no están interesados en negociar acuerdos para abrirse camino hacia al poder”.
Clemente también ha denunciado a los líderes negros y latinos anteriores que, según ella, se han dejado cooptar por el sistema. “Claro que no se puede denunciar a una generación entera”, dice. “Todos somos susceptibles a la cooptación. Pero sí soy muy crítica con la generación de líderes políticos negros y latinos, en su mayoría hombres, que entraron en la política electoral en los 1980 y 1990. Vendieron el alma a cambio de cierto poder político”. De hecho, si algo distingue a BLM de otros movimientos recientes es su militancia y su desconfianza profunda del Estado y de la política institucional. Clemente, revolucionaria como es, advierte contra la seducción del reformismo: “El Departamento de Justicia acaba de anunciar que cesará de emplear cárceles gestionadas por empresas privadas. Sin duda es una buena noticia, pero en la práctica sólo afecta a 14 prisiones. Para algunos, será suficiente. Para mí no lo es. Hay que cambiar el sistema entero”.
¿Cómo? “Ese es el gran desafío del movimiento”, admite. “Hay mucha gente que trabaja muy duro y el movimiento ha logrado politizar a personas que hace tres años estaban fuera de la política. Pero al crear plataformas y estructuras organizativas, ¿cómo mantenemos la democracia interna? ¿Cómo evitamos reproducir las jerarquías que decimos querer sobrepasar? ¿Cómo trabajamos por no excluir a los latinos afrodescendientes, que históricamente tienen una relación diferente con la negritud que los afroamericanos? ¿Cómo impedimos que el Estado nos absorba y neutralice? Una cosa sí la tengo clara. Si el cambio viene a través del sistema electoral, sólo será de la mano de un partido que no sea ni el Partido Republicano ni el Partido Demócrata”.