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La operativa
Para no detener el flujo de compra infinita, se puso en marcha la operativa. Algo similar a lo que ocurre en los aeropuertos.
Si empiezo esta columna escribiendo que estaba en una tienda de ropa en una calle comercial el significado del lenguaje se me queda corto. Así leído, yo mismo me imagino en un pequeño establecimiento de una de esas vías porticadas de película de Bardem, comprando algo que necesito a alguien que conozco. La realidad es que estaba dentro de un edificio de una gran avenida convertido no en una tienda de ropa, sino en una especie de punto de adquisición de aspiraciones. Cinco plantas decoradas con esa pretensión de lujo contemporáneo, algo a medio camino entre un palacio dieciochesco, una discoteca y el centro de operaciones de la Flota Estelar. Una maquinaria perfectamente medida para que, bajo la excusa de comprar ropa, la clase trabajadora emplee su tiempo libre en las otras dos ocupaciones en que se divide ya nuestra vida: el consumo y la satisfacción de las necesidades inducidas.
Allí, esperando la fila en una de las cajas, veo que sucede algo fuera de lo esperado, una mujer tarda más tiempo del que se considera necesario para completar la transacción. Está discutiendo algo con el empleado que cobra, que al igual que el par de decenas que le continúan a izquierda y derecha y todos los demás dependientes, viste de negro, uniforme de reconocimiento y despersonalización. La señora no discute al modo en que lo haría un borracho en una taberna o una madre italiana defendiendo a su hijo, plantea algo, de forma bastante educada, pero no se va. Al poco se pone en marcha la operativa. Aparece el encargado -este no de negro, sino vistiendo al modo de sus clientes más integrados- y un agente de seguridad, con disfraz de policía y pistola de verdad. Mientras que el jefecillo realiza una especie de tarea entre la diplomacia de curso de diez horas y la psicología de baratillo, el señor armado se limita a cuadrarse y mirar a la mujer fijamente. Ella, al poco, abrumada por la respuesta corporativa y la atención de los curiosos clientes de la fila -levantamos la cabeza como perrillos de las praderas, atentos pero atemorizados- se encoge de hombros, cede y se va.
Desconozco qué desencadenó la situación -un precio mal marcado, un calcetín desparejado, una rebaja mal hecha- no así la respuesta. Algo que en una tienda de ropa convencional se hubiera resuelto con un par de frases aquí necesitó el trasunto de un despliegue militar táctico. No sucedió por la falta de pericia del cajero, sino porque esta persona no era un cajero, una persona, sino una unidad de cobro atado a un diagrama de flujo irrenunciable. La operativa, al encontrar algo no computable, requirió de una fuerza coactiva para desatascar la situación. Lo importante era no interrumpir el proceso infinito de compra, lo fundamental eludir el conflicto, por breve, sencillo y ligero que fuera, y mantener la ilusión de control en un espacio en donde, desde la temperatura hasta el pulido de los suelos, parece calculado. Alguien, posiblemente un grupo de expertos en algo, ya pensó la situación con anterioridad y la reflejó en un manual del empleado, con esa eficacia aterradora que transforma la incertidumbre en esquemas.
Esta sensación, la de sentirse un ratón de laboratorio, ya la había sentido con anterioridad en lugares como los aeropuertos. Uno, más comprensivo en la realidad que en las líneas que escribe, tendía a pensar que quizá esa eficacia en los controles de tránsito de un sistema intercontinental de transporte era necesaria. Lo malo es cuando esta sensación, la de que nuestros movimientos y acciones vienen determinados por una operativa, se traslada a cualquier ámbito de la vida cotidiana. No hay forma de salir a la calle en una gran ciudad y que todo no parezca pensado para distribuir a eso que antes se llamaban vecinos, ahora consumidores, por un sistema arterial de consumo. Donde antes había calles hoy hay centros comerciales al aire libre, donde antes había paseo, encuentro y casualidad hoy ya sólo se realizan transacciones.
La opinión general es que esto es deseable. Se nos dirá que el comercio crea riqueza, trabajo, desarrollo. Y que la tecnificación del proceso crea todo lo anterior pero amplificado. La realidad es que, en un giro de los acontecimientos, incluso el propio concepto de comercio ha sido devorado por la nueva disposición. Si antes existían una serie de necesidades, más o menos básicas, que eran cubiertas por una serie de tiendas de proximidad, ahora esas necesidades se han convertido en una mercancía en sí misma para justificar negocios redundantes e innecesarios, cuya riqueza se evade hacia la fiscalidad opaca, el trabajo que ofrecen es extremadamente precario y el desarrollo que producen no redunda en su entorno lo más mínimo. No es un comercio integrado en un sistema local, sino una serie de artefactos inmuebles destinados a la extracción en serie de los salarios a cambio de productos de baja calidad, prescindibles e insustanciales. No es un comercio surgido de la vida cotidiana, es la vida cotidiana enfocada en su totalidad al comercio.
La vertiente no es tan sólo económica, sino política. Esta ocupación de nuestro diario por una propuesta tan artificial como exitosa resta espacios, físicos y mentales, a cualquier otra actividad que no sea la descrita. La compra, antes confinada a unos lugares y tiempos concretos es hoy una actividad en sí misma. Si recuerdan, en su infancia, cuando se les rompían los pantalones tras mucho jugar con ellos, iban con su madre a comprar otros, eventualmente, algo que les llevaba a lo sumo un cuarto de hora en una tienda en la esquina de su barrio. Se iba a comprar algo, hoy, simplemente, se sale a comprar lo indeterminado, como actividad en sí misma, en lugares mastodónticos donde es imposible no permanecer atrapado por menos de una hora. Por otro lado, la insistente unión entre tiempo libre y tiempo de consumo hace que nuestra condición ciudadana se vea alterada: parece que ya sólo se puede vivir la ciudad, la vida, con ese salvoconducto llamado tarjeta bancaria. No hay nada en las calles -no debe haber nada en ellas- sino resultar tan sólo distribuidoras del magma de consumidores, en masa pero aislados, en grupo pero incomunicados, con un objetivo común ajeno a ellos. Mientras que las maquinarias del consumo permanezcan llenas, las plazas seguirán vacías.