Crónicas | Internacional
La guerra a pie (1) | Járkiv, de gran capital del Este a sobrevivir
50 kilómetros caminando desde Járkiv, la gran ciudad de Ucrania más atacada, hasta el frente de Kozacha Lopan, situado en plena frontera con Rusia y cerrado a la prensa. Un viaje de invierno y encuentros al paso por el corredor que en el 2022 fue temporalmente ocupado y hoy es diariamente martirizado por unas fuerzas rusas que lo consideran clave para el devenir de los próximos diálogos.
Comienzo un viaje a pie por las calles de Járkiv, en busca de las gentes e historias que me pueda encontrar al paso por un corredor clave para el devenir de esta guerra. Es un corredor que parte de esta gran ciudad, la segunda más poblada de todo el país (1.433.886 habitantes en el año 2021), y termina al norte, cuando se alcanza la frontera con Rusia. A pie son 50 kilómetros. En línea recta, apenas 40.
Durante años, se podría decir siglos, ucranianos y rusos han recorrido con toda naturalidad esta misma ruta. En ocasiones a bordo de trenes por la vía férrea, en otras por la autovía. Confinados entre estas líneas de raíles y asfalto, hay diseminados una serie de pueblos y asentamientos duramente golpeados por todo lo acontecido desde que Rusia comenzara la invasión de Ucrania el 24 de febrero del 2022. Sus habitantes han conocido estadios muy diferentes de la relación entre ambos países, lo cual les otorga una mirada amplia de lo que va siendo esta guerra. Por un lado, y desde un punto de vista histórico, han protagonizado una convivencia fraternal y transfronteriza con sus vecinos. Por otro, han conocido lo que es la ocupación rusa en los primeros seis meses de la presente guerra.
Mientras, al otro lado de la frontera y a una distancia casi idéntica a la de Járkiv en Ucrania, se encuentra la ciudad rusa de Belgorod. Una urbe importante, sino la más, de todas las que se encuentran en las inmediaciones de la geografía ucraniana. Una suerte de reverso de lo que es Járkiv, más aún desde que Belgorod ha comenzado a ser víctima de ataques lanzados por los ucranianos en un claro ejercicio de represalia. Son, por tanto, este corredor y esta línea de separación equidistante entre Járkiv y Belgorod, un eje clave para tomarle el pulso a cualquier acuerdo, no solo de alto el fuego y paz, sino de futuras relaciones humanas y comerciales entre ambos países.
No obstante, hoy por hoy, la relación entre Ucrania y Rusia está significada en la guerra y la muerte. En lugares como la recepción del Cementerio Número 18 de Járkiv lo saben bien. Allí ya tienen lista la cruz que será clavada sobre la sepultura del soldado Konstantin Ferebkov. Es tan solo una de tantas que se irán repartiendo a los familiares de otros militares que serán enterrados a lo largo del día.
Con gran solemnidad pero sin perder un segundo, Nikolai, el mando del Ejército ucraniano que ha traído el cuerpo del joven recluta, da inicio a un proceso burocrático en el que Ejército, familia y camposanto intercambian gran variedad de documentos. Por un lado se extienden unos papeles de las Fuerzas Armadas; por otro, los de la administración del camposanto, y finalmente los de la familia, que son entregados en una ventanilla junto al certificado de defunción y el pasaporte del mártir que esperan poder enterrar en unos minutos.
“Murió combatiendo el pasado 7 de enero”, afirma Nina, la inconsolable madre del soldado. “Fue en Rusia -aclara Igor, hermano del difunto-. En Kursk, donde llevaba unos meses luchando”. La invasión ucraniana de Rusia comenzó el 6 de agosto del pasado año de forma totalmente inesperada. Más allá de su exitosa irrupción y el pequeño territorio que más o menos continúan controlando, significó toda una brillante operación psicológica del presidente Zelenski, pues aunque invadir el país más grande del mundo es, casi por naturaleza, un viaje a ninguna parte, le sirvió para dar un giro de 180 grados a su retórica de “la victoria”, y comenzar a hablar sin tapujos de “paz y negociaciones”, algo que él mismo consideró una traición hasta entonces.
“Vamos fuera, está todo listo”, le dice Igor a su madre mientras abandonan la administración del cementerio y enfilan, ya por fin, el tramo final hasta el inmenso espacio donde cientos, sino miles de soldados, yacen enterrados, aún con la tierra fresca. Sacado el ataúd de un furgón, y presta una guardia de honor compuesta por tres cincuentones malamente uniformados, se abre el cofre para llevar a cabo la despedida del muchacho. En un momento muy triste, los llantos de otra madre que entierra a su hijo a menos de diez metros se entrecruzan con los de Nina, Igor y el resto de la comitiva fúnebre que los arropa. Los disparos al aire de la guardia de honor añaden dramatismo al momento, y todavía más cuando vuelven a cambiar de posición y realizan una segunda salva, esta vez ya, en loor de Konstantin Ferebkov.
Mientras los sepultureros van metiendo el ataúd en la fosa, algunos de los asistentes observan el resto de tumbas que rodean el paraje. Cubiertas por flores de plástico y a la sombra de innumerables banderas, casi todas tienen alusiones a sus brigadas. Las del regimiento Kraken o el Batallón Azov destacan por sus grandes banderolas. Por el contrario, otras muchas sepulturas no aluden a su filiación castrense, sino que muestran la crueldad de la invasión rusa a través de lápidas personalizadas en las que se ven a demasiados jóvenes y muchísimos padres de familia vestidos de civil o desempeñando la profesión que ejercían antes de prestar servicio en esta guerra.
La cifra aproximada de muertes en el lado ucraniano es uno de los grandes tabús de este conflicto. El Ministerio de Defensa elude dar cualquier dato sobre el número de fallecidos en sus filas, y Zelenski acaba de enumerar en 46.000 la cifra, sin embargo fuentes tenidas en cuenta por medios afines a la narrativa de Kiev, como es el caso del New York Times, ponen el número en 100.000 hasta diciembre del pasado año.
Por su parte, el Ministerio de Defensa ucraniano publicita en su página web una supuesta cifra de víctimas rusas, la cual ascendería a 837.610 personas entre muertos, desaparecidos y heridos, según sus interesados cálculos. Del número exacto de heridos ucranianos tampoco se habla demasiado, aunque verlos resulta inevitable. Salvo en Rusia, pocas ciudades del mundo tendrán más cojos que las de Ucrania. Por todos lados se ven jóvenes y otros que no lo son tanto, desplazándose con muletas, bastón, o simplemente caminando con ese deje desacompasado de quien adolece un daño oculto en alguna de sus piernas. Igor, el propio hermano del soldado enterrado en el Cementerio Número 18 es una de estas víctimas que pasan desapercibidas. No necesitó más que recogerse una manga del jersey y decir “Mariupol 2022” para entender lo que significaba ese brazo absolutamente deformado por unas espeluznantes quemaduras de tercer grado.
Deserciones
Otro de los muchos tabús de esta guerra ha sido el de las deserciones, claro está, en el lado ucraniano, pues de las del ruso no han faltado noticias y reportajes. Ya desde los primerísimos días de la invasión, la estampida ha sido muchísimo más colosal de lo que se ha ido filtrando. Desde su exilio en Holanda, Vladimir, a quien conocí aquí hace casi tres años, da buena cuenta de ello: “Durante el 2022 y 2023, si te llamaban a filas, ibas a la oficina de reclutamiento hablabas con los mandos y por lo general no había problemas para comprar tu libertad pagando unos cientos de dólares. Luego con el tiempo hubo una depuración y eso se fue complicando, por lo que muchos nos fuimos del país cruzando la frontera ilegalmente. Quiero decir, que tú siempre puedes comprar a un oficial en su despacho, pero cuando ya comenzaron a parar a la gente en la calle para reclutarla a la fuerza, todo cambió porque con ese sistema no se puede hacer nada. Yo sé que Putin es una mierda, pero decidí no combatir porque hacer caso a los americanos es morir por nada”.
Esa depuración de mandos corruptos que aceptaban sobornos de forma masiva no salió a la luz hasta agosto del 2023, cuando ya era un secreto a voces. Más de un año después de conocerse estos hechos, varios medios siguen denunciado que los sobornos continúan al orden del día. Sin embargo, los ánimos no están tan bajos como podría desear el Kremlin. Aun desgastados por la falta de rotación (no son pocos los soldados que llevan años en primera línea) y un claro desánimo (ya nadie habla de victoria), los frentes están repletos de ucranianos dispuestos a seguir luchando. Su valentía y capacidad de resistencia está fuera de toda duda, y su sacrificio, guste o no, lleva consigo unas buenas dosis de heroísmo y épica.
Nuevos mitos
Caminando por el centro de Járkiv es fácil ver carteles que aluden precisamente a eso. El heroísmo y la épica. Uno de ellos dice así: “Acude a la exposición fotográfica, ‘Yo recuperaré mi vida’, del héroe Maksym Kryvtsov en el café Makers de la calle Skovorody”. El héroe en cuestión es un treintañero de Kiev que publicó poemas “sobre el amor y la guerra” bajo el seudónimo de Dali. En la cafetería del centro donde se celebra la exposición en honor a este soldado, caído en combate el 7 de enero del pasado año, se sirven capuchinos a precios prohibitivos para la mayoría de los ucranianos. Pese a todo, hay algunos clientes, los cuales no saben demasiado sobre el autor de los poemas y fotografías que hay colgadas en las paredes de este local urbanita y sofisticado. Preguntados sobre qué es lo que saben sobre este autor, tan solo pueden apelar a su patriotismo, sin entrar en más detalles sobre su vida.
Esta incorporación de mitos y personajes reaccionarios al mundo liberal de la cultura, los espacios de recreación urbanos y, en definitiva, la memoria de una lucha justa es un buen ejemplo de lo que ha sucedido en Ucrania a la postre de la revolución nacionalista que supuso la deposición violenta del presidente electo en febrero del 2014. Porque lo que no dice esta exposición (que ya está programada en algunos museos) es que Dali fue miembro destacado del grupo paramilitar de ultraderecha, Pravy Sektor desde sus años más oscuros, esto es, cuando aún no se hablaba tanto de Rusia y mucho más de aquello que ellos mismos denominaban “el enemigo interno” (gitanos, rusófonos, homosexuales e izquierdistas, entre otros ucranianos a combatir de varias formas).
Así las cosas, no se trata de cancelar el poemario de Dali por la ideología violenta del autor, sino de cuestionarle por el propio contenido de su obra, la cual apela a una patria intolerante en la que se excluye a un sinfín de ciudadanos. Lejos de ser una excepción, Ucrania, el país que hasta el Euromaidán reconocía y amparaba los derechos de 130 minorías, ha pasado a ser, cada vez más, y ya desde mucho antes de que la invasión comenzara, un país monocolor en el que defensores de la intolerancia como el malogrado Dali van ocupando el lugar de otros ucranianos como Gógol, culpable de haber escrito su obra en ruso.
Sin embargo, y pese a la tentación de considerar neonazi a toda fuerza que se oponga a la brutalidad de la invasión rusa, basta callejear por los barrios periféricos de esta gran área metropolitana (2.032.400 de personas antes de la guerra) para comprender que, si bien el nacionalismo lo viene impregnado casi todo, las víctimas del conflicto son en su mayoría soldados con poca o nula formación política, amas de casa, pensionistas, niños y gente del común que nada ha tenido que ver con el golpe de estado del 2014 y su posterior deriva ultranacionalista.
La falacia de una “operación especial” para sacar del poder a un régimen neonazi, preconizada por Putin, esconde algo tan simple como la urgencia por evitar que la OTAN tome posiciones en este país. En este sentido, parece que el Kremlin está a punto de conseguir su objetivo, aunque a costa de perder a mucha de esa población rusófona que dijo venir a defender. “Puede que Rusia gane, pero el precio a pagar es perder el crédito de la población rusófona. Aquí en Járkiv, donde siempre hemos hablado ruso, nos han castigado duro. No solo aquí en la ciudad, sino en toda la provincia, por eso ya no queremos estar conectados a nuestros vecinos rusos”, dice Tatiana, una joven abogada que ha regresado de su exilio en Polonia para visitar a sus padres en un pueblo que fue ocupado durante los primeros días de la invasión.
“Aparecieron muy rápido y cortaron las comunicaciones. Los primeros días nos encerramos en el sótano y en cuanto vimos la oportunidad nos fuimos por una carretera en la que había paso. Meses después, cuando se fueron los rusos y regresamos, vimos que nuestra casa era la única en pie. Las de los vecinos estaban derruidas por los enfrentamientos”, lamenta esta joven que dice no sentir miedo en Leópolis o Kiev pero sí aquí, en Járkiv, la gran ciudad más bombardeada de toda Ucrania.
La sirena suena, y la verdad es que ya nadie corre a cobijarse. La llegada de unos drones Shahed ilumina el cielo de la noche cuando los sistemas de defensa aérea consiguen hacer bien su trabajo. No son menos habituales los misiles S-300 o las bombas planeadoras que se lanzan desde aviones, los cuales casi no necesitan ni rebasar su espacio aéreo para alcanzar el área metropolitana. A lo largo del pasado año murieron 98 residentes de la ciudad a causa de los bombardeos rusos, de los cuales 9 eran niños. “Pero hay otras cosas que a menudo la prensa no tiene en cuenta”, dice Tatiana. “Cosas tan sencillas como poder encontrar trabajo. O abrir negocios. ¿Quién va a querer invertir en un sitio que está a media hora en coche de la frontera rusa?. Después de todo lo que ha sucedido estos años. ¿Quién te asegura que la guerra no volverá después de firmar un acuerdo?”, se pregunta.
Lo cierto es que Járkiv estaba en crisis desde antes del Euromaidan. Ocupó un puesto destacadísimo dentro de la Unión Soviética, pero ya fuera de esta, y sin estar significada en la tradicional geografía del nacionalismo ucraniano, la urbe se quedó a medio camino entre lo uno y lo otro, es decir, ni era una ciudad netamente rusa, ni una ciudad histórica de la cultura y el patriotismo ucraniano. Fue así, en una crisis que no solo era de identidad, sino también económica, como Járkiv llegó a la Ucrania surgida a la postre del Euromaidán.
Pese a todo, Járkiv es lo que es: la segunda ciudad más grande e industrializada del país, y gran puerta de entrada a Rusia. ¿Seguirá teniendo la pujanza que ha tenido durante un siglo sin ser la gran entrada a Rusia y Asia que fue? Porque -por ejemplo- la estación de trenes no solo la unía a Moscú o Minsk, sino también al Báltico, al Cáucaso y a esa nueva ruta de la seda que es Asia Central. ¿Podrá además hacer un verdadero tránsito al ucraniano desde su origen e identidad rusófila? Hasta la fecha sus personajes más destacados eran rusohablantes. Sin ir más lejos, el autor contemporáneo más cosmpolita que ha dado esta ciudad probablemente sea Eduard Limonov, escritor llevado a la fama internacional por el cronista Emmanuel Carrère y sobre el cual se acaba de estrenar una importante producción cinematográfica. La paradoja es que Limonov es uno de los precursores de una nueva forma de nacionalismo ruso o, mejor dicho, del movimiento nacional-bolchevique, que es marginal, pero existe.
Extremos aparte (y sin perder del horizonte que en Rusia imperan también muchos nacionalismos poco saludables), el caso es que el idioma ruso ha sido, literalmente, borrado del marco institucional no solo en la Ucrania occidental, sino incluso aquí en el Este, donde lo habla un 80% de la población como lengua vehicular del día a día. Los medios de comunicación ya no pueden emitir en ruso, el idioma ha sido sacado de los temarios escolares y hasta las bibliotecas públicas han retirado de las estanterías a Tolstói, Pushkin, Dostoyevski y Chéjov.
Contrariamente a lo que se podría pensar, nada de esto ha generado grandes protestas ni en la ciudad, ni en la provincia de Járkiv. Ya en abril del 2014, las manifestaciones “prorrusas” (en realidad, contra el golpe de estado) llevadas a cabo en el núcleo urbano no consiguieron el efecto que sí lograron en otras capitales de provincias como Lugansk o Donetsk. La ciudad fue fundada por los rusos en 1654, hablaba ruso en su inmensa mayoría y votaba a partidos que estaban por la buena relación con el país vecino. Sin embargo, y pese a que según una encuesta del influyente semanario Dzerkalo Tyzhnia llevada a cabo en aquellos días, el 40,8% de los jarkovitas no consideraban legítimo al Parlamento postmaidán, se produjo una combinación de factores favorables a la continuidad en Ucrania.
Por un lado, los industriales de la provincia de Járkiv se mostraron pragmáticos en relación a la ventana de oportunidad que se abría por el Oeste, y por otro, quizás aún más definitivo, daba la casualidad de que el nuevo ministro de Interior surgido del Euromaidán era el jarkovita Arsen Avakov, quien además tuvo como aliado a Stepan Poltorak, responsable de las tropas internas y excelente conocedor de la realidad de Járkiv también. La única pieza que no encajaba en esas fuerzas locales que mantendrían a la provincia bajo el control de Kiev era un viejo enemigo de ambos, el alcalde de la ciudad, Hennadiy Kernes. Proclive a la buena relación con Rusia (e igual de mafioso que sus oponentes), la posición de Kernes cambió el día que un francotirador lo hirió gravemente. Desde aquel atentado su postura cambió radicalmente a favor de la continuidad en Ucrania.
Así pues, aquí se dice que el derrocamiento de la estatua de Lenin, en septiembre de ese mismo 2014, fue la escenificación del punto de no retorno a manos rusas. Lo derribaron sectores de Pravy Sektor en la “plaza de la libertad” (una de las más grandes de Europa). Yo estuve allí, al pie de la peana de Lenin, observando cómo se movían los militantes de este grupo paramilitar, hoy ya plenamente integrado en las Fuerzas Armadas. La protección de los responsables de Interior y Defensa anteriormente citados se notaba en la violencia impune con la que se movían los jóvenes cachorros ultras. Quemaban, intimidaban y la policía permanecía alrededor sin hacer nada.
No obstante, uno de los alborotadores me dio un dato interesante. Me habló de que esta ciudad cambió muchas veces de manos a lo largo de la II Guerra Mundial. “Hubo cuatro batallas por Járkiv. Cuando parecía que los alemanes la tenían, llegaban los rusos y se la quitaban. Así sucedió hasta en cuatro ocasiones”. ¿Existe igualmente hoy el riesgo de que la ciudad regrese a manos rusas? Nada apunta a que esto se pueda producir actualmente, aunque para tomarle el pulso a la guerra toca salir a Járkiv provincia, donde la población sufre los efectos de la invasión a diario.
Lo políticamente correcto, lo que dictan los amos.