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Relatos de viajeras solitarias: Mi amarga noche en Jerusalén
'La Marea' publica en su dossier 'A mi bola' las experiencias de varias mujeres que han viajado solas. Carmen Rengel cuenta cómo fue acosada y perseguida en uno de sus viajes como periodista freelance a Israel.
Este relato está incluido en el dossier ‘A mi bola’, de #LaMarea40
¿Qué relación guarda usted con estos dos hombres? ¿Qué habitaciones han compartido? ¿En qué tipo de camas han dormido? ¿Se han bañado juntos en el Mar Muerto? ¿Nunca la dejaron conducir el coche, la llevaban como a una princesa? Insisto: ¿qué relación la une a estos hombres?”. Aeropuerto internacional David Ben Gurión, en Tel Aviv. Pasados los Reyes de 2005. Un agente de inteligencia me interroga profusamente tras separarme de mis colegas, Raúl y Manuel, tras una visita de apenas seis días a Israel. Sonrisa sarcástica, casi lujuriosa. “Oiga, que son mis amigos, nada más”. No le convencía. Quería, con una honda mirada que debilitaba y confundía como la criptonita, sacarme los detalles más jugosos de un viaje a tres, un festín. No se enteraba, no; una mujer viajando con dos chicos sólo podía ser una libertina.
Apenas un año y dos meses más tarde volví sola. Acudí a Israel a cubrir las elecciones en las que Ehud Olmert se impuso como primer ministro. Aterrada e ilusionada a partes iguales por trabajar por primera vez en mi destino soñado, aproveché los primeros días para hacerme mejor con las calles, antes de empezar a seguir la campaña. Me alojé en el mismo hotel, el Eldan de Jerusalén, propiedad de una familia judía observante. Tranquilo, familiar, bien ubicado.
Cada mañana, incapaz de comerme los arenques del desayuno, salía con la mochila a llenarme los ojos. Este y oeste. Santos lugares. Ocupados y ocupantes. Israelíes y palestinos. Al cuarto día mandé mi primera crónica a El Correo de Andalucía. Al quinto se me subió el ego a la cabeza, gracias a una entrevista con la que resultaría ministra de Exteriores Tzipi Livni. Así, embobada y en las nubes, caminando por Ben Yehuda, estaba cuando me abordó Amir. No muy alto, muy delgado, piel morena, ojos ansiosos. Estaba en la esquina con la calle Ha Histadrut. Y sabía mi nombre. ¿Algún fixer de los que había contactado para que me ayudaran sobre el terreno? ¿Alguien del hotel? ¿De la oficina de prensa? No. Era un chaval de unos 20 años –yo entonces estaba por los 25-, sonriente y un poco chulo. Insolente. En la calle, ni un alma, lo normal en el centro a las nueve de la noche en un invierno. “¿Qué quieres? ¿Quién eres?”, le dije aterrada. Y me explicó.
Amir –que no era palestino como me hizo entender un primer vistazo a su cuerpo y su propio nombre, sino que era un israelí originario de Irán– llevaba siguiendo mis pasos en la ciudad desde el primer día. Apostado en la gasolinera frente a mi hotel, me vio sola, sin hombre al lado, y me persiguió. Orgulloso, me fue contando dónde había estado cada día. Al detalle. Yo sólo quería correr, pero estaba clavada sobre la acera. Él se reía. “Sé tu nombre porque he preguntado en el hotel. Te sigo porque quiero irme. Puedes ayudarme y sacarme del país. Yo te compensaré, desde esta misma noche y muy bien, si dices que soy tu novio. Seguro que lo pasas bien…”.
No hay que saber idiomas ni escuchar palabra alguna para entender lo que encerraban sus ojos y sus manos, las que trataron de abordarme contra la esquina del local de bagels. Han pasado los años, y sé que no confundí sus pretensiones. Porque me dieron mucho miedo. Porque luego, cuando durante cinco años fui vecina de Jerusalén y pasé miles de veces por esa zona, nunca se me fue de la cabeza su abordaje, la certeza de estar atrapada. Pegué un grito cuando se acercó. Alguien pasó y miró un segundo, cargado de bolsas del McDonalds de Shamai. Debí decirle algo en español, de tan asustada. Entonces se le cambió la cara. “¿No eres norteamericana?”. “No, soy de España”. “Entonces… no me interesa. Allí no me voy. Pero aún podemos pasarlo bien juntos, seguro que es lo que quieres”, dijo aproximándose de nuevo. Llevaba mi guía en las manos, consultando planos. Amir la cogió y, en la última página, escribió su número de teléfono, pintó una flor y añadió: “Call mi” (sic).
Volví helada al hotel. Temía encontrarlo en cada esquina. Fue una noche mala, muy mala. A la mañana siguiente, al salir del hotel, ahí estaba de nuevo. Nos miramos, él seguía riendo. Pero otro hombre me vino a salvar. Era Agustín Remesal, corresponsal entonces de TVE en Oriente Medio. Un señor adulto, con barba, bien plantado. A Amir se le cambió la cara. Y no volví a verlo.
Carmen Rengel, 36 años, es periodista.