Opinión
Trump y el fin de la democracia liberal
"Trump es el síntoma, pero la causa se halla en el núcleo mismo de nuestras democracias. Así es como se conforma una clase empresarial multimillonaria que ejerce un enorme poder de manipulación y control como nunca antes se había dado en la historia. Así es como nacen los monstruos", opina el autor.
Perplejidad impávida. Es una definición que recoge de manera precisa la forma en la que asistimos a la degradación y derrumbe de nuestros sistemas democráticos. Estamos a las puertas de una catástrofe mundial, lo sabemos, solo que la vemos venir con una macabra mezcla de fascinación y estupefacción anestesiante. Es cierto que, además, nos encontramos socialmente desnortados y, como tal, políticamente noqueados y aparentemente sin fuerzas suficientes para hacer frente a toda esta enloquecida corriente reaccionaria que amenaza con engullirnos.
Para mayores dosis de desazón política, algunos de nuestros pares acaban extrañamente alineados con los intereses de los hombres más ricos y poderosos de la tierra mientras jalean y promueven el avance de las fuerzas ultraderechistas y la violencia intrínseca de sus ideas. La resignación, la frustración y cierto nihilismo se funden así en un profundo sentimiento de derrota que ahonda en una desesperanza colectiva y aboca a nuestras sociedades al inexorable desastre.
Pero, ¿cómo hemos podido llegar hasta esta situación? Probablemente esta sea la pregunta que más se repite en estos aciagos días tras la toma de posesión de Donald Trump en Estados Unidos. Se trata de una pregunta casi retórica y que cuando se formula se hace sin prácticamente esperanzas de hallar respuestas que añadan algo de sentido y cordura a todo este esperpento de época que nos ha tocado vivir. Es como si avanzáramos empujados hacia un precipicio y, aunque queramos, nadie pareciera hallar la forma de parar el avance. ¿Dónde hemos fallado? ¿Cuándo empezó a romperse todo?
Es cierto que no hay respuestas sencillas para explicar la razones que llevan a que millones de personas acaben votando contra sus propios intereses de clase y apoyen la conformación de una tecnoligarquía dirigente compuesta por un gobierno de magnates y ultraliberales cuyas propuestas políticas atentan contra la democracia, los derechos humanos y los principios de justicia social, pero tal vez, todo pueda ser explicado a través de distintos factores históricos y, en este caso, a través del imperfecto proceso de construcción de nuestras democracias occidentales.
Trump solo sería el fruto consecuente de las fallas inherentes a la democracia liberal, un hijo que para librarse por fin de las imposiciones y del sistema normativo heredado ha de matar al padre. Así pues, Trump no sería la causa de la degradación democrática, sino más bien el síntoma de una contradicción que se haya en el origen del nacimiento de las democracias liberales y que la aboca a su desaparición. Me explico.
El siglo XX y la derrota fascista
El origen del sistema democrático reciente tal y como lo conocemos hoy en día se puede hallar en el contrato social surgido tras la derrota del fascismo clásico tras la Segunda Guerra Mundial. Recordemos que el auge de los movimientos obreros durante el siglo XIX y XX supuso la conformación de un contrapoder revolucionario que surgió como respuesta lógica a las paupérrimas condiciones materiales y la violencia sistemática que imponía el modelo capitalista de producción.
Las crecientes demandas obreras de redistribución de la riqueza, mayores derechos laborales y mejores condiciones acabaron por suponer una seria amenaza para los privilegios de las élites económicas y terratenientes de la época. Lo ocurrido en Rusia no podía o, mejor dicho, no debía repetirse. Como es sabido, la respuesta de las élites económicas y empresariales para hacer frente a esta amenaza obrera se tradujo en un enorme apoyo financiero a las fuerzas fascistas cuya violencia, poder e influencia debían servir para poner límites a las ideas socialistas. El fin no debía ser otro que el de conservar los privilegios, así como los derechos de propiedad privada para, de esta manera, favorecer la constante acumulación y rentabilización del capital de la clase dominante.
Como sabemos, el fascismo fue finalmente derrotado en 1945 y, con ello, las pretensiones de las élites económicas capitalistas fracasaron, si bien no desaparecieron. Tras la capitulación de las fuerzas fascistas se democratizó el sistema político y se conformó un nuevo contrato social surgido de las cenizas del sangriento conflicto: se extendió progresivamente la implantación de una democracia de corte liberal en los países occidentales, así como se procedió al reforzamiento de un Estado de bienestar, es decir, un sistema que delimitaba las pretensiones capitalistas de las élites económicas representadas en la derecha clásica, a la vez que asumía derechos laborales y algunos principios socialistas reivindicados por una masa obrera cuyo poder seguía creciendo en todo el mundo.
Esta anomalía, tal y como la entendían los sectores privilegiados, supuso un duro golpe: rendir parte de su enorme poder ante las clases subalternas soto riesgo de perderlo todo. Las élites económicas y terratenientes no tuvieron otra alternativa que estirar las costuras del poder concediendo mayores contrapesos y espacios para una democracia representativa y plural donde algunas de las demandas sociales del movimiento obrero se acabaron asimilando a regañadientes a la vez que se delimitaba el marco de líneas rojas sobre lo que debía o no debía ser políticamente discutido.
El resultado fue la construcción de una democracia que se cimentaría sobre un Estado de bienestar cuyo fin trataba de representar una alternativa a las políticas sociales provenientes de la Unión Soviética y que, a su vez, también consolidaba el poder y privilegios de las élites empresariales. Pero esta democracia, la que conocemos, nació con fecha de caducidad y mucho me temo que la rápida degradación de estos últimos años es un síntoma evidente de que no le queda mucho tiempo por delante.
Consolidación del capitalismo y el modelo neoliberal
Era solo cuestión de tiempo que la implantación y avance de un modelo económico que produce sistemáticamente desigualdad, injusticia y malestar social acabara por destruir el contrato social surgido de la posguerra y, con ello, por degradar también las instituciones democráticas sobre las que se sostenía. Con el paso de los años, los ingentes esfuerzos económicos, políticos, mediáticos y la violencia ejercida contra todas aquellas luchas sociales y proyectos emancipadores acabaron dando su fruto. La globalización neoliberal de corte estadounidense y la evolución del posfordismo acabaron por dividir y precarizar a la clase obrera.
Las ideas socialistas fueron perdiendo progresivamente fuerza y apoyo social frente a unas ideas ultracapitalistas cuya bandera del libre mercado hizo que la desregulación y la privatización se expandieran como la pólvora. Como consecuencia, los beneficios empresariales se dispararon y, con ellos, la brecha de desigualdad. Podríamos afirmar que la actualidad que nos horroriza hoy es el resultado directo de ese progresivo avance histórico de las fuerzas oligárquicas del capital ante la falta de oposición. Trump es simple y llanamente la herramienta política de la oligarquía de nuestra época.
En este punto de inflexión conflictivo y, bajo el riesgo real de desaparecer, la mayor parte de la clase política de las democracias liberales se sitúa paradójicamente de parte del capital o, al menos en el mejor de los casos, trata siempre de hacer cierta política social sin entorpecer sus mecanismos de rentabilización. Por ello, los pequeños avances sociales que se han dado en las últimas décadas no dejan de ser simples parches, tiritas que en ningún caso frenan la sangría, ni mucho menos suponen una seria amenaza a las clases dominantes.
Una vez debilitada la fuerza social y política que suponía el muro de contención de las pretensiones económicas de las fuerzas del mercado y sus grandes beneficiarios, la democracia resulta en un impedimento para el crecimiento económico y la consecución de los objetivos capitalistas de maximización de beneficios y acumulación de riqueza. La democracia y sus resortes institucionales, por lo tanto, sobran.
No es casual leer acusaciones hiperbólicas y mimetizadas referentes al comunismo o el socialismo por parte de todos los representantes de la Internacional reaccionaria y que se lanzan contra todos aquellos que defienden valores y avances democráticos, ya se trate de igualdad, justicia social, defensa de minorías, ecología o derechos laborales. Todo es comunismo y, como antaño, la amenaza a sus privilegios debe ser destruida. La democracia liberal muere y el fascismo de nuevo cuño es su brazo ejecutor.
La conflictiva y contradictoria dualidad liberal
Pero, ¿cómo es esto posible? Como decía, la dualidad liberal, es decir, la que conjuga con dificultad democracia y capitalismo, se sitúa en el origen de nuestras democracias recientes y del contrato social que se articuló durante los años posteriores a la capitulación del fascismo. Si bien este interludio pudo dar signos de un funcionamiento aparentemente pragmático en sus inicios, las dinámicas capitalistas que obligan a una maximización de los beneficios y a un crecimiento económico constante acaban por generar que las élites empresariales traten por todos los medios de extraer mayores plusvalías de los trabajadores a costa de reducir los costes laborales y de producción que, a su vez, conlleva una explotación aún mayor de los recursos naturales y una creciente destrucción ecológica.
Es por eso que resulta imposible la concepción del futuro desde una idéntica perspectiva de capitalismo tardío cuyo expansionismo fruto de la explotación de combustibles fósiles a bajo coste permitieron el rápido desarrollo económico de las recientes democracias liberales occidentales. Hoy sabemos que no se puede seguir generando riqueza sine die a la vez que se trata de provocar avances de progreso sobre un contrato social estable sin tener en cuenta los límites biofísicos del planeta.
¿Tenéis la sensación de que todo se derrumba ante nuestros ojos? La decadencia política e institucional que presenciamos hoy es el resultado del proceso de extinción inevitable de nuestras democracias liberales. A estas alturas, se podría decir que su defensa resulta temeraria en tanto que ilusoria puesto que se sigue concibiendo desde marcos caducos, es decir, asimilando los mecanismos capitalistas y sus falsos mantras: las economías pueden seguir creciendo sin violencia en un mundo de recursos infinitos.
Como vemos, la incompatibilidad entre liberalismo y democracia se hace patente, principalmente, en su imposibilidad de cohabitación de manera sostenida en el tiempo, es decir, en la contradicción que radica en la consecución de los principios democráticos y la búsqueda de cumplir con los objetivos de rentabilidad y acumulación progresiva intrínseca del capital.
Esta contradicción irresoluble supone el germen del resurgimiento del fascismo actual en tanto que los liberales pretenden hacer valer la democracia y todo lo que conlleva en términos de lucha por la igualdad, la defensa de la libertad de expresión, respeto a los derechos humanos, protección ecológica y sostenibilidad, etc., pero, a su vez, se muestran indolentes y conniventes con los mecanismos de explotación y extractivismo base del capitalismo.
Se podría afirmar que la contradicción liberal está en el mismo origen de la degradación de las democracias en tanto que el común de los ciudadanos ven periclitar progresivamente sus condiciones materiales de vida a la vez que las fuerzas mercantiles y la oligarquía empresarial acaparan cada vez mayores riquezas y poder ensanchando la brecha de desigualdad y añadiendo grandes dosis de frustración e indignación colectiva.
Para muchos, la democracia liberal no representa ya la promesa de avance social ni se asocia a ningún horizonte deseable. De nuevo, Trump es el síntoma, pero la causa se halla en el núcleo mismo de nuestras democracias. Así es como se conforma una clase empresarial multimillonaria que ejerce un enorme poder de manipulación y control como nunca antes se había dado en la historia. Así es como nacen los monstruos.
La ofensiva oligárquica
Ese oxímoron entre democracia y capitalismo imposibilita un futuro que no pase por un exponencial choque frontal de intereses con eventuales resultados sociopolíticos: lo que ocurre hoy es un punto de bifurcación que surge de ese choque y cuyo resultado acabará por reorganizar la correlación de fuerzas en el seno de los estados y resignifica el perímetro de nuestra convivencia.
Trump y la retahíla de líderes ultraderechistas que empiezan a ocupar los gobiernos occidentales serían la apuesta aceleracioncita de las élites económicas y tecnológicas. Se trata de una ofensiva total cuyos objetivos se sitúan en la separación total de la base social de futuras políticas estatales que, una vez libre de carga, puede centrarse solo y exclusivamente en el objetivo económico de corte crecentista a la vez que se marca un nuevo sentido común de época en torno a los intereses de los sectores privilegiados.
Atadas de pies y manos por sus contradicciones, las democracias liberales han acabado por hilar crisis tras crisis hasta conformar una atmósfera social de competición selvática y, por consiguiente, de grandes cantidades de miedo colectivo. Los tecnoligarcas y los políticos aunados a las élites económicas se han valido de este miedo para embarrar el debate público.
El ejemplo de Trump es paradigmático. Las grandes empresas tecnológicas fueron determinantes en el triunfo electoral del magnate y, por ello, acompañaron su coronación como líder del mundo libre el pasado 20 de enero. Los tecnoligarcas de Silicon Valley se han encontrado con una enorme ventana de oportunidad para redefinir las reglas del juego y deliberación democrática. Con el progresivo aumento de la presencia y dependencia de sus empresas en diferentes ámbitos económicos y sociales han conseguido expandir sus ideas e influencia: a través de un poder monopolístico y nuclear de las economías han conseguido moldear la realidad sociopolítica y la visión del mundo en millones de usuarios.
Las plataformas digitales construyen una visión del mundo y, sin lugar a dudas, acaban por moldear la ideología de sus usuarios. Mientras esto ocurre, la democracia empieza ya a resultar secundaria para grandes capas de población, sobre todo, para las nuevas generaciones. La lógica mercantil y empresarial de ganadores y perdedores captura nuestra cotidianeidad y el odio, fruto de la narrativa ultracompetitiva y de consumo que inunda nuestros canales de comunicación digitales, se empieza a extender peligrosamente entre nuestros vecinos, en nuestros barrios y ciudades.
En este proceso de extinción de la democracia liberal, solo cabe esperar una escalada del conflicto: la toma total del poder por parte de las élites económicas sin resortes institucionales y sociales solo puede acabar produciendo un efecto devastador en millones de personas. El odio institucionalizado conduce inevitablemente a un baño de sangre. Lo sabemos. Lo hemos visto en el pasado. Como si de un proceso cíclico se tratara, nos encaminamos a repetir lo más oscuro de nuestra historia reciente, solo que esta vez, aquellos que detentan el poder son más poderosos que nunca y el apartheid climático se posiciona en el horizonte como un siguiente paso sobre el que ahondar en la distopía proyectada sobre nuestro futuro.
Entonces, ¿qué hacemos? Como bien apunta la experta en nuevas tecnologías y ciberseguridad Marta Peirano, resultaría necesaria una infraestructura pública, comunitaria y abierta antes de que la oligarquía tecnológica de Estados Unidos avance aún más en sus mecanismos de control. No nos hace falta medir las constantes de la democracia liberal para certificar su defunción.
Como hemos visto, su extinción estaba ya prevista en su origen, por lo que sería recomendable asumirlo y desviarnos de una vez por todas del mismo camino que nos lleva al precipicio. Para conseguirlo, sólo hay una manera que es la misma que funcionó en el pasado y que no es otra que la de movilizar una alternativa política y económica que recupere la fuerza social, es decir, que vuelva a subyugar las fuerzas del mercado y las élites económicas a los principios igualitaristas de equidad, justicia social y búsqueda del bien común. Resulta urgente un movimiento político que proponga una democracia social que nos una y trascienda la violencia y todos aquellos mecanismos de explotación que impone el capitalismo tecnoligarca. Solamente esto.