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Los grandes hombres

"No se trata de aquello de que cualquier tiempo pasado fue mejor, sino que antes, aparte de estos depredadores de lo digno, también había otros", escribe el autor

He fracasado -Dije.
¡Nuestra época ha fracasado! -respondió ella.
También la época, pero sería muy sencillo consolarme con eso.
Ernest Fischer

Hace unos años compartía piso con un amigo, además de amistad. Fue una de esas afortunadas épocas en las que la vida te sitúa al lado de personas lo suficientemente divertidas para no tomarse en serio a sí mismas y lo certeramente sensatas para lanzar cabos cuando el naufragio amenaza. Además tenía una buena colección de discos.

No voy a negar que recuerdo aquellos días con cierta bruma -resultado de nuestra afición a las madrugadas- pero no se me escapa uno de esos detalles que hacen de lo inesperado virtud: mi amigo era aficionado a leer la prensa del corazón. Sí, ya saben, esas revistas en las que no tiene cabida el advenedizo televisivo, el lumpen al que los focos de la popularidad sólo iluminan mientras dura el escándalo. Tan sólo bodas entre marqueses, bautizos de princesas y, eventualmente, el sepelio de una gran actriz. Entre mi compañero de piso y aquellas revistas la relación no era de admiración, como se supondría en la mayoría de lectores, sino de fascinación ante el absurdo de un mundo tan anacrónico, hermético y alejado de nuestra realidad. Lo sé, entre otras cosas, porque las dejaba en el baño.

Me he acordado de él a propósito del cumpleaños de Vargas Llosa. No ha sido una cuestión onomástica, sino que, como sabrán, desde que el nobel peruano ha entablado relación con Isabel Preysler no para de protagonizar portadas en la prensa del corazón. Leyendo un artículo sobre el evento -no se recordaba en Madrid tal reunión de personalidades, han dicho en la tele- me he enterado que el antes escritor y ahora celebridad, además de rodearse para soplar las velas de lo más selecto de la reacción internacional, ha tenido también una celebración privada en casa de Isabel, donde aparte de su pareja subió el servicio a entonar el cumpleaños feliz. No hay nada como compartir los momentos de gozo con los criados, aunque sea un rato.

He pensado en otro nobel, también escritor en español, al que el premio le sentó bastante mal, y pasó de fanfarrón con motivos -obra, singularidad y permanencia- a anciano tambaleante adosado a una señora que parecía recién salida del anuncio de un club de campo. Sin embargo no creo que la culpa sea de los premios, aunque el reconocimiento puede ser una mala dieta para el ego; tampoco de edad, ya que se supone que lo que se pierde en agilidad se gana en lucidez; ni por asomo de las señoras, puesto que el mal gusto para andar jugando a hacer el imbécil cuando no toca es libre, como el mercado.

Además, esto ya no es sólo cosa de escritores. Eso que se dio en llamar los grandes hombres -para las mujeres debe ser que no había sitio- atraviesa, más que una época de escasez o incertidumbre, un momento de putrefacción. A lo mejor suena excesivo, pero miren a América y cómo por sus anchos territorios se pasea Donald Trump, que es a lo presidenciable lo que la comida rápida a la gastronomía, un plato insano y hasta peligroso. Aunque quizá, como leí por ahí, tan sólo se trate de que nos ponen a uno pésimo para que lo malo nos parezca mejor, lo de Trump es síntoma, y no pasajero.

El síntoma nos remite a una enfermedad, la de que el espacio de la cultura, la política o el debate público se ve, ya no acosado, sino ocupado en su casi totalidad por individuos de una mezquindad insólita. No hablo de que no esté de acuerdo con ellos en todas o alguna de sus opiniones, sino que la forma de conducirse, de haber llegado a donde están, es puramente mezquina, esto es, y según el diccionario, cometer acciones que perjudican a los demás y comportarse de manera despreciable y ruin. Hablo del modus operandi de pisar al de abajo para medrar, de la actitud de vasallaje o despotismo dependiendo del poder o debilidad del que tienen en frente, de la cualidad del egoísmo como máxima.

No se trata de aquello de que cualquier tiempo pasado fue mejor, sino que antes, aparte de estos depredadores de lo digno, también había otros. Esos otros, y otras, con la habilidad de pisarle los callos al poder, con la decencia de darle orgullosos la espalda al dinero, con la generosidad de ponerse los últimos a la hora de los agradecimientos. Y a los cuales no había que buscar en recónditos círculos, sino que aparecían en los medios, tenían sus tribunas, ocupaban un espacio en público.

Si todo síntoma lleva a una enfermedad toda enfermedad tiene una causa. Y la de esta no es más que la creciente unidimensionalidad de nuestra sociedad, su carácter cada vez más cerrado, su elitista vulgaridad de casino. Los grandes hombres y mujeres no son más que la representación de la vitalidad de un sistema, de la capacidad de crear las oportunidades y condiciones para que su genio y su peculiaridad se manifieste. Y hoy sigue habiendo genio, pero no condiciones ni espacios. En su decadencia nuestro capitalismo no necesita ni puede fingir ya pluralidad. Le basta con el servicio, con el triste y lacónico aplauso del criado hacia el señor.

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