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Mujeres que estaban detrás pero iban por delante
Ilse Kulcsar, Gerda Taro y Tina Modotti dieron un paso al frente, pero como muchas otras quedaron olvidadas en la retaguardia de los libros de historia. Ninguna tenía nombre de guerra.
Hubo un verano en el que el ruido de las bombas se escuchaba a miles de kilómetros. Hubo también mujeres que imitaron a Penélope, no en la espera, sino en su modo de tejer y destejer, empeñadas en reinventar la realidad aunque oliera a pólvora. Ilse, Gerda y Tina, igual que otras, dieron un paso al frente. Las tres, igual que otras, quedaron sin embargo olvidadas en la retaguardia de los libros de historia. Ninguna tenía nombre de guerra.
Ilse Kulcsar se sentía enjaulada en Brno. A los barrotes de su clandestinidad se añadían los de un matrimonio cada vez más alejado de sus ideales. El exilio pesaba y la losa se hacía insoportable cuando, lejos de la acción que había desempeñado organizando la resistencia, su militancia se reducía a discusiones intelectuales mientras Hitler empezaba a merendarse Europa. La oportunidad que buscaba para pasar de la discusión apaciguadora y justificadora del fascismo a su combate fue la Guerra Civil. Las noticias que llegaban de España eran un empujón para abandonar Checoslovaquia y volver a ser el ‘barril de pólvora’ que veía su padre al describirla.
En otoño del 36 Madrid se iba quedando vacío de cargos del gobierno mientras se llenaba de corresponsales. Ilse Kulcsar era una de ellas. Se presentó en la capital casi al mismo tiempo que los primeros brigadistas. Ellos han ocupado páginas y páginas sobre la contienda. El nombre de la austriaca apenas se menciona. Se recuerda el de Arturo Barea, que en esa etapa dirigía la oficina de la prensa en Madrid. Cuando ella se presentó ante él, el madrileño no tenía muy claro de qué le serviría esta mujer poco atractiva, nada elegante, que no trabajaba para ningún medio y ni siquiera contaba con una embajada que la respaldase. Sí poseía, a cambio, ocho idiomas, experiencia militante y argumentos suficientes para cambiar el funcionamiento de la censura republicana. Convencida de que su labor era facilitar el trabajo de los periodistas, comenzó a organizar recorridos donde los corresponsales pudieran ver con sus propios ojos los estragos de las bombas. Se convirtió pronto en la compañera de Barea y entre los dos hicieron posible el apoyo a la resistencia desde el extranjero. Si algo le había enseñado Kulcsar a Barea era que también se podía hacer propaganda con el polvo de las ruinas. El amor lo aprendieron después. Entre revisiones de textos y ruido de aviones. Entre Madrid y Valencia.
No era la única pareja que permanecía separada. Robert Capa había regresado a Madrid en pleno otoño. Un par de meses más tarde, en enero de 1937, Valencia había triplicado su población con la llegada de los refugiados y de funcionarios huidos de Madrid. La ciudad de los naranjos era ahora la capital y Gerda Taro decidió permanecer allí. Fue ella quien había inventado la identidad profesional de Capa, pero esa marca se atribuía sólo a su socio, que era también su amante. En su nombre nadie se fijaba. Era él quien estaba en primera línea del frente. Era ella quien, tras haber fotografiado rostros de niños, necesitaba guerra. Y una cámara nueva.
La Leica llegó en febrero, como regalo de Capa, junto con una nueva firma para sus fotos: “Reportaje Capa y Taro”. A partir de ahí, un nuevo contrato con la revista Ce Soir y otra vez la distancia. Capa en París y Taro en España, con ansias de pisar el frente, de fotografiar los ataques cuando ocurrían y no sólo los despojos que quedaban después. Gerda quería su propia firma como fotógrafa de guerra. Por eso viajó buscando acción y la encontró en Guadalajara, en la primera victoria del gobierno tras ocho meses de contienda. Siguió moviéndose por la Península, trabajando de manera independiente, acercándose más y más a las zonas de conflicto, creyendo en las posibilidades de la fotografía para mostrar la vida en la batalla hasta perderla en una, la de Brunete, meses más tarde.
La ventaja de ser libre es que no sólo se juega con las fotos, sino con la vida, aunque sea por la fuerza. Gerda Taro estaba acostumbrada a reinventarse desde su juventud, cuando tuvo que refugiarse en París con una amiga huyendo del nazismo. Sólo tenía 23 años. Con algunos menos, Tina Modotti emigró desde Italia a San Francisco. Las dos se agarraron a la fotografía en una época en la que vanguardia no era sólo un término bélico. Tina despuntó en Méjico, donde llegó como modelo de Edward Weston. Pasó muy pronto a ser su ayudante y a enamorarse no sólo de él, sino de los colores del país. Pura vida. Como ella. Por eso no se detuvo cuando el estadounidense decidió regresar con su mujer y sus hijos. Mientras retrataba la realidad, apostó por vivirla. Sensible al momento, decidió implicarse en él. Empezó a militar en el Partido Comunista, formando parte del Socorro Rojo y colaborando en la revista del partido con reportajes fotográficos del país. Pronto encontró su lugar en la revolución cultural y política mejicana, sintiendo en ellas esa patria perdida que falta a los exiliados y se llena con amigos. Pronto, también, se acabó ese encuadre paradisiaco: su último amante, el comunista cubano Julio Antonio Mella, fue asesinado y ella acusada de un crimen pasional que nunca se resolvió, pese a que muchos insisten en que fue obra del propio partido, obsesionado en borrar del mapa cualquier marca de trostkismo.
Al dolor de la muerte se sumó el de la calumnia y, un año más tarde, toda una campaña gubernamental contra el comunismo y los extranjeros. Como a Penélope, a la Modotti le tocó volver a destejer, desandar el camino y empezar de nuevo. Con los planes torcidos al no poder regresar a Estados Unidos por no retractarse de sus ideas, terminó en Europa. No corrían en Berlín tiempos mejores y allí, entre persecuciones a los comunistas, disparó sus últimas fotografías. Hay quien dice que también fueron alemanas sus últimas sonrisas. Cuando su huida finalizó en la Unión Soviética, no quedaba ya apenas rastro de su alegría. Siguió, igual que en Méjico, trabajando para el Socorro Rojo, aunque no con el convencimiento de los primeros años. En la URSS habían comenzado las purgas. Por eso también para ella la Guerra Civil fue una salida ante la desidia y el miedo burocráticos.
Llegó a España en 1936, enviada por un partido del que cada vez tenía más dudas. Mientras trabajaba en el Hospital Obrero, asistía desencantada al transcurso de la batalla contra el fascismo y a las desapariciones y asesinatos de quienes disentían de las consignas soviéticas. Para Moscú, la suerte de la guerra ya estaba echada. Para Tina Modotti también. La italiana contemplaba con creciente indiferencia la muerte. Los muertos. “Odio la guerra”, la escucharon decir mirando los escombros, “y, sin embargo, querría ver otra”. Por querer verla de cerca murió Gerda Taro, aplastada bajo las orugas de un carro de combate en 1937. Por resistir hasta el final, en medio de acusaciones infundadas y purgas internas, Ilse Kulcsar tuvo que huir de Madrid, abandonar la Oficina de Prensa y exiliarse en Inglaterra con Arturo Barea. Tina Modotti, con pasaporte falso, regresaría a México con el fin de encontrar asilo para las treinta mil personas que vivirían allí su exilio. Su vida, desde hacía una década, ya lo era.
Hubo una vez una oportunidad y mujeres valientes que la hicieron suya. Militantes de la vida, se movieron entre el amor y el compromiso. No salían en las fotos, aunque las encuadraban. Trabajaron como profesionales en ámbitos casi restringidos a los hombres. En una época en la que era prácticamente imposible no tomar partido, apostaron por el feminismo aunque no lo supieran. “Hay dos clases de mujeres y tú perteneces a la otra”, le dijo un día su padre a Martha Gellhorn, que cubrió la guerra en España en el mismo periodo. Ellas fueron de la otra. Siguen siendo de las nuestras.