Sociedad
“Nuestros enemigos son el cinismo y la impotencia”
La filósofa Marina Garcés alerta de que "el mundo actual se acerca peligrosamente a ser invivible". "Nuestro desafío, hoy, es construir formas de vida basadas en la cooperación, la reciprocidad y el compromiso", señala
«Estos días nos buscan por todas partes a los cuatro que nos dedicamos a esto. Nos faltan cabezas, manos y cuerpos. O empieza a haber más gente que se dedique a la Filosofía o no daremos abasto», bromea al teléfono Marina Garcés (Barcelona, 1973), y hace un llamamiento a la matriculación masiva en las facultades de Filosofía que resulta sorprendente en los tiempos del Plan Bolonia. Se disculpa por no haber visto antes los correos electrónicos pidiéndole una entrevista y contesta las preguntas –y alguna repregunta– por escrito después de una larga jornada dedicada a la experimentación teatral. Garcés participa en el proyecto escénico Praxis, de Ernesto Collado, que tiene como trasfondo algunas ideas de su anterior libro, Un mundo común (Edicions Bellaterra).
El libro Filosofía inacabada (Galaxia Gutenberg), que acaba de publicar, ha agotado rápidamente la primera edición. ¿A qué atribuye la buena acogida?
Creo que ha llegado en un buen momento, en el que la filosofía despierta con necesidades nuevas, que desbordan los marcos académicos, y es capaz de proporcionar herramientas para aprender a mirar el mundo de otro modo, algo que necesitamos con urgencia. Mi libro aporta la posibilidad de rebelarnos contra las narraciones del final de la historia –también de la historia de la Filosofía– y atravesar la crisis sin autoengaños ni falsas esperanzas. Estamos en un mundo que se agota. Por ello, necesitamos de la potencia de inacabamiento que tiene el pensamiento. Es decir, abrir otras posibilidades de vida. El mundo actual se acerca peligrosamente a ser invivible. Nuestro desafío, hoy, es construir formas de vida basadas en la cooperación, la reciprocidad y el compromiso.
¿Quién potencia las narraciones del final de la historia?
Esas narraciones fueron promocionadas por aquellas ideologías que querían neutralizar los deseos de transformación revolucionaria en un horizonte caracterizado por el triunfo del capitalismo global. El relato de la globalización, muy publicitado en los años noventa, venía a decirnos que ya habíamos alcanzado el horizonte último de la humanidad y que ya sólo cabía obtener y capitalizar sus beneficios. Junto a estas narraciones, otras más sombrías hicieron suyas, también, este fin de la historia. Son todas aquellas que nos sitúan, ya solamente, en un ruinoso después de todos los proyectos. En un post que pretende condenarnos a una existencia póstuma.
¿Qué relación mantienen hoy día la política y la ética? Como sociedad, parece que hemos aceptado que se incumplan programas electorales por sistema y que no haya que dimitir ni asumir responsabilidades morales por casos de corrupción.
La política y la ética, como ya sabían muy bien los griegos que inventaron estas palabras, se continúan: nuestros modos de vivir (ethos) determinan la manera como tomamos decisiones colectivas para la ciudad (polis). Pero la modernidad separó tajantemente la vida privada de la vida pública, el hombre privado del hombre público y, por tanto, la ética y la política. Tenemos que cuestionar radicalmente esta separación. No es una cuestión de coherencia, como se dice ahora. Es una cuestión de justicia. No podemos ser políticamente justos sin ser éticamente honestos.
En cuanto a la autodenominada «nueva política», ¿puede esperarse algo realmente diferente o es una simple novedad en términos de marketing?
Para mí, el lenguaje de la novedad viene impuesto por la lógica del mercado, que necesita renovar continuamente estilos, caras y generaciones. No tenemos que caer en su trampa. Esta lógica del mercado es la hija perversa de la ideología de la modernidad, que nació como la proclamación de un tiempo nuevo y que acabó identificando todo lo viejo como malo y todo lo nuevo como bueno. En ese momento fue necesario hacer un corte con la tradición. Hoy no necesitamos más y más novedad. Necesitamos reconquistar el sentido de nuestras palabras, de las palabras fuertes. Yo no quiero una política nueva, quiero una política justa, igualitaria, valiente, desafiante, cuidadosa, autónoma, libre, etc. ¡Cuánta riqueza de vocabulario, de ideas y de posiciones se pierde bajo la doctrina de la novedad!
A menudo, conjugar valores y modo de vida parece misión imposible. ¿Cómo gestionamos nuestras incoherencias personales?
El valor de la coherencia tiene, hoy, un problema de escala: vivimos con la vida estallada en múltiples dimensiones que no coinciden ni encajan entre sí. Hace no muy pocas décadas, ser coherente era más fácil, porque la vida transcurría en unos marcos políticos, nacionales, familiares, culturales y personales muy estrechos y definidos. Hoy ya no es así. Cada acción individual tiene a la vez una dimensión planetaria inconmensurable y unas implicaciones colectivas a muchos niveles distintos. Hay que aprender a tejer nuevas relaciones entre todas estas dimensiones, de forma que la acción buena, justa o correcta las comunique de alguna manera. Con ello conseguiremos conjurar los dos peligros de nuestra situación contemporánea: el cinismo y la impotencia. La impotencia es la consecuencia de no conseguir conciliar los efectos de los distintos planos en los que nos movemos. Percibimos, entonces, que nada tiene el resultado deseado. El cinismo es la otra cara de lo mismo: puesto que nada resulta ser lo que desearíamos, opto por sacar de ello el mayor beneficio personal. Nuestro enemigo no tiene que ser la incoherencia, sino la impotencia y el cinismo.
¿Están las mujeres más expuestas a las incoherencias del sistema? En teoría, las leyes aseguran su igualdad, pero la práctica es muy distinta y siguen siendo discriminadas por su sexo. ¿Cómo se resuelve ese conflicto?
Este desencaje entre la igualdad legal y la desigualdad social, cultural, corporal, económica, etcétera, no es una incoherencia, es una injusticia. Por lo tanto, es algo frente a lo que seguir luchando, con esquemas que necesariamente tienen que ir cambiando. No es lo mismo reivindicar el voto y el acceso a un mundo laboral estable, como en los siglos XIX y XX, que pensarnos iguales y libres en una formalmente igualitaria pero sociedad precarizada. Junto a la igualdad, tenemos que pensar y poner en práctica la reciprocidad, que es concreta y diversa. Compromete radicalmente nuestras prácticas y nuestras formas de vida, entre mujeres, entre mujeres y hombres, entre adultos y niños, entre jóvenes y mayores. ¿Cómo sostener nuestros compromisos diversos y necesariamente diferenciados, de manera igualitaria y recíproca en una sociedad que no estabiliza la vida, sino que la violenta y la precariza cada vez más? En esta pregunta está, para mí, todo nuestro dolor pero también toda nuestra lucha.
¿Cómo podemos mejorar colectivamente? ¿De qué modo se puede pensar, y sobre todo crear, «un mundo común»?
A la vez que nos maltratamos y nos destruimos socialmente, creo que cada día estamos haciendo, creando y compartiendo aquello que nos hace mejores. Más que preguntarnos «¿qué debemos hacer?», tenemos que preguntarnos «¿qué estamos haciendo?», e ir más allá. No creo en los proyectos de futuro ni en las narraciones que prometen esperanza. Creo más en la confianza que se dice, se hace y se da en presente. Confiar es apostar y aprender a relacionarnos con lo que no sabemos de los demás, con lo que no sabemos si acabará bien o mal. Sólo así nuestro hacer será un estar haciendo y nuestros deseos se convertirán en desafíos vivibles.
Muy interesantes reflexiones que debemos poner en practica.