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Antes loco que sencillo (o vendedor de aspiradoras)

"Albert Rivera es un mago, un ilusionista, el vendedor de aspiradoras de los años 50, el comerciante de crecepelo, el traficante de ilusiones", asegura el autor

Albert Rivera, en una foto de archivo. Ciudadanos

Decía Marc Twain que un banquero es un señor que nos presta un paraguas cuando hace sol y nos lo exige cuando empieza a llover. Albert Rivera es banquero, de los que jamás conoció por dentro una oficina del INEM, de los que tiene plan de pensiones privado: fue maravilloso escucharle decir esto con la boca pequeña y a regañadientes, sabe que es algo que le distancia del pueblo. No podemos probar si fue de esos que engañó a preferentistas y les hizo firmar abusivas cláusulas que hacían desaparecer los ahorros de toda una vida pero, sinceramente, tampoco nos lo imaginamos desobedeciendo una orden directa de un superior sin escrúpulos. Rivera es de los que saltan cuando el patrón dice salta y de los que muerden cuando el patrón dice que mordamos.

Albert Rivera es un mago, un ilusionista, es el vendedor de aspiradoras a domicilio de los años 50, el comerciante de crecepelo, el traficante de ilusiones. Personifica el paradigma del sueño americano y del hombre hecho a sí mismo que está encantando de haberse conocido: el último soldado de Occidente que nos librará del oscurantismo bolivariano, la última frontera entre el orden constitucional y la barbarie de esas hordas de desarrapados que claman justicia y arden en deseo de venganza. El cambio sensato, el hombre tranquilo que ama su trabajo, el que te vende un saco de arena en pleno desierto y como Dios, es omnipresente y quiere estar en todas partes:

Él dice estar en contra del maltrato animal, pero también está en los toros. Dice estar contra el Franquismo y por la memoria de las víctimas, pero luego está también con los que se abstienen de condenar la dictadura. Dice estar con el trabajador y las clases medias, pero se mueve como pez en el agua entre las grandes empresas del IBEX 35 (de hecho no duda en poner la mano para que le financien la campaña electoral). Dice estar con las víctimas de la violencia machista, pero quiere eliminar la protección a las mujeres y la discriminación positiva. Dice estar con el desahuciado, pero es un vendedor de preferentes a quién el Banco Popular le presta cuatro millones de euros para que ponga su cara en los edificios al más puro estilo Kim Jong-un. Rivera es moderado, bien vestido, bien parecido, es el yerno ideal con el que sueña el presidente de Iberdrola. El emprendedor que anuncia libros de autoayuda que ofrecen soluciones individuales a problemas que son colectivos. Sonríe o muere. Sé positivo, esfuérzate. Rivera es el coach, el trabajador pelota que nunca hace huelga y se preocupa más por los jefes que por sus compañeros. Rivera es gente de orden. El nuevo rico progresista en lo moral, de esos que saludan cortésmente a la pareja de vecinos gays y compra muebles en Ikea, pero profundamente conservador en lo económico: no me importa con quién te acuestes pero no me hagas huelga porque un país sale adelante a base de trabajo duro y de apretarse el cinturón. Y de cumplir con la Troika. Es el niño repelente y repeinado que siempre se chivaba al profesor cuando el rebelde de turno pintaba un enorme pene en la pizarra. El lugarteniente, el ojito derecho del abusón de clase. Siempre con los poderosos: el eterno capataz.

Pero hay más. Luego está Inés Arrimadas.

Inés Arrimadas es la chica aplicada, la española de bien, el anuncio de cosméticos que nos promete la juventud eterna a base de cremas y potingues caros: el burka occidental y a su vez el sueño de una noche de verano de cualquier encofrador. Arrimadas es la pija que llegaba a la facultad en un flamante Golf GTI mientras tú tenías que buscar monedas por casa para poder pillar el metro. Era la que todos los días comía en cafetería, la que siempre acudía a las fiestas más exclusivas, la que parecía sacada directamente de los años noventa -de Sensación de vivir más concretamente- y miraba con desprecio tu camiseta de Nirvana y tu pelo decolorado (algún día subiré esas fotos) mientras forraba su carpeta con fotos de Take That y New Kids on the Block. La chica popular que nunca pedía prestado un euro para tomar un café; esa chica a la que nunca le hubieras pedido un euro para fotocopias. La que cuando terminaba la carrera se hacía un master de 8.000 euros mientras tú conocías los tenebrosos pasillos de la empresa privada o la explotación descarnada entre hamburguesas de plástico, patatas de plástico y sueldo y nóminas de cartón piedra.

Sabemos quiénes son, son la derecha pop, los conservadores cool, los reaccionarios de toda la vida que abandonaron la misa diaria y el aguilucho por el Festival de Benicàssim y una canción de Russian Red. ¿Por qué cuando Iglesias va a El Hormiguero Pablo Motos se transforma en un periodista incisivo que lo cuestiona todo y en cambio cuando acude Rivera se le pone una alfombra roja y se le ríen todas las gracias? Básicamente porque Pablo Motos gana cuatro millones de euros al año y se pone a defender sus intereses de clase con uñas y dientes. ¿Cómo se vive con 300.000 euros al mes? ¿Quién vive en el país de Alicia señor Motos? Me quito el sombrero ante la paciencia infinita de Pablo Iglesias. Cuando por tercera vez el señor Motos me hubiera preguntado con cara de loco «¿pero dónde pensáis sacar el dinero para tanta propuesta?» le hubiera respondido sin pestañear: de tu maldita y engordada cuenta corriente jodido bufón de los poderosos. Hubiera estado genial. Pero por eso yo hago rap y Pablo hace política. La cuestión es que a los millonarios como Pablo Motos no les gusta pagar impuestos y por eso se ponen de los nervios cuando les recordamos que ya está bien de que la carga fiscal de este país recaiga sobre los trabajadores y no sobre las grandes empresas y millonarios.

Estoy harto de la gente moderada, de la gente sensata, de todos esos obtusos que perdieron la capacidad de soñar, de los agoreros. Dicen que la esperanza es un buen desayuno pero una mala cena. ¿Sabéis quién lo dice? Los mismos que cenan siempre en restaurantes de cinco tenedores. Yo creo que hacen falta locos. Y locas. La cordura es sumamente aburrida, previsible y sabemos a dónde conduce: paro, recortes, precariedad…

Soñemos. Seamos locas. Seamos Quijotes

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