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Campo de batalla
"Si ustedes también estuvieron allí, en aquella batalla que no eligieron ni empezar, no dejen que nadie les diga que todo aquello nunca ocurrió", afirma el autor
Pronto llegará la Navidad. Celebren o no estas fiestas es bastante probable que ya se hayan dado cuenta. Además del natalicio cristiano, este par de semanas de final de año son el triunfo de la comodidad de lo esperable. Una repetición de niños con uniformes planchados sacando bolitas de un bombo mientras que canturrean a ritmo; suculentas cenas con la familia, que es esa gente que se sienta a tu lado en Nochebuena y con la que compartes genética y langostinos. Y luego las uvas, los Reyes y la iluminación callejera, donde los concejales de parques, fuentes y jardines echan el resto. El caso es que todo se repite tan anual como insaciablemente. Cómo negarse, en un mundo tan cambiante, a participar de algo tan permanente.
Este año, además, las navidades vienen con un añadido. Si han sido observadores, entre anuncios de colonias, habrán visto eso llamado campaña electoral. Sí, unas elecciones generales donde, en un alarde de heterodoxia poco propia de nuestra tradición, tendremos presidente antes que niño en la cuna. No sé si por la cercanía de ambas fechas señaladas, o quizá porque los procesos electorales y la navidad se basan en la repetición de cierta liturgia, esta campaña está transcurriendo con la mesura propia de un país nórdico o, sin exagerar, al menos con la normalidad de un país donde, tras atravesar ciertas dificultades, todo vuelve a ir más o menos como debiera.
Ciertas dificultades. Miren, aquí es el momento, en el que el personaje sentado a una mesa, tras declamar el par de párrafos anteriores, cuando todo parece que va a quedar en el humor blanco de una cálida velada, se levanta como una exhalación y de imprevisto, con la mayor furia que se puedan imaginar, vuelca la mesa con un estrépito de terremoto sobre los comensales, los camareros y hasta los peces del restaurante que nadan impávidos en su acuario.
No, por favor, paremos un momento, se lo ruego. Este país, en esta última legislatura, no ha atravesado dificultades, no ha tenido que hacer frente a algunos ajustes o corregir algunos problemas. No. Este país ha sufrido una calamidad incomparable, ha soportado una ruindad escandalosa y se ha visto presa de un chantaje miserable. Y cuando hablo de este país hablo de la gente de este país, fundamentalmente además de su clase trabajadora, que ha visto derrumbarse lo poco conseguido con mucho esfuerzo en décadas en tan sólo unos años.
Parece, viendo la cordialidad con la que hoy se desarrolla todo, que nada de lo que vivimos tuvo lugar. Que mientras que nuestro día a día avanza, los que desencadenaron la rotura de la presa, andan guiñándose el ojo y murmurando entre dientes algo así como: “mira, yo creo que ya se les ha olvidado”. Y por ahí, por la trituradora que transforma lo sucedido en la nada, es por donde, pase lo que pase el domingo, nos tendríamos que negar a pasar.
Yo estuve allí, igual que vosotras, cuando vivir nuestra vida se transformó en un campo de batalla.
Recuerdo cómo quedarte sin trabajo pasó de ser de una mala noticia sorprendente a un hecho tan habitual que ni los que te rodeaban se molestaban ya en aparentar asombro. Cómo era normal enterarte, cada semana, que amigos, familia o vecinos habían dejado de hacer lo que llevaban haciendo mucho tiempo para pasar a ese limbo donde el futuro es tan sólo un concepto de ciencia ficción. A unos les tocaba a ellos solos, gota a gota, a otros en un ERE, el eufemismo en cómodas siglas para encubrir la sustitución de plantillas enteras con derechos por contratos con flojera existencial. No me tomen el pelo, algo pasaba cuando la gente aprendió hasta terminología de legislación laboral. Algo pasaba cuando las cifras del desempleo eran un parte de guerra.
Otra cosa que aprendimos en esta legislatura fue a escribir correctamente desahucio. A ordenar las letras de esa palabra que ha dejado sin casa a miles de personas. Yo me acuerdo de familias en la calle, rodeados de sus enseres, niños en brazos, como flotando a la deriva tras un naufragio. Les aseguro que no me lo invento. Y me acuerdo, sobre todo, porque la gente se empezó a organizar para pararlos, saltándose la ley, sí, comprendiendo que cuando lo legal es injusto es lícito desobedecerlo. Y me acuerdo de que muchos, desesperados, fueron empujados al suicidio. Aquí hubo muertos. Aquí no cabe ninguna broma.
Me acuerdo de los niños a los que incluso se les negaba el comedor escolar, de leer informes sobre la desnutrición infantil en España y que no estuviéramos hablando de la posguerra. De cómo los albergues estaban superados, de cómo las familias engañaban a los críos para hacer pasar la visita al comedor social por una a un restaurante. Yo vi crecer semana a semana el grupo de personas que esperaban la bolsa de comida a las puertas de la iglesia de mi barrio.
Y os vi en la calle, rodeando el congreso, en las huelgas generales, en las marchas de la dignidad. Hubo un momento que había tantas manifestaciones que era difícil no encontrarte con una, no ya el fin de semana, no ya en la cita anunciada, sino de repente, con una que se había montado en media hora canalizando la enésima indignación con el enésimo caso de pillaje destapado. Vi a los profesores, vi a los médicos, vi a los funcionarios, vi a los barrenderos, creo, incluso, que estuvo a punto de haber una marea de bedeles. Si citara las empresas en conflicto no acabaría nunca. Vi a los barrios diciendo basta, parando los pies a sus ladrones locales, haciendo de sus bloques feos una seña de identidad común. Vi a los de las preferentes, señoras de setenta atizando a los banqueros. Vi a los mineros, que guardaron nuestra dignidad bajo tierra y la hicieron brotar cuando más falta hacía.
Y vi las hostias, los palos, las detenciones, las cargas, las brechas, los pelotazos en el ojo, las agresiones gratuitas y arbitrarias. Los presos, los juicios, las multas. No apalearon inmisericordemente. Nos trataron como a ganado. Tampoco querréis que me acuerde.
Tampoco, al parecer, nadie robó nada. Nadie le dijo a nadie sé fuerte. Nadie viajó a Suiza. Hemos vivido un periodo donde el billete de 500 euros pasó de ser una unidad monetaria a una medida, ya aceptada internacionalmente, de ignominia.
Y saben, lo peor es que ya hablamos en pasado de todo ello. Hablamos como si todo lo dicho anteriormente, y mucho más, fuera un eco lejano, una leyenda apenas comprobable. Como si ya no hubiera corrupción, ni ley mordaza, ni recortes, ni conflictos laborales, ni escasez alimenticia, ni paro, ni varios millones de emigrantes repartidos por el mundo. Hacemos como si nadie se hubiera quedado atrás, desfondado, incapaz ya de alcanzar al grupo que se aleja.
El recuerdo, dicen, es la imaginación de la memoria. El domingo hagan lo que mejor les parezca. Pero si ustedes también estuvieron allí, en aquella batalla que no eligieron ni empezar, no dejen que nadie les diga que todo aquello nunca ocurrió, no dejen que nadie les diga que ha dejado de ocurrir. Si ustedes estuvieron en esa batalla, al menos, sepan acabarla dignamente.