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Los pasos perdidos
El autor escribe sobre la necesidad de seguir siendo, pese a todo, quienes somos, "como esa gente que sabe que el respeto nunca se gana rogando, sino mirando de frente"
Una pequeña sala de conciertos en Londres hace un par de años. Apenas un par de cientos de personas valen para llenar el local. Un tipo se sube al escenario y empieza a tocar una música que suena a conflicto, arrogancia y velocidad. Entre canción y canción se para y toma oxígeno de una botella, sin esconderse, admitiendo quién es, un viejo de casi setenta años que arrastra desde hace mucho un asma insistente y un par de toneladas de décadas a la deriva. Antes de terminar la actuación, delante de todos -el público, los secuaces que le quedan en la banda, algún turista despistado- cae fulminado al suelo y muere.
Por unos días los periódicos ingleses recuperan el nombre de Mick Farren para escribir sobre el suceso y completar un obituario lleno de palabras que suenan como dinamita: Deviants, underground press, UFO Club. En las fotos que acompañan a los artículos no aparece el hombre mayor que ha fallecido, sino un joven de rizos amazónicos, patillas excesivas y pantalón ajustado con tiralíneas. Y cara de pocos amigos.
Mick Farren fue todo aquello que alguien que aprecia la intensidad en la vida quiere ser: estrella del rock, revolucionario, escritor y periodista subterráneo. O quizá, realmente, no fue del todo ninguna de las categorías anteriores y sí ese reverso tenebroso de la estúpida imagen edulcorada de los sesenta que el recuerdo socialmente pautado nos ofrece. Si hoy les hablo de Farren es porque posiblemente pocos de los que leen la columna le conozcan y está bien, supongo, ir dejando hilos de los que tirar en momentos en los que el laberinto nos atrapa a diario. Pero sobre todo lo hago para conjurar una palabra, un concepto que llama a mi puerta insistentemente, tan molesto como un mormón dopado de sonrisas.
Al parecer se lleva lo de ser respetable, lo de aparentar normalidad y presumir de decencia. Y se lleva así, sin previo aviso. Un día estás dando voces en una plaza y al día siguiente andas en el Salón de los Pasos Perdidos del Congreso dando las gracias por el 78 como uno de esos alumnos, que tras un par de travesuras, se vuelven aplicados antes de los exámenes de fin de curso.
Todo el mundo quiere ser respetable. Miren los franceses. Ya sé que decir en este país que simpatizas con el vecino no está bien visto. Pero es que a mí eso de andar dando velocidad histórica a golpe de guillotina siempre me ha puesto. Como Anna Karina, que aunque danesa, nos vale igual. Pues de repente les da por votar a una tía con pinta de ursulina rubia, una Juana de Arco posmoderna, una Ilsa de simpatías tan proto-nazis como el personaje de serie B. Y sí, ya sé, lo del miedo, la izquierda acomplejada y tal. Yo pensaba que en estos casos los franceses se ponían la boina de medio lado y la montaban, al Petain de turno o a las SS. Demasiado cine, quizás.
Y es que siempre he tenido un problema con esto de lo respetable. Sobre todo, porque como cambia tanto cada cierto tiempo quién lo es y quién no, me hago un lío. Me acuerdo que de chaval tenía un vecino que se empezó a peinar con gomina y a decir que él iba a estudiar dirección de empresas. Al parecer, al pobrecillo -imagínense la risa en el barrio por las pintas- le había impactado el aura de divinidad triunfante de Mario Conde, aquel banquero que recogía elogios, portadas y títulos de doctor honoris causa, pero que un día acabó en la cárcel. No sé si a mi vecino le afectó mucho aquello, lo que sospecho es que aunque el personaje desapareció de nuestras vidas su rollo se quedó entre nosotros. En estos últimos años, por lo visto, toda esa pléyade de empleados de banca, porteros, recepcionistas, secretarias y camareros de los barrios finos que tratan con la gente respetable no han ganado para disgustos. Un día el don salía del portal con el abrigo de cazador y cara de comerse el mundo y por la tarde volvía circunspecto y agitado, a ver cuánto dinero le daba tiempo a facturar camino a Suiza antes de que llegaran los de la Judicial a montar el número.
Lo de volverse respetable me está pasando hasta a mí. Con esto de escribir algunos días hasta fantaseo con poder malvivir de ello (no se rían tan alto, que uno tiene su corazoncito). El episodio febril siempre empieza imaginando a algún editor o a algún jefe de redacción de buen ojo proponiéndome un jugoso acuerdo de esos de celebrar con sidra barata, al estilo de los agraciados por el Gordo. Luego, en esa mezcla de pecado católico y realismo materialista, caigo en la cuenta de que soy ese bocazas que digo en público inconveniencias sobre quien se tercie, vista uniforme, sotana o traje de Gucci. Imaginen, un día hasta dije que a mí me gustaba Chávez, especialmente cuando cantaba. Y ahí se acaba todo.
Luego, reponiéndome de la fantasía y volviendo a las cosas cotidianas -no olvidar la comida del gato, recoger la cocina o imaginar, de nuevo, hacer deporte tras las navidades- me acuerdo de una conversación que tuve con el poeta de San Blas, en un bar de menú del día, gazpacho mediante:
– Tío, a ver si me voy a cortar el pelo, que tengo la entrevista ésta la semana que viene.
– Ni te molestes.
– Venga, no me jodas, si parezco Keith Moon en un día de resaca.
– No, si ya. Pero que no te molestes. No valdrá de nada.
– Mi peluquera es muy hábil, no te creas.
– El problema, Daniel, no es tu pelo, ni tu peluquera, ni lo que finjas ser. El problema es lo que eres, lo que somos. Se nos nota ya demasiado.
– ¿Tú crees?
– Pues claro, éstos lo saben de lejos. Casi nos detectan. Lo peor no es que te cortes el pelo, lo peor, es que después de darles el gusto de aparentar ser quien no eres, de fingir ser lo que ellos quieren que seas, te quedarás sin trabajo, además de sin pelo.
– Gracias por los ánimos.
– La verdad. Lo único que nos queda es seguir andando hacia delante, siendo quien somos.
Siendo quien somos. Como esa gente que sabe de lejos lo que es perder pero que no idealiza la derrota. Como esa gente que sabe que el respeto nunca se gana rogando, sino mirando de frente. Como esos que nunca les dieron el gusto de fingir que su convencionalidad fuera algo más que un acuerdo interesado, una norma arbitraria, un mal libreto para actores decadentes.
Como Mick Farren. Total, a lo peor nos moriremos haciendo lo que nos gusta.