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Cómo ser Albert Rivera

El Hormiguero, un programa que sólo en apariencia es insustancial, ligero y cómico, pero que recoge, como todo lo masivo, los prejuicios, taras y conservadurismos de nuestro momento y nos los entrega amplificados

Albert Rivera, en una foto de archivo - CIUDADANOS

“El hombre tiene que aprender a ser criatura de cercanías, pastor de lo inmediato”.
Francisco Umbral

El día que los helicópteros despegaron de su embajada en Saigón, Estados Unidos, despertó de un sueño. Como todos los amaneceres bruscos el suyo también estuvo lleno de sensaciones desagradables, esas que surgen en el violento choque con la realidad: desorientación, entumecimiento, pies sobre un suelo demasiado frío.

Parte de su cine, en aquella década, se empezó a despegar también de la ensoñación y dejó a un lado los mitos fundacionales sobre la sangre apache, la ostentación como anelgésico y lo acostumbrado como ley. Las películas empezaron a volverse oscuras, las estrellas se apagaron y los héroes cincelados en mármol pasaron a ser a hombres frágiles, apenas moldeados en barro.

De todos aquellos intérpretes, John Cazale representó como ninguno la debilidad, la duda y la traición. Si no le sitúan, Cazale, fue Fredo en El Padrino, el compinche de Al Pacino en Tarde de Perros o el amigo prescindible de De Niro en El Cazador. Su aspecto físico era el de un hombre tambaleante tras recibir una mala noticia, o quizá el de la sonrisa de un mal humorista ante un público demasiado exigente. Antes de que llegaran los ochenta con toda su carga de estruendo, mal gusto y hedonismo sudoroso, John Cazale, como anticipando todo eso, se murió. Creo que nadie le recuerda porque se parece demasiado a nosotros.

El cine, aunque no lo crean, ha tenido momentos en los que las actrices querían parecerse a la gente, y no al revés. Esos pasajes, siempre breves, surgen cuando el talento no está sujeto ni a las reglas de la costumbre ni a la tiranía del mercado. Entonces, el cine, es cuando recupera su papel de cronista y deja a un lado el de forjador, cuando prefiere colarse en los agujeros que dejan nuestros miedos, ansiedades y obsesiones a ocultarlos con fuegos de artificio, entonces es cuando la pantalla se vuelve un espejo certero que nos devuelve nuestra fealdad.

Hoy, la verdad, ya da un poco igual que el cine, o la literatura, quieran huir o quedarse. Enfangados en un lodazal de vídeos virales, sentencias ocurrentes y algoritmos narcisistas eso que se llamó celuloide tiene tan sólo periodicidad, no permanencia. Fingir que lo que diga un cineasta o un escritor tiene aún importancia equivale a otorgarle siquiera la palabra criterio a un youtuber.

De las viejas glorias mediáticas tan sólo sobrevive la televisión, quizá porque de algo había que alimentar a las redes sociales (la creatividad, aunque sea para dar forma al aburrimiento, es siempre peligrosa). La televisión se ha vuelto un equilibrio permanente entre la sublime angustia de la ficción por entregas y el generalismo zafio, que es, al final, lo que se ve fuera de Malasaña cenando.

No se confundan, que algo huela horriblemente mal no le resta seducción en el mundo televisivo. De hecho, aquellos que presumen de paladar fino para el análisis deberían estar tan atentos, al menos, a lo que dice Pablo Motos (esa suerte de leprechaun pelirrojo, saltarín y reaccionario) como a la lectura atenta de tal libro de Baudrillard (cuando no a la última bravata de Houellebecq, antes escritor, hoy estado gaseoso de la materia). Se conoce más de una época por sus vertederos que por sus museos.

Y El Hormiguero es nuestro vertedero, un detrito muy bien pensado para el disfrute, como decían carteles hoy amarilleados, de grandes y chicos. Un programa que sólo en apariencia es insustancial, ligero y cómico, pero que recoge, como todo lo masivo, los prejuicios, taras y conservadurismos de nuestro momento y nos los entrega amplificados dentro de un papel de regalo. No es el único ni el último programa donde lo puramente ideológico se esconde en un par de muñecos de trapo.

El interés en que un sacerdote de la convencionalidad como Motos entrevistara a Rivera (Albert, no Primo, El Hormiguero no es Cuarto Milenio) no radicó en el hecho, esperable por otra parte, de que las preguntas fueran más un masaje que un interrogatorio, sino en la armonía que desprendió la pantalla, convertida en una especie de amago renacentista por momentos. Una armonía en cuanto a lo sensato, lo normal, lo intercambiable, lo sano. Todo estaba como tenía que estar, sin estridencias ni conflictos, sin pobres ni despidos, sin corruptos ni juicios, sin ahogados ni guerra. Tan sólo sonrisas y cordialidad.

Porque el espectador lo que quiere realmente no es a Rivera de presidente, el espectador lo que quiere es ser como él, sentirse parte de ese mundo de aceptación, placidez y triunfo. Porque el espectador no se atreve a mirar a Cazale a los ojos. Porque el espectador lo que quiere es olvidar que una vez los helicópteros despegaron de Saigón y volver de nuevo a dormir.

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