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“Las infecciones matan a más gente que el cáncer o las enfermedades cardiovasculares”
Entrevista a Domingo Gargallo quien apuesta por investigar nuevos antibióticos en contra de la opinión de la industria farmacéutica quien no pone en circulación un fármaco de este tipo desde 1987
Desde que Alexander Fleming descubrió el primer antibiótico en 1928, estos fármacos se han convertido en la base de la medicina moderna. Sin ellos podríamos morir por un simple rasguño que se infectara. Son el único arma de que disponemos para enfrentarnos a las bacterias y resultan esenciales para realizar cualquier operación quirúrgica, aumentar la supervivencia de los bebés prematuros y de los pacientes con cáncer.
Y sin embargo, estas medicinas, las más eficaces que existen, están llegando a su fin. Las hemos usado de forma tan extensiva e innecesaria que las bacterias han aprendido y han logrado volverse resistentes. Por si fuera poco, desde 1987 no ha salido al mercado ningún nuevo tipo de antibiótico. ¿La razón? La dificultad que entraña hallar una sustancia nueva que consiga combatir a estos microorganismos y, sobre todo, lo poco atractivos que resultan estos medicamentos desde un punto de vista empresarial: entre ocho y diez años de desarrollo y un par de miles de millones de euros invertidos para que los pacientes apenas los usen unos días y su precio esté limitado por los Estados. Mal negocio.
De ahí que ante este escenario que la Organización Mundial de la Salud considera de alarma global, Domingo Gargallo (1958, Cornellà de Llobregat) casi parezca un poco quijotesco cuando explica que ha creado una empresa, ABAC Thepareutics, una spin out del Grupo Ferrer, cuyo objetivo es desarrollar nuevos antibióticos. Y para todo el planeta. Biólogo «fascinado por el mundo de los animales que no se ven», lleva casi cuatro décadas dedicado a la investigación de fármacos, a menudo para enfermedades como la malaria, poco rentables para muchos laboratorios. «La ciencia debe ser socialmente responsable», afirma convencido.
¿De dónde procede su interés en enfermedades como la malaria?
Cuando acabé el doctorado, conocí por casualidad a una persona que me ofreció trabajar en el Departamento de Defensa americano, en Washington. Allí debía buscar vacunas contra la malaria y otras enfermedades tropicales. Hay que pensar que la mayoría de las bajas que tiene el Ejército de EE UU no son por guerras o ataques, sino por infecciones y enfermedades cuando los soldados están destinados en algún país donde son endémicas. Y fue ahí cuando empecé a interesarme por esta enfermedad parasitaria. Luego, al poco de regresar a España comencé a trabajar en GSK [una importante farmacéutica británica], que entonces abría un nuevo centro en Madrid y en la que, al final, estuve 18 años. Conseguimos sacar un antimalárico que está funcionando muy bien en Europa, y hay en marcha un programa para distribuirlo por países emergentes que lo necesitan. Que empezáramos a investigar en malaria fue a petición de unos compañeros y mía. ¿Cuál era el interés económico para GSK en esta propuesta? Cero. Lo tiramos adelante sólo por compromiso social con la gente. Por la satisfacción de aportar herramientas para mejorar la calidad de vida de muchas personas. Y éramos 120 personas dedicadas a ello, también a hallar medicamentos contra la filariasis, o elefantiasis, otra enfermedad tropical olvidada que producen unos parásitos, y productos para luchar contra la leishmaniosis y la tuberculosis.
Esos medicamentos, ¿tienen el mismo precio en todo el planeta?
Está claro que no se pueden vender al mismo precio. Las empresas deben hacer un cálculo de las ventas en las distintas áreas geográficas e intentar poner precios en función de las posibilidades de cada zona. Es lo que ha ocurrido, por ejemplo, con el kit de diagnóstico rápido de tuberculosis que ha desarrollado la empresa Cepheid en colaboración con la fundación Bill y Melinda Gates. Cuesta en Occidente 60 dólares y sólo un euro en África. De esta forma, cuando aquí estamos comprando un kit, estamos regalando otro kit a nuestros compañeros de un país africano. ¿Por qué no hacerlo igual con los medicamentos?
Se acusa a menudo a la industria farmacéutica de quererse enriquecer con la venta de fármacos, como ocurre con el tratamiento para la hepatitis C.
Es un caso peculiar. Un equipo de científicos investigan, encuentran un fármaco que funciona y entonces deciden vender la empresa. ¿Por qué? Lo desconozco, pero esa fue su opción. Y los precios astronómicos que se manejan ahora no los pusieron ellos, que fueron los descubridores del fármaco, sino una empresa que ha hecho una inversión y que quiere rentabilizar al máximo su compra. No tiene nada que ver con el descubrimiento del medicamento, sino que es un sistema oportunista, financiero, y muy posiblemente detrás haya fondos de inversión.
¿Cómo decide una farmacéutica qué tipo de fármaco investiga?
En base a necesidades médicas. Generalmente, desde los centros de investigación nos alertan, pero nosotros estamos continuamente tomando el pulso al mundo de la sanidad. Además, no solo reaccionamos cuando hay un problema, sino que intentamos mantener una actitud visionaria, prever cuáles serán los problemas sanitarios de los próximos 10 años y actuar antes. Si no, sería un desastre porque desde que se detecta un problema hasta que sale al mercado el medicamento apropiado pasan alrededor de diez años. Es lo que ha sucedido, por ejemplo, con el ébola.
¿Por qué se ha llegado tarde?
Tienen que pasar dos cosas para que la industria empiece a investigar: que se detecte un problema y que ese problema tenga el número suficiente de pacientes para que el producto que puedas conseguir tenga un retorno que pueda satisfacer la inversión que has hecho.
Parece complicado encajar en la misma ecuación salud y rentabilidad.
Es verdad. La ciencia tiene que ser socialmente responsable, pero investigar requiere de inversiones significativas. Primero, hay que dedicar mucho tiempo y recursos a la investigación básica, a entender qué ocurre en una determinada enfermedad, cuáles son las bases moleculares. Luego una vez identificas el mecanismo, éste tiene que probar miles de moléculas para ver si alguna funciona. Es como buscar una aguja en un pajar. Además, el medicamento debe ser específico y no tóxico. Y no sólo debe actuar contra la diana que tú quieres sino además sortear todos los mecanismos de control del organismo para eliminar sustancias extrañas. Conseguir un producto así es muy difícil. Si lo logras, llegan los ensayos con animales, y de pasarlos, con personas. Y muchas veces en este último punto, los experimentos fracasan.
¿Cuánto tiempo transcurre antes de poder sacar un nuevo fármaco al mercado?
Entre ocho y diez años. Pero no sólo se trata de mucho tiempo, sino que la probabilidad de éxito es reducida. El fracaso intrínseco al desarrollo de un fármaco hace que éste cueste entre 2.000 y 3.000 millones de euros. Si sólo contamos lo que cuesta un producto exitoso, cuya investigación es fructífera a la primera, sería menos, entre 200 y 500 millones. El problema es que las enfermedades fáciles ya las hemos resuelto, ahora las que quedan son complejas y las soluciones para ellas son difíciles.
¿Por qué ha decidido investigar en antibióticos, cuando la mayoría de grandes farmacéuticas ha tirado la toalla?
Porque es un problema enorme a nivel mundial, y por responsabilidad con la sociedad. Muere mucha más gente debido a infecciones por bacterias para las que no tenemos tratamiento que por enfermedades cardiovasculares o cáncer. En Europa, 27.000 personas fallecen anualmente debido a estos microorganismos. Si tuviéramos fármacos adecuados, lograríamos que sobrevivieran. En el último medio siglo sólo han salido al mercado dos productos nuevos y eso es un gran desastre. Las grandes compañías farmacéuticas son reticentes a desarrollar nuevos antibióticos debido a la elevada probabilidad de fracaso que tienen asociada.
¿Y ABAC Therapeutics no?
Hasta ahora se buscaban antibióticos de amplio espectro, esto es, que fuesen capaces de actuar contra muchas bacterias. Y esa idea hay que descartarla. Estos microorganismos llevan 3.000 millones de años sobre la faz de la Tierra, se reproducen cada 15 minutos y tienen una enorme diversidad genética. Es imposible que consigamos una nueva penicilina. Nosotros partimos de otra premisa: si las bacterias son muy diferentes entre ellas, vamos a intentar conseguir productos muy específicos que sean altamente eficaces, lo que llamamos antibiótico patógeno específico.
¿Y eso no se le ha ocurrido antes a la industria farmacéutica?
Las grandes compañías farmacéuticas con esta aproximación tienen un problema: el mercado es muy pequeño y no les compensa.
¿Por qué a ustedes sí?
Partimos de la idea de que, al buscar fármacos específicos para cada tipo de bacteria, el fracaso será muy pequeño. Por tanto, no necesitaremos 2.000 millones de euros para encontrar un producto, quizás podemos conseguirlo con 100 ó 200 millones. Por tanto, productos selectivos, mercado más restringido, riesgo mucho más bajo y un retorno económico adecuado. No pretendemos ser millonarios, pero si conseguimos diseñar fármacos muy específicos, se tendrán que pagar en función del valor que generan. No se trata de vender muchos antibióticos, sino de desarrollar antibióticos que tengan valor, que salven vidas y que eso tenga un gran impacto sobre los costes económicos sanitarios, que generen un ahorro al sistema. También que reaprendamos a usarlos, sólo cuando son necesarios y no ante la menor otitis, por ejemplo.
¿Qué pasará en los países del Tercer Mundo?
Deberán poder adquirirlos a un precio razonable ajustado a sus economías. Esa será nuestra aproximación. Tenemos que empezar a pensar en global. Es importante jugar con herramientas que garanticen que las inversiones en biomedicina se puedan recuperar pero que eso no sea un elemento que impida que los medicamentos se puedan suministrar a todo el mundo que los necesite. Ese debe ser el compromiso de la industria farmacéutica. Por ello, tal vez habrá que compaginar proyectos que generen beneficios, como medicamentos para la hipertensión o el colesterol que la gente debe tomar durante largas temporadas, para luego poder subvencionar o soportar estos otros, que están destinados a mejorar la calidad de vida de la población de la Tierra en general.