Cultura
Cinco reseñas literarias de ‘La Marea’ en 2024
'Arturo, la estrella más brillante' o 'Asmodeo' son dos de los libros recomendados en 'El Periscopio' durante 2024. Aquí puedes leer sus reseñas
En cada revista de La Marea, el suplemento cultural El Periscopio nos trae una reseña literaria de la mano de Adriana Bertorelli o de Guillermo Roz. En este artículo recopilamos las publicadas durante 2024.
La belleza como antídoto a la atrocidad
Arturo, la estrella más brillante (Sigilo, 2023)
Reinaldo Arenas
“Sé que no existe el consuelo
que no existe
la anhelada tierra de mis sueños”.
Reinaldo Arenas
Reinaldo Arenas (Holguín, Cuba, 1943) se suicidó en Nueva York el 7 de diciembre de 1990 con una sobredosis de pastillas mezcladas con alcohol. Tenía 47 años. En la carta de despedida que envió a los medios, escribió: «Pongo fin a mi vida voluntariamente porque no puedo seguir trabajando. Ninguna de las personas que me rodean están comprometidas en esta decisión. Solo hay un responsable: Fidel Castro. Los sufrimientos del exilio, las penas del destierro, la soledad y las enfermedades que haya podido contraer en el destierro seguramente no las hubiera sufrido de haber vivido libre en mi país… Cuba será libre. Yo ya lo soy».
Arenas, aquejado de muchas de las enfermedades oportunistas que afectan a los pacientes con sida, incluyendo cáncer, esofagitis, linfomas, bronquitis y sarcoma de Kaposi, no quería morir, aunque tampoco tuvo opción. Sus obras, pero especialmente esta novela, Arturo, la estrella más brillante, lleva la impronta del hombre oprimido, desterrado, perseguido por su condición homosexual y de disidente político. Del hombre, sobre todo, marginado, humillado y traicionado por la revolución que antes apoyó.
Preso y torturado, Arturo (y también Reinaldo Arenas) se liberó por dentro desde el alma misma de la libertad, desde su centro aéreo de artista, en el terreno donde la imaginación y el espíritu trascienden lo físico.
Apresado en una «recogida» al salir de una discoteca, por llevar el pelo demasiado largo y por acusar maneras que no se correspondían con lo que se esperaba de un macho cubano, Arturo es detenido en lo que eufemísticamente se llamaba «Unidad militar de ayuda a la producción»: un instrumento abyecto de pedagogía social «de reeducación» implementado por el régimen de Castro. Este centro no era otra cosa que un campo de trabajos forzados, donde los detenidos eran obligados a cortar caña de azúcar de sol a sol mientras eran vigilados por los mismos militares que luego disfrutaban de sus favores sexuales. Allí se les prohibía hablar con sus compañeros, tomar agua o caer enfermos. Arenas, con una escritura de selva tropical, de caña de azúcar y de show travesti, plantea una huida hacia adelante con lirismo, con hermosura, con rabia, en esta novela escrita en un solo párrafo continuo sin pausas, sin puntos aparte ni seguidos y sin separar el torrente de pensamientos. La novela es una letanía barroca, un grito herido, un acto circular de escapismo, de rebelión, de negación a doblegar el espíritu. Es un canto vital de abrazo a la libertad y a la belleza. Una oposición existencial crítica y sensible a renunciar a todo lo que importa, aunque el cuerpo sea prisionero.
Por eso, Arturo se vio obligado a escribir para salvarse. A escribir en libretas escondidas, a inventar historias en los bordes de los afiches de adoctrinamiento, a garrapatear con letra diminuta en los lados de actas militares robadas, a escribir, como dijo Arenas en una entrevista, «como última revancha», como subversión última, porque la infamia no perdona ni la belleza ni la dignidad: «hasta los superiores, los jefes, los otros, aumentaban su desprecio ante aquel mariconcito que a pesar de su debilidad quería dárselas de persona decente».
Una reseña de Adriana Bertorelli
Un agua llamada
Mahmud o el señor de las aguas (Demipage, 2023)
Antoine Wauters
¿Una novela en verso? ¿Un gran poema narrativo? Qué más da. Esta es una historia que vale la pena leer. La escribe un joven escritor francés llamado Antoine Wauters (1981… sí, a un escritor a los 43 todavía se lo considera joven) y ha ganado con ella siete premios literarios, según consigna la editorial Demipage en su solapa. No sabemos si ha sido traducida a más idiomas que el español, y sería deseable, no sólo por la calidad indiscutible, sino por la labor pedagógica y reivindicativa que puede traer. Entremos al libro y expliquemos por qué decimos esto.
Mahmud o el señor de las aguas cuenta la historia del personaje que da nombre al relato, quien, a bordo de una barca por el lago Asad, en Siria, rememora su vida y la de su familia, simbolizada en todo lo que pervive allí, en el fondo del agua: su pueblo, inundado voluntariamente después de la construcción de la presa de Taqba, en 1973. Mahmud no solo navega por el lago, sino que, ignorando las voces que le piden volver a su casa en medio de los tiroteos de la guerra, se calza unas aletas, unas gafas y un tubo y se sumerge en las profundidades. Mientras bucea (el sumergirse como toda metáfora de la memoria y de la vuelta al líquido amniótico de la vida), la voz poética, siempre lírica, preciosista pero sencilla, describirá lo que ve y lo que recuerda, el dolor de lo que se fue, pero sigue estando: «¿Quién diría que bajo esta barca yacen la humilde vajilla, nuestras mesas, nuestras camas y la pizarrita de madera lacada donde escribí mis primeras palabras, cuando aún nada estaba perdido y todo parecía posible?».
Decíamos que el ejercicio literario es también pedagógico porque Wauters hace de este poema todo un repaso de la historia reciente de Siria, esa con la que nos bombardearon los medios durante un tiempo para que después desapareciera, como en otros desgraciados casos. Así, en medio de esta novela aireada, con páginas tan blancas como en un libro de poesía, impregnada de un romanticismo doloroso y que valora tanto la música de cada palabra, aparece la realidad. Entonces, el Daesh, Alepo, el pasado robado de los pueblos de Siria para llevarlo cortado «en rodajas» a los museos de la ciudad, el drama de los jóvenes, hartos de las violencias generales, decididos a emigrar: «Echarse a la mar/ Europa/ La Libertad/ La velocidad/ Lionel Messi/ Y un café/ Sí / Oh, sí».
El viaje de Mahmud representa también la semblanza de una vida en la que un hombre reconoce su fin, con el desasosiego de la pérdida y con la queja de quien se ha quedado solo. «Envejecer es volverse ese niño que ya nadie ve», escribe. Su voz es la voz de la soledad, la de la incomprensión y la de una melancolía por un pasado que se quebró por culpa de quienes han hecho del paraíso un infierno. En este sentido, el largo poema de Antoine Wauters es un alegato político que, en la construcción del viejo buzo protagonista, resume una sociedad que todavía puede resistir, más con la palabra que con las armas. «Mis poemas no son poemas/ son versos cargados de miedo/ y de rabia y de pena».
Sólo queda llorar y recordar como toda resistencia a la muerte, parece decir este libro. Sólo queda soñar con la Siria que fue y no volverá a ser. «Sólo quedará una inmensa masa de agua/ y quizás, amarrado a su barca/ como a una cáscara de nuez, / un viejo sabio que habla/ pero al que ya nadie escucha».
Una reseña de Guillermo Roz
Me ha dado la risa y me ha dado el llanto
Las horas que hemos amado (Tres hermanas, 2023)
Yolanda Villaluenga
Una de las preguntas más amplias y más inteligentes que se le pueden hacer a una historia, a una de esas que comienzan por el final es: ¿cómo ha pasado lo que ha pasado? Esto es lo que nos invita a plantearnos Yolanda Villaluenga (Madrid, 1962) en su última novela, Las horas que hemos amado. Y lo hace apenas comienza la narración. ¿Cómo ha sucedido que dos tan unidos, tan enamorados como Helena y Víctor se hayan separado un día y nunca más se hayan podido volver a reunir? ¿Por qué podríamos empezar a respondernos esta pregunta 40 años después, cuando ella ya ha fallecido y él está muriendo en una cama de La Habana, a miles de kilómetros de donde estaba su casa común, Santiago de Chile? ¿Sirve solamente este dato como respuesta: tras el golpe de Pinochet él debió exiliarse, pero ella no pudo acompañarlo porque tenía una hija de un marido anterior, quien le quitaría a la niña si se marchaba? Nunca es suficiente una sola pista para desandar el camino de cuatro décadas de destierro.
La noticia, la reciente muerte de Víctor Zeninski, se va regando entre los personajes principales, tres mujeres. A saber: Antolina, quien empieza a escribir ese conmovedor inicio: «Hace cinco horas que has muerto. Me sirvo un vaso de whisky y me siento a escribir tu obituario en el aparthotel de La Habana, donde has vivido cuarenta años de exilio»; Olivia, la hija de Helena, que desde su Chile recuerda que habiéndolo conocido a sus siete años, Víctor y su madre ya le parecían «la pareja perfecta»; y Berta, la alemana-cubana que, desde Berlín, recuerda cómo se lo presentaron: igual que en el caso de Helena, los unió la medicina, en la que él era una eminencia.
Al trío de mujeres que se escriben cartas se une la voz de Víctor, traído también por las confidencias, mimos y reflexiones que le hacía a Helena, vía epistolar. Allí se muestran las melancolías sentimentales de un expatriado y las marcas históricas de sus intercambios: «¡Han matado a Kennedy! Lo acaban de matar. No sé cómo describir la tristeza que siento», escribe.
La escena en la que se origina el melodrama, y la más conmovedora de toda la historia, es la de la mañana del golpe: la del 11 de septiembre de 1973. Cada movimiento está relatado con la gracia de quien sabe que todo lo que suceda allí será, a la vez, inolvidable y doméstico, mínimo y máximo en el calendario de la Historia. La voz de cada uno de los personajes, sus quehaceres diarios, sus más insignificantes movimientos, la amenaza en la literalidad del general Augusto Pinochet, la derrota y la dignidad en la imagen de Salvador Allende. Todo lo que se sabe, todo lo que no, la historia de una separación desgarradora. El trasfondo de verdad histórica termina por dotar a la polifonía del nervio de un juego de versiones complementarias, miradas políticas y sociológicas, esclarecimiento imposible de enigmas y del dolor verídico que propone la ficción.
El título de la novela da cuenta de una de las frases que mejor resumen el legado de Víctor Zeninski, quien se erige en mito y en foro de sabiduría sobre el que giran todas las especulaciones que miran al pasado: «Al final de la vida no se nos juzgará por los éxitos o derrotas obtenidas sino por las horas que hemos amado».
Yolanda Villaluenga, que ya había demostrado su refinada capacidad de contar historias al oído en su anterior novela, Ann Arbor, despliega en Las horas que hemos amado un notable entramado literario.
Una reseña de Guillermo Roz
Así cambia de cuerpo un demonio caribeño
Asmodeo (Periférica, 2024)
Rita Indiana
No pretende ser esta una reinterpretación del Asmodeo que aparece en la Biblia, uno de los libros favoritos de Rita Indiana, sino, más bien, una recreación libérrima de El diablo cojuelo. Esta suerte de espíritu socarrón que el mismo Belcebú echó del infierno es la figura principal del carnaval dominicano, originalmente traído desde España alrededor de 1520. Como en buena parte de Latinoamérica, esta herencia se entremezcla con costumbres locales y deidades del sincretismo yoruba. La autora lo toma prestado en espíritu para contar la historia de un demonio inconformista que busca desesperadamente un nuevo cuerpo donde habitar.
Rita Indiana (Santo Domingo, República Dominicana, 1977), narradora, compositora, cantante, agitadora, poeta, profesora de literatura, insurrecta y referente queer, entrega una novela sobre el mal y la envidia en tono de ópera metal en una historia barroca poblada de Caribe, de moscas, de brujería y de referencias culturales tan personales que se pasean desde Rocío Jurado, Sex Pistols y Silvio Rodríguez hasta Sófocles y Esquilo, con giros coloquiales y lenguaje marginal dominicano. Heavy rococó caribeño, pues.
Durante una semana el espíritu de este Asmodeo milenario recorre el Santo Domingo de 1982, en donde aún se padece la onda expansiva de las atrocidades de las dictaduras de Rafael Leónidas Trujillo y Joaquín Balaguer. El demonio busca un nuevo «caballo» o cuerpo para ocupar porque su actual domicilio, el cuerpo desvencijado de un roquero drogata venido a menos llamado Rudy Caraquita, está en medio de una crisis de mediana edad derivada en una prolongada sequía creativa y una trágica disfunción eréctil: «Sintió el calor en el abdomen que precede a una erección, pero el pene le seguía colgando como una media mojada… Ese cuerpo que le había servido por décadas, un cuerpo que había sido hermoso y que había sobrevivido a todo tipo de horrores, estaba sucumbiendo a la única brujería sin antídoto: el paso del tiempo». Por eso Asmodeo busca desesperadamente un cuerpo joven, quizás más maleable, donde ejercer su dominio y, mientras tanto, viaja dentro de un cuchillo.
Tener un protagonista incorpóreo, líquido, ectoplásmico, que atraviesa puertas y pieles, permite tener un narrador omnisciente que logra estar afuera y adentro de los cuerpos y, al mismo tiempo, ser sujeto y objeto. Penetra dentro del origen del mal, de la violencia, de la desigualdad, pero sobre todo la envidia. Porque Asmodeo es una tragedia dominicana de clases que narra desde muchos planos, como arañando. Habla de traición, de pobreza, de sacrificios, de diezmo y de un posible perdón con un gusto punk por las blasfemias. Lo que Rita Indiana trae a la mesa es candela pura con sátira y crítica social. Es dureza entretejida con música y poesía en sus formas más clásicas, como los endecasílabos o las décimas:
Tienes el cerebro lleno
de alitas de cucaracha
eso jala mala racha
y no te lleva a na bueno
a esa vaina ponle freno
busca hacer algo que valga
o te veré cuando salgas
del disparate que ostentas
volverás, como ahora, a tientas
con el rabo entre las nalgas.
Asmodeo tiene una arquitectura tan poliédrica y compleja, con un sentido tal del ritmo y de la tensión que se estira y se acorta como un chicle hasta que explota. Se podría dictar solo con esta novela una clase magistral de estructura narrativa y el uso de las formas clásicas para incendiar todo lo establecido.
Una reseña de Adriana Bertorelli
La vida es una herida absurda
La exactitud del dolor (Letras de Plata, 2024)
Horacio Convertini
«Qué le vas a hacer, ñato, cuando estás abajo todos te fajan. Todos, che, hasta el más maula. Te sacuden contra las sogas, te encajan la biaba. Andá, andá, qué venís con consuelos vos. Te conozco, mascarita», así empezaba Torito, célebre cuento de Cortázar sobre un boxeador menos célebre. Con esta misma música, esta misma cortina de fondo en la que el mundo del boxeo se asocia a la tragedia del vivir, y esta misma clase literaria, el escritor y periodista Horacio Convertini (Buenos Aires, 1961) ha sabido componer su última novela, La exactitud del dolor.
Podría llamarse Diego Armando, de Villa Fiorito, o Lionel, de Rosario, pero este se apellida Rayo, se llama Juan, y ha soñado toda su pobre vida ser una gran estrella del deporte. Desde el inicio sabemos que algo o muchas cosas han salido mal, porque es Juan Rayo ese boxeador que, tratando de acomodarse contra un árbol, agoniza tras un balazo. Y podría haberse llamado con cualquiera de los nombres referidos, porque esta es la historia de un pibe argentino que sueña y que, aunque tuvo su minuto de gloria, termina echado en la lona.
Con la estructura de una novela clásica que necesita explicar cómo se ha llegado hasta el final anunciado desde el comienzo, la historia transcurre en treinta y seis capítulos cortos, parecidos a escenas de un teatro intenso y conmovedor, en los que el boxeador recorrerá su vida en busca de la gloria pugilística, saltando los obstáculos de la pobreza económica, las infelicidades sentimentales y el fraude constante de managers y entrenadores, rufianes de poca monta, que arrinconan al caído en desgracia sin recibir un solo puñetazo.
La fuerza del estilo con el que está contada la historia gana en dramatismo y en un impactante realismo sucio en los parlamentos en primera persona de cada uno de los personajes, con sus perfectos argentinismos de arrabal y de boxeo para marginados. Con esa fuerza coloquial y tanguera, por momentos de poesía obscena, de escenas sexuales al borde del delito, La exactitud del dolor se construye con las aristas de un teatro que mira a la cara, una sensibilidad con gusto a melodrama del bueno, un ejercicio literario directo al corazón. Ordenado como un teatro realista, la trama va hurgando en las miserias y corrupciones que trae la vida invadida por ciertos vicios hijos de la marginalidad y la carencia general.
Un párrafo aparte se merece la dinámica administración de los paisajes de diferentes rincones bonaerenses, sumado a otros de barrios de la capital argentina, contrastados con los cuadriláteros soñados de Nueva York o París.
La puntuación, la adjetivación y el ritmo de la novela se parecen mucho a la respiración de alguien que corre sin poder nunca alcanzar su objetivo. Será, quizás, el latido periodístico de Convertini que tanto bien le hace a su escritura y a nosotros, los lectores, que bailamos sobre el cuadrilátero de sus palabras, en cada uno de los capítulos de la novela convertidos en rounds, golpe tras golpe. Así escribe o noquea un escritor que merece ser leído más y mejor, Horacio Convertini: «El boxeo operó en Rayo como una descarga a tierra. Trabajaba el día entero en changas de peón de albañil o de jornalero, y después le daba a la bolsa como a un enemigo. Le ofrecieron pelear enseguida, aunque apenas sabía caminar el ring. Siete nocauts en fila contra chacareros de la zona. Ellos también tenían la mano pesada y el físico tallado en la vida dura del campo. La gran diferencia latía en el alma: un alma negra, la de Rayo, despiadada por momentos, que lo transformaba en una máquina de destrucción».
Una reseña de Guillermo Roz