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Asaltar la entreplanta
"Albert Rivera es coherente y fiel en su discurso de no molestar al poder que vive, gobierna y saquea el país desde el piso de arriba", afirma el autor
Albert Rivera reconocía el pasado fin de semana en televisión que si llegara a presidente no perdería el tiempo en intentar recuperar el dinero público prestado a la banca. Eso es pasado, hablemos del futuro, cerremos las heridas, venía a decir sonriente y con pose presidencial, presentando ante los ciudadanos que le hacían preguntas la versión actualizada de ley del olvido que dejará aquella macro estafa enterrada para siempre en una cuneta junto a los servicios públicos recortados. La nueva transición, lo llama él, y ahora sabemos por qué.
Al tiempo que denunciaba el choriceo de la vieja política explicaba que la suya, la nueva, no haría nada en el futuro por recuperar el robo mayor del reino y su discurso de regeneración ni se despeinaba con tal escorzo. Tampoco se despeinaron los ciudadanos entrevistadores presentes en el plató de televisión al conocer la renuncia de quien se postulaba ante ellos. Siguiente pregunta.
Rivera es coherente y fiel en su discurso de no molestar al poder que vive, gobierna y saquea el país desde el piso de arriba. Coherente porque a ellos les debe su posición privilegiada en la carrera a Moncloa y fiel porque nunca ha necesitado señalarlos para calar abajo: cuando Rivera llegó, o lo trajeron a esta carrera, el tablero de juego de la nueva política ya había empezado a moderarse, había empezado a girar exclusivamente en torno a la entreplanta de la vieja política.
Un tiempo después de anunciar el asalto a los cielos y con el calor de los focos escrutándoles cada poro de la cara, Pablo Iglesias y compañía decidieron que aquello del cielo, además de estar muy alto, era una idea que no llegaba a ser comprendida por el epicentro de la centralidad y pusieron al partido y al dedo a señalar a tierra. “Podemos tan sólo tiene que sentarse a esperar a que los cadáveres del PP y el PSOE pasen por delante”, se repetía meses antes de aquel cambio en tertulias nada afines a Pablo Iglesias, tras cada nuevo escándalo en la entreplanta de la política corrupta. Que el debate girara en torno a la corrupción y no tanto a los corruptores era un dulce muy difícil de rechazar y un discurso bastante más efectivo a corto plazo. Con la intensidad de los focos en aumento y con el cielo asustado por las encuestas y lanzando rayos cada vez más fuertes para recordarles que las nubes son intocables para algunos, el discurso se iba reconduciendo día a día, casi imperceptiblemente, hasta que la idea fuerza de asaltar el piso de arriba acabó diluyéndose. No se trababa ya de asaltar por aire; con ir por tierra firme bastaba, y La Moncloa, al fin y al cabo, está a ras de suelo.
El Albert Rivera a quien nadie puede descartar hoy como posibilidad real le debe algo a Podemos. Los de Pablo Iglesias reventaban las expectativas electorales y tenían en su mano la posibilidad de cocinar discurso a fuego lento. Cuando empezaron a redactar con prisas las nuevas condiciones para optar al puesto de trabajo de presidente del Gobierno, de los requisitos de la nueva política excluyeron en el último momento, en nombre de la centralidad mal entendida, el de estar decidido a asaltar cielos. Y Rivera se convirtió en el candidato perfecto para asaltar la entreplanta.