Sociedad
Y después del feminicidio, silencio y soledad
Lo habitual, tras el titular del crimen machista, es el olvido. Este 2024 cierra, de momento, con 45 mujeres asesinadas por sus parejas o exparejas y seis mujeres asesinadas fuera del ámbito de la pareja.
La soledad es una de las sensaciones –una de tantas– que se remarcan en la película Soy Nevenka, de Iciar Bollaín. Y es también un hecho frecuente entre las familias de las víctimas tras los feminicidios, como muestran las historias documentadas en PorTodas, el proyecto de investigación sobre crímenes machistas impulsado por La Marea.
Marian, hermana de Ana, asesinada en Torremolinos en 2014, recordaba así todo lo que han soportado durante estos años: «Nosotros nunca nos hemos sentido víctimas. En estos momentos tan vulnerables no hemos tenido a quién recurrir, en quién confiar. El banco casi se queda con el piso de mi madre. Si no intervengo, hubiera firmado y ya. No podía seguir pagando la hipoteca, pero lo vendimos y no se lo quedó el banco, como pretendía. Hubo también una abogada que quiso aprovecharse de nuestra situación diciéndonos que no teníamos derecho a justicia gratuita. No hemos tenido ni tenemos a una persona que nos guíe en todo esto. Es insoportable».
Con el paso del tiempo, apenas se recuerdan los nombres y los casos de las mujeres asesinadas y, cuando se hace, son la excepción. Antonia tiene un busto en su pueblo, Cúllar Baza, y a Andina, cada año, la recuerdan desde hace diez en el suyo, Mungia. También Liliana, la última asesinada aquel 2014, tiene una escultura que la recuerda en Alcobendas. Pero lo habitual, tras el titular del feminicidio, es el olvido. Este 2024 cierra, de momento, con 45 mujeres asesinadas por sus parejas o exparejas y seis mujeres asesinadas fuera del ámbito de la pareja.
«[Tras el asesinato] fuimos a buscar recursos y no había», dice Margalida Morell sobre el caso de Maria Rosa, asesinada en Soller. «Esto es una emergencia, un impacto muy grande y nos encontramos solos. Nadie atendía a nadie, ni a las hijas. Yo en aquel momento estaba enfadadísima», añadía en el reportaje en PorTodas, realizado por Alba Mareca. Nadie recuerda a Fátima en Melilla, ni a Hanae en Villarejo de Salvanés, ni a Ana en Valls, cuyo nombre ni siquiera aparece en la lápida donde está su cuerpo.
Mujeres extranjeras
Hasta en casos donde la violencia puede llegar a ser de una brutalidad incalculable, lo abrumador es el silencio que se produce después de estos crímenes, y más si la víctima es de nacionalidad extranjera, como muestra esta otra historia documentada por Iria Comesaña. En Almería, en un asentamiento en el que viven familias rumanas y búlgaras, en un entorno de exclusión, un hombre de 32 años mató a su esposa y madre de sus dos hijos, Mariana, en un crimen extremadamente cruel. El asesino está cumpliendo una pena de 24 años y medio de cárcel, los dos hijos fueron repatriados a Rumanía, y hoy apenas queda huella en la memoria colectiva de la vida truncada de una mujer que había salido de su país para tener una vida mejor. Nada se sabe tampoco de Lucynna, asesinada en Amposta. Ella era, para la mayoría de los medios que informaron del crimen, «una mujer polaca asesinada».
En el caso de las mujeres extranjeras, la vulnerabilidad también suele ser mayor. Ellas supusieron el 33% de las víctimas mortales por violencia de género entre 2003 y 2019 en España. Sin embargo, solo el 8% de las beneficiarias de ayudas en materia de violencia machista entre 2006 y 2015 eran extranjeras, según un informe de la Asociación de Investigación y Especialización sobre Temas Iberoamericanos y la Red de Mujeres Latinoamericanas y del Caribe, que aborda esa primera sobrerrepresentación pero, también, sobre todo, qué ocurre con las mujeres migradas en los circuitos de protección.
Los testimonios recogidos en el informe explican las trabas que estas mujeres sufren al pedir ayuda: «Un endeble estatuto jurídico de ciudadanía», al que se suma la falta de información sobre recursos de protección oficiales o falta de acceso a redes de apoyo. Tal y como expone el informe, de por sí, la condición de extranjería acarrea otras opresiones, como racismo y clasismo, que traen consigo situaciones de vulnerabilidad.
Patricia, de origen brasileño y con 28 años, residía en Madrid desde hacía poco más de un lustro. Tras ser asesinada por su pareja, representa la historia de un feminicidio más que queda en el olvido. El cadáver no fue repatriado hasta julio de 2015, un año y medio después. Dos años más tarde del crimen, su asesino, de nacionalidad dominicana, fue condenado a 15 años de cárcel, documenta Dani Domínguez.
Por otro lado, ocurre también que por «extranjero» pensamos casi siempre en Marruecos o América Latina. En el caso de Rosemary, tanto la víctima como el hombre que la mató eran de nacionalidad británica, lo que rompe también algunos mitos en torno a la violencia machista. Como explica Puri Heras, profesora de Antropología Social e integrante del Centro de Investigación de Estudios de Género de la Universidad Miguel Hernández de Elche, no suele asociarse la palabra «extranjero» con personas que vienen de Europa. En el imaginario colectivo entendemos que esa es «una sociedad igualitaria y no la asociamos a la violencia». Rosemary fue asesinada por su pareja en San Miguel de Salinas, un municipio de casi 6.000 habitantes de la Mancomunidad de la Vega, en el sur de Alicante. La mitad de su población es de nacionalidad extranjera, de origen británico en su mayoría. El hombre la mató en septiembre de 2014 y fingió su desaparición durante medio año, hasta confesar el crimen en marzo de 2015.
En algún otro caso, ni siquiera se ha recuperado el cuerpo. Piedad desapareció sin dejar rastro hace diez años y, todavía hoy, no se sabe nada de ella, documenta Sandra Vicente. «Lo único que quiero es saber algo, antes de cerrar los ojos para siempre. No sé donde está, si está viva o si está muerta. Si te vas, dejas algún rastro, pero nada. Y ya nadie la busca», narraba su madre, también llamada Piedad.