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Errejón y los mandarines

"Errejón hablaba y tenía un grupo a la escucha, Errejón se movía y allá que le seguían. Había otros, pero quien importaba esa noche era él"

La calle Argumosa es, para los que no frecuenten el centro de Madrid, una vía que comunica la Plaza de Lavapiés con la Ronda de Atocha, a la altura de la parte trasera del Reina Sofía. Las calles, dependiendo de su ubicación, además de como arterias del tráfico rodado y el fluir de personas, sirven para tomar el pálpito de un lugar y un momento. Argumosa es hoy un estado de cosas en el que cohabitan el antiguo barrio (o más bien el que surgió a principios de los noventa) con el nuevo. Un bullir en el que se cruzan vecinas con bolsas de la compra y turistas, jóvenes con complejo de contemporaneidad e inmigrantes, tascas indias de a seis euros el menú con locales en los que empieza a importar tanto la marca como el plato. En las aceras, tapizadas de terrazas casi sin tener en cuenta el tiempo, se da cita un público con intención variada pero aspecto homogéneo que, por su densidad y proliferación, en esa retranca madrileña tan útil como permanente, ya le ha dado a Argumosa el mote de Puerto Banús.

En uno de sus bares, una noche de final de semana, no es difícil avistar a personas y personajes de los que componen eso que se ha dado en llamar “nueva política” que, permítanme la frivolidad, es la política de siempre pero calzada en botas de montaña. Para el observador de raza, ese que, aunque hable y se tambalee como el resto, no deja de mirar por encima del hombro de su interlocutor al resto de grupos que comparten calle y cerveza, no puede pasar desapercibido el curioso movimiento que de vez en cuando se produce entre la fauna que allí se da cita. Como las bandadas de pájaros o los grandes bancos de peces al huir del depredador, la concurrencia de la calle Argumosa parece desplazarse al unísono, siguiendo un complicado ritual, esta vez no para huir sino para seguir al macho o hembra alfa que se haya dejado caer por allí. La categoría de alfa, más que por el vigor sexual o las capacidades de mando, viene dada por el tiempo en platós de televisión, que son el validador social de la relevancia en el asunto.

Errejón hablaba y tenía un grupo a la escucha, Errejón se movía y allá que le seguían. Había otros, pero quien importaba esa noche era él. La visión me recordó a la de los mandarines, los avezados burócratas de la china imperial, tan taimados como eficaces (sobre todo en lo referente a cuidar de sí mismos) dando rápidos pasitos no fuera a ser que su asentimiento de cabeza no tuviera la suficiente consistencia. Por supuesto que me vino también a la memoria el libro de Gregorio Morán sobre las miserias, mecanismos y estructuras del pasado reciente del aparataje cultural español. La conexión es obvia.

Todo este ejercicio entre el intento galdosiano y la crónica de sociedad (toma tautología) vale para contar una anécdota, pero también, como Argumosa y sus gentes, para lanzar una idea que se desliza de la misma situación: el hecho de que si eso llamado cambio, proceso constituyente o victoria electoral suena hoy ya como una broma de mal gusto (o un sueño arrogante, quién sabe) además de tener que ver con todo lo que hablan los analistas políticos serios, también enlaza con algo, no por menos engolado, igual de grave, la aceptación de las formas de aquello que se decía querer cambiar.

Como en un intercambio de cartas (marcadas) los que mandan han entendido que no sólo se trataba de camuflarse en los ropajes de la nueva política, sino que además había que dejar algo en el apretón de manos, la fascinación por las formas dominantes de hacer, organizar y relacionarse. Quien se acerca demasiado al sol del poder con pretensiones de apagarlo, o lo hace rápido, o acaba tan achicharrado como los que llevan orbitando décadas a su alrededor, insectos alucinados ante una luz muy potente.

He escuchado ya demasiadas entrevistas en las que los chicos y chicas de la nueva política recurren a la ficción televisiva norteamericana con la intención (algo torpe y evidente, todo hay que decirlo) de asimilarse a quien les escucha, de fingir normalidad de sofá tras la cena de pizza precongelada y jornada laboral en el call-center. En ellas suele surgir, cómo no, House of cards, la serie en la que los mandarines de Washington conspiran cínicamente para sobrevivir matando en una competición sin fin. La diferencia es que los Underwood son más reales que cualquier bar de Argumosa. La diferencia es que, mientras que algunos vemos esa excelente serie con la arcada en la garganta, otros, posiblemente desde la inconsciencia, ya han empezado a asimilarla.

Netflix, Showtime o la HBO nunca harán una serie sobre los universitarios, activistas e intelectuales que se decidieron a protagonizar el (a)salto institucional y que por momentos parece que ilusionaron a tantos. Yo, si de mí dependiera, tampoco la haría. La razón no es tanto el pobre recorrido de los personajes, su previsibilidad o lo mal que visten. La razón, sobre todo, es que me interesaría mucho más hacerla sobre esos de los que nadie se acuerda nunca, de los que no tienen tiempo para escalar posiciones a ver qué cae en diciembre, de los que viven, aún ajenos a sí mismos, algo mucho más real todos los días.

Vittorio de Sica, en el 59, firmó Milagro en Milán, una de las cumbres más extrañas que el cine haya alcanzado nunca: neorrealismo con motas de magia, ternura y mala leche, pobres en chabolas tocados con chisteras. En una de las escenas se rifa un pollo asado en la barriada de infraviviendas donde se sitúa la acción. Un viejo desdentado resulta el ganador y, aunque duda por unos instantes de si su papeleta tenía el número correcto (“no, no puede ser verdad, sería demasiado hermoso.”) acaba devorando a manos llenas el plato, apartando a codazos a los que le piden un poquito. Entre el público alguien le mira y dice: “qué bien come”.

Debe de ser verdad eso de que a los pobres les sienta todo mejor, de que siempre disfrutan de sus pequeñas victorias, al menos con más ímpetu que los que dicen haber venido a salvarles. Incluso en la medra, los pobres, siempre lucen mucho más.

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