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El Día del Pilar

"Los que carecemos de patria desarrollamos una propia. Yo sé cuál es la mía, y carece de desfiles, gloria o ambición", apunta el autor.

Últimamente se me atragantan los desayunos de patriotismo. No hay forma de mojar las magdalenas en el café sin que algún himno me haga temblar la taza cuando no el pulso. Para quedar como un buen izquierdista diría que utilizo la bandera a modo de servilleta, que me limpio con ella ese momento de placidez en el que, en una extraña simbiosis entre la precariedad y lo pequeño-burgués, las mañanas son calma, postergación y refugio de lectura.

Lo que pasa es que además de izquierdista me debo estar haciendo mayor y, sin caer en el horrible lugar común que une la edad al conservadurismo, sí noto los efectos de algo llamado cautela, la mesura en calificar a vuelapluma los sentimientos de los demás. Porque el nacionalismo es eso que se reclama por necesidad o sentimiento. Los latinoamericanos, por ejemplo, hicieron del “Patria o Muerte” un grito rebelde cuando a nosotros, de todas, nos suena legionario. Necesidades hay muchas, como las de la burguesía y sus Comunidades Imaginadas, o las del proletariado y su internacionalismo. Al final el sentimiento -que es política sin ideología y corazón sobre cabeza- hace que nos tire más la patria que la clase, que nos sintamos más españoles que parias o catalanas que obreras. Es lo que ha habido y es lo que hay.

Es verdad que la izquierda española es un poco como los centrales malos y utiliza el internacionalismo como el patadón cuando le llega una pelota difícil y no sabe qué hacer con ella. No es menos verdad que aquí, el menda que les escribe, no ha sentido nunca la llamada de la patria. Supongo que los que somos de la periferia de grandes ciudades, donde todo era reciente y muy parecido, el sentimiento nos alcanzaba como mucho para mirar mal a los del barrio de al lado -los de Pryconsa eran nuestros franceses-. Ya de mayor he desarrollado una suerte de españolismo consistente en reconocer(nos) en los cuadros de Gutiérrez Solana, en despojarme del snobismo adolescente mirando a las verbenas con simpatía y reírme mucho y bien con los guiones de Azcona. Ya les digo, aunque me esfuerce, que esto del sentimiento nacional no me sale -o si me sale es a modo de chanza sobre uno mismo-, pero no me siento con legitimidad (y sobre todo con ganas) en exigirles cómo sentirse el Onze de Setembre o el Doce de Octubre; ustedes verán.

Para mí el doce de octubre va en minúsculas, aunque sea conmemoración personal en mi calendario. Entre las cosas en las que me reconozco, en ese lugar del pasado donde se unen infancia y ciudad, están las corralas, un espacio que en los ochenta aún era galdosiano. Patios interiores con olor a guiso, conversaciones entre periquitos y maneras en las que el “tanto gusto” aún tenía cabida. Para mi el doce de octubre es el día de Pilar, la castaña de Baños, la que acabó en Madrid viniendo de la Sierra Morena de Jaén.

Me contaba -cuando aún me podía llamar nene- algo para mí desconocido pero que para ella tenía artículo, el hambre. Cómo siendo la mayor de siete supo lo que era ver a sus hermanos llorar por no tener qué comer. Cómo por su casa pasaron milicianos y luego militares, de los que intercambiaban comida por saludo romano, de los que exigían lealtad a los pobres a cambio de humillación. Quizá todo esto suene lejano ahora pero conviene no perder la perspectiva de los ojos de quienes sufrieron una guerra, si no por decencia sí por precaución.

En el tiempo de silencio de Madrid, cuando aún era colmena y ciudad de un millón de cadáveres (según las estadísticas de la época) la del pueblo de Jaén se vino a servir, que era lo que hacían las muchachas para dejar una boca menos en su familia y llevar un sueldo más al hogar que dejaron atrás. Por suerte para ella en una de esas pocas casas donde los señores tenían tendencia al arte, las letras y la canción, trasuntos de brasero, en vez de para el frío, para hacer menos duro el nacional-catolicismo. En una de esas tardes donde el Niño Ricardo y Antonio Molina se juntaban con pintores, escritores y amistades de la casa, el cantaor escuchó las coplas de la chiquilla que salían de la cocina, dándole sitio en la tertulia y dedicándole unos minutos y unas frases que ella siempre recordaría con orgullo.

Luego vinieron hijos y marido -de los que acabaron en las playas de Argelès-Sur-Mer y tuvieron toda la vida la sensación de que la historia les debía algo-. Primero casa por Orcasitas, cuando aún no tenía ese nombre y ni siquiera tenía categoría de las afueras de la ciudad; luego en Mesón de Paredes, calle larga entre Embajadores y la Placilla del Progreso. Casa en una corrala, esa misma a la que llegué yo unas cuantas décadas después.

De Pilar, de mi abuela, aprendí bastantes cosas, todas ellas buenas. Recuerdo su letra, hecha con esfuerzo pero con dignidad y como al reírme de su grafía, en esos absurdos arrebatos de arrogancia infantil, supe por primera vez, con lágrimas en los ojos, que no todo el mundo lo había tenido tan fácil como yo. Me legó palabras con las que nunca me hubiera cruzado como alcoba o cucharro y unos brazos en los que me sentía a salvo de todo. Me llevaba a San Cayetano a poner velas a los santos, pero de rezar se encargaba ella, sin mediaciones del señor cura. También despertares con olor a café y canciones entre retamas y olivos en medio de la capital. Me dejó esos principios que a un niño le enseñan que no es menos que nadie, pero tampoco más, ese humanismo ausente de academia pero por contra tan auténtico, que desarrollan los que nunca han tenido nada, los que saben lo que cuesta ganar lo poco que uno tiene. La libertad, la igualdad y la fraternidad, para algunas personas, no fueron ideas ni conceptos filosóficos, fueron amaneceres, miradas de complicidad y lugares hacia donde ir.

Supongo que los que carecemos de patria desarrollamos una propia. Yo sé cuál es la mía, y carece de desfiles, gloria o ambición. Es la que tuvo lugar en aquel tiempo, en aquella casa, la de aquella mujer que me lo dio todo.

A lo mejor se parece a la de ustedes.

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