Opinión

Meritocracia y clasismo

"Priorizar sólo el conocimiento que se transmite en las Universidades para denostar a quienes no han pasado por ellas se llama clasismo. Y creer que los trabajos manuales son menos importantes, también", escribe Arantxa Tirado.

La exministra de Igualdad Irene Montero, en una imagen de archivo. EFE / Juanjo Martín

Las últimas declaraciones del juez Eloy Velasco aseverando que la exministra de Igualdad Irene Montero no podía darle a él y a sus colegas juristas clases sobre consentimiento desde su puesto de “cajera de súper” es la enésima constatación de la atalaya intelectual desde la que hablan algunos altos funcionarios del Estado. Un elitismo que se mezcla, en este caso, con la indisimulada animadversión que sienten personajes como él por aquellos liderazgos políticos que representan, de una forma u otra, el cuestionamiento al orden social existente. Se trata de una actitud que ha llevado a algunos de los jueces españoles a un activismo político impropio de sus responsabilidades. 

En realidad, las palabras literales de Velasco –“Y mil cosas más que nunca aprenderá Irene Montero desde su cajero de Mercadona ni nos podrá dar clases a los demás”– permiten intuir, detrás de la pedantería, toda su visión social. El juez de la Audiencia Nacional niega la posibilidad de que una persona que no se desempeña en su ámbito profesional pueda conocer sobre leyes –o sobre la vida misma– y sea capaz de enseñarle nada a otra con formación académica específica, en este caso el gremio de los jueces y juristas. 

Más allá de su cuestionable afirmación y del debate en torno al tema del consentimiento, el tono displicente de Velasco concentra todo el desprecio de clase de quienes creen que la sociedad se divide en una suerte de jerarquía estamental donde cada cual se ubica en el lugar que le corresponde en función de sus méritos. Y, por supuesto, nadie debería osar traspasar los límites establecidos, de manera más o menos visible, por el efecto mágico de la supuesta meritocracia. 

Estas actitudes son muy propias de sectores profesionales con marcado corporativismo y tienen su razón de ser. Pretenden defender el conocimiento técnico y el diferenciado desempeño profesional ante el intrusismo de quienes creen poder opinar sobre temas sin tener una mínima formación. Pero, reconocer la importancia y necesidad del conocimiento especializado, tan imprescindible en una época en que vendehúmos de todo pelaje se atreven a cuestionar siglos de investigación científica en nombre del negacionismo de diverso tipo, no impide destacar el clasismo y las falacias de las que parten afirmaciones como las del juez Velasco.  

En primer lugar, como cualquier ciudadano informado sabe, las leyes no las redactan los ministros sino juristas que trabajan en los distintos organismos e instituciones representativas, sea en el Gobierno, sea en las Cortes.  Por tanto, no hace falta que ningún ministro o ministra sepa de leyes, ni siquiera del área de competencia de su ministerio, para poder encabezarlo. Se puede establecer un debate público sobre si este hecho es apropiado o no. Sin embargo, sorprende que los cuestionamientos sólo aparezcan cuando es determinada izquierda la que asume dichos puestos y, sobre todo, cuando los encabezan mujeres.

En segundo lugar, los conocimientos técnicos no son imprescindibles para el ejercicio político. Un cargo de representación se rodea de técnicos y asesores, que son los que le proporcionan la información técnica con la cual ha de tomar decisiones políticas. Para tomarlas, se requiere comprender la complejidad de los tecnicismos, sin duda, pero quizás ayude mucho más tener la capacidad de entender la sociedad sobre la que se gobierna. Tomar decisiones políticas implica calibrar sus impactos, sopesar pros y contras, medir tiempos, y ahí la perspectiva necesaria es ideológica, no necesariamente técnica.

Ni qué decir tiene que, en el caso que nos ocupa, el hecho de poseer conocimientos de leyes no garantiza la correcta impartición de justicia. Es más, no cuestionar un orden legal que puede ser injusto en su origen o aplicación puede provocar efectos sociales más perniciosos que el supuesto desconocimiento de la teoría del derecho desde tiempos de Roma. Sirvan de ejemplo los alambicados argumentos legales del voto particular a la sentencia de La Manada del juez Ricardo González para absolver a los acusados negando lo que, para cualquier persona sin estudios, pero con sensibilidad, era evidente: que una joven había sido violada por un grupo de despreciables.

Dime qué has estudiado y te diré quién puedes ser

Llegamos, por tanto, al meollo de la cuestión: la mitificación que se realiza de las personas con estudios, en general, y de sus profesiones asociadas, frente al menosprecio con que se trata a los trabajos manuales. Mientras los primeros demostrarían la inteligencia y capacidad de quienes los ejercen, generalmente profesionales liberales, técnicos, funcionarios, etc., que han demostrado poder superar años de estudio, auto percibidos de manera épica, según el nivel de elitismo de quien lo enuncia; los segundos quedarían postergados por ser propios de personas sin la capacidad de haberse formado como la “gente estudiada” y, por tanto, serían merecedoras de menores salarios y valoración social. 

Esta idealización selectiva obvia, por supuesto, la necesidad del conocimiento especializado que se requiere para ser un buen profesional de tu área. Ser electricista, peluquero, mecánica, administrativo o limpiadora requiere de unas habilidades que no todo el mundo puede tener, si seguimos la lógica que usan quienes creen que no todo el mundo puede estudiar lo que ellos han estudiado. Es más, para desempeñar estos trabajos también hay que estudiar, pero, sobre todo, hay que ejercer. La práctica es un plus, más en este tipo de profesiones que antes se transmitían en el puesto de trabajo, donde los aprendices se formaban al lado de sus maestros, hasta que llegó la FP.

Por tanto, ignorar que no todo el conocimiento parte de las Universidades ni se transmite en las aulas es un error tan grande como negar el conocimiento especializado. Priorizar sólo el conocimiento que se transmite en las Universidades para denostar a quienes no han pasado por ellas se llama clasismo. Y creer que los trabajos manuales son menos importantes, también.

La pandemia nos enseñó que había trabajos esenciales, frente a otros que eran más prescindibles socialmente. Sirvió para reordenar la jerarquía de prioridades, también laborales. De repente, las limpiadoras, los repartidores o los enfermeros se hicieron visibles. Pero las aguas vuelven a su cauce y la clase dominante trata de imponer, de nuevo, un tupido velo sobre la realidad.

A especular en la bolsa, ser comisionista o vivir de rentas inmobiliarias lo llaman trabajo. Son actividades parasitarias que ejercen personas que quizás han estudiado mucho pero que aportan poco a la sociedad en la que viven. A pesar de ello, creen merecer el lugar que ocupan en la jerarquía económica y social. Es lógico, tienen el poder y la capacidad para de que las leyes respondan a sus intereses, también el relato mediático. Desde sus cenáculos nos cuentan, como el juez Velasco, lo importantes que son sus trabajos y lo poco relevantes que son el resto. 

La meritocracia como velo del clasismo

La lógica final subyacente es muy simple y sustenta todo el entramado superestructural del capitalismo: el discurso de la meritocracia. Ésta sostiene que todo el mundo se ubica en la jerarquía social en función de lo que ha hecho, de manera aislada e individualista, para situarse laboral, económica o socialmente. La meritocracia no tiene en cuenta el impacto que las condiciones socioeconómicas de partida, el origen familiar o la red de contactos tienen en el “éxito” de las personas. Es más, los discursos meritocráticos sirven para justificar lo relativo del peso de los factores sociales cuando la voluntad y el esfuerzo individual se combinan para luchar contra los elementos. 

En realidad, la meritocracia es el discurso que usa el capitalismo para maquillar un orden injusto haciéndole creer a los pobres que lo son por su propia responsabilidad, nunca por la determinación de las estructuras económicas que generan la pobreza y reproducen la clase social. No hay nada que guste más a los defensores de la meritocracia que encontrar a hijos de la clase obrera triunfando profesionalmente fuera de su “hábitat natural” pero defendiendo el discurso del capital.

La clase dominante da palmaditas en la espalda a quienes logran superar esos condicionamientos de partida para mejorar, aunque sea levemente, respecto a su árbol genealógico. Se premia, por tanto, la desmemoria y el desclasamiento comprando la conciencia de los nuevos miembros arribados al panteón del éxito profesional. Por eso es tan importante que artistas como Estopa cuestionen, desde el triunfo más absoluto en lo suyo, estas falacias de un sistema capitalista que no va a permitir nunca la auténtica igualdad entre los seres humanos.  

En el fondo, a los hijos de la clase dominante, y a quienes han llegado allí olvidando su origen, les molesta que otros entren a su selecto club de exclusividad, donde antes de la relativa e insuficiente democratización del acceso a la formación universitaria, estaban acostumbrados a reinar sin nadie que les hiciera sombra.

En la actualidad, tienen mecanismos más sutiles para seguir perpetuando su orden y dominio: notas infladas en coles de élite, Universidades privadas si hace falta, enchufes, contactos de papi y mami, capital cultural y, por supuesto, la soberbia que te hace ir por la vida creyendo que mereces lo que tienes porque tú solito te lo has ganado con tu esfuerzo. Confunden el mérito con el privilegio de clase. Otras tenemos claro que lo que ellos llaman meritocracia no es más que un intento de tapar su clasismo. 

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