Internacional

Austria y la victoria de la ultraderecha: sin cordón sanitario

Por ahora, nadie quiere abrir las puertas del Gobierno a la ultraderecha, pero el FPÖ fue la lista más votada el pasado septiembre y ya sabe lo que es acceder al poder gracias a los conservadores.

«Cuidado, extranjeros», advierte una pintada racista a la entrada de Schruns, pueblo alpino del distrito de Bludenz famoso por su estación de esquí. LOURDES VELASCO

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Miedo, indignación e incertidumbre son las emociones por las que transita una parte de la ciudadanía austriaca ante la posibilidad de que asuma el poder la extrema derecha, que el 29 de septiembre ganó unas elecciones nacionales por primera vez después de la II Guerra Mundial. En Austria no hay cordón sanitario a los ultras del Partido de la Libertad (FPÖ), que ya gobiernan junto a los conservadores en tres regiones y han estado en el Gobierno estatal dos veces, la última de ellas entre 2017 y 2019.

Así, el idílico país alpino podría convertirse en el próximo laboratorio de las políticas antiinmigración, las que frenan la lucha contra el cambio climático o las que relegan a la mujer al papel social de madre y esposa. Con esas premisas y diciendo de sí mismo que quiere ser el «canciller del pueblo» –apelativo por el que se conocía a Hitler–, el líder ultra Herbert Kickl ha obtenido un 29% de los votos.

Herbert Kickl, el líder de la ultraderecha austríaca, en un cartel. L. V.

Por el momento sigue sin despejarse el color del próximo gobierno y parece que la incógnita tardará en resolverse. En 2019 ya costó 100 días conformar un pacto y esta vez las votaciones regionales en Voralberg y Estiria (que se disputarán a finales de noviembre) condicionan particularmente las negociaciones. Nadie desvela con qué cartas va a jugar. El presidente de la República, Alexander Van der Bellen, ha retrasado la decisión sobre a quién encargará la formación de gobierno porque Kickl, con 57 escaños en un Parlamento de 183 diputados, necesita socios y ningún partido se ha mostrado dispuesto a coaligarse con él. El presidente ha pedido a los candidatos de las tres fuerzas mayoritarias –el FPÖ, el conservador ÖVP y el socialdemócrata SPÖ– que exploren acuerdos.

El actual canciller, el conservador Karl Nehammer, ha dicho que no está dispuesto a convertir a Kickl en su sucesor, pero existiría la posibilidad de una alianza entre ambos partidos sin él como líder. Sin embargo, el ultra ha dejado claro que siendo el FPÖ el partido más votado, no aceptará que el cargo de canciller recaiga en sus socios.

Otra opción sería formar una «gran coalición» a la alemana entre el ÖVP y el SPÖ, que tendría una mayoría ajustada de 92 escaños en un Parlamento de 183 miembros, con la posible incorporación del partido liberal Neos. Sin embargo, la desaceleración económica, con una contracción prevista para 2024, y la creciente presión sobre la política migratoria dentro de Austria, hacen que la opción de un gobierno de las derechas se vea como una posibilidad real.

El extremismo cotidiano

Nadine Kasper, concejala de Los Verdes en Vandans, un pueblo alpino en el que los ultras ganan elección tras elección desde la década de 1980. CEDIDA

Eso es lo que teme Nadine Kasper, de 44 años, diputada de Los Verdes en la región de Voralberg, que recuerda a La Marea cómo los conservadores empiezan por decir tradicionalmente que no van a pactar con los ultras para acabar haciéndolo al final. Kasper es concejala en Vandans, un pueblo alpino de menos de 2.000 habitantes orientado al turismo donde la extrema derecha gana desde los años ochenta elección tras elección.

Para ella y su familia es extenuante nadar a contracorriente. «Disfruto viviendo aquí porque el entorno es realmente hermoso. Y siempre pienso para mis adentros: no me dejaré ahuyentar. Pero no es fácil. Cuando busco a gente para contar los votos no encuentro a nadie. Me responden: hay un grupo peligroso y les tenemos miedo. Todo empieza con el miedo, mucho miedo, así es que quien diga que no hay paralelismos con los años treinta quizás debería volver a los museos de historia y leer ciertos libros», dice la diputada comparando el ambiente actual con el de la Austria prenazi. Para apuntalar su razonamiento recuerda que los días previos a las elecciones aparecieron carteles con pintadas abiertamente racistas. 

Comparte esa impresión Marianne Slovik, una mujer de 80 años que ni siquiera puede hablar de política con sus amigos porque sabe que algunos de ellos votan al FPÖ. No lo puede entender. «Tengo mucho miedo. Yo ya soy una mujer mayor, pero cuando pienso en mis hijos y en mis nietos me pregunto: ¿es que no hemos aprendido nada? ¿Qué tipo de mundo les estamos dejando?». También lamenta que sean los mismos jóvenes quienes apoyen al FPÖ como un acto de rebeldía y de expresión del descontento, sin ser conscientes de las implicaciones que tiene su voto. «Cómo Hitler fue capaz de inspirar a tanta gente es algo que sigue siendo un misterio para mí», lamenta con miedo a que algo similar se repita.

Marianne Slovik vivió la posguerra y teme que su país se deslice otra vez hacia el nazismo. L. V.

Su padre era alemán de los Sudetes y llegó a Austria como refugiado tras ser expulsado de Checoslovaquia durante la II Guerra Mundial; ella vivió la posguerra y está convencida de que Austria y Europa van de nuevo en «la dirección equivocada», sobre todo en lo que respecta al relato deshumanizado de las personas migrantes. «Hay gente que piensa que los migrantes deberían desaparecer. Yo me pregunto si es que no les ponen cara, si no saben que están hablando de echar a nuestro jardinero, del que nos hace una pizza tan buena en el restaurante del pueblo al que vamos todos, del que forma una familia en Austria y tiene una vida buena aquí», dice la anciana.

El FPÖ ha llegado a proponer políticas centradas en la llamada «emigración de retorno», eufemismo utilizado para referirse a la expulsión de migrantes que no se adapten a lo que ellos consideran las normas austriacas. Son ideas que generan rabia en personas como Idris Mawili, un hombre de 58 años que toma té con sus amigos en el centro social de la mezquita de Bludenz, el pueblo de 15.000 habitantes en el que vive. Llegó a Austria hace 35 años procedente de Turquía como «trabajador invitado», a raíz del acuerdo entre ambos países firmado en 1965.

Una xenofobia habitual

Idris Mawili, de origen turco, posa ante la mezquita de Bludenz. Tras 35 años en el país, se considera «más austriaco que Kickl». L. V.

Idris hizo su vida aquí, trabajó duro, formó una familia y tiene tres hijos y tres nietos, todos austriacos. También él lo es desde el año 2000. La situación ha empeorado, explica, porque hay más inestabilidad últimamente, aunque en su opinión la xenofobia lleva mucho tiempo presente en la sociedad. «Cuando estoy en el trabajo, veo que tengo compañeros buenos y malos; algunos me tratan bien, otros con desprecio. No me gusta, pero es así en todas partes. Un gobierno racista no ayudará a que la convivencia sea mejor».

De todos modos, él asegura no sentir miedo. Quiere dar la batalla. «Soy más austriaco que Kickl. Llevo 35 años aquí». Y recuerda a los políticos cuál es su responsabilidad con las personas que huyen de Siria, Afganistán, Irak o los conflictos bélicos. «Fomentaron la guerra, con armas, y ahora no quieren acoger a la gente que viene», dice. «Lo que necesitan las personas es paz», añade.

Ammar llegó huyendo de la guerra de Irak. Reconoce que hay racismo en Austria, pero está contento: «Quería paz y tengo paz». L. V.

Eso, precisamente, es lo que ha venido a buscar a esta parte del mundo Ammar. Tiene 33 años y lleva un año viviendo y trabajando en la región de Voralberg. Vino solo. Huyó de Kirkuk, en Irak, y ahora trabaja en la construcción. Dice que gana unos 2.000 euros y que cree que sus compañeros perciben más, pero, asegura, no le importa, porque tiene suficiente para vivir. Sí que reconoce que hay racismo en Austria pero ni siquiera quiere hablar de ello. «Yo estoy contento. Quería paz y tengo paz. Tengo un trabajo. Quiero estar aquí», explica a La Marea.

A Hagi Kabul, que llegó como refugiado de Afganistán, sí que le molesta, y mucho. Al principio tampoco se daba cuenta, pero él lleva ya cinco años viviendo en Austria y está cansado de aguantar a personas que le apuntan con el dedo. Calcula que en 2027 obtendrá la nacionalidad austriaca, si es que un gobierno racista, dice por mensaje, no se lo impide. Trabaja en una fábrica, está comprometido, es feliz y pretende quedarse todos los años que pueda «en el país más bonito de Europa», porque, reivindica, «todos nacemos con cinco dedos y todos somos iguales».

Mujeres y cambio climático

Además del racismo, a la generación más joven le preocupa lo que va a pasar si el FPÖ, con su postura escéptica sobre el cambio climático por bandera, llega al poder. Se oponen a unas medidas ambientales que, según ellos, perjudican a la industria y el empleo. Critican las políticas climáticas europeas, presentándolas como excesivamente punitivas para la economía de Austria, y buscan mantener el consumo del gas y el petróleo. «Creo que somos la última generación que puede hacer algo respecto al cambio climático. Y si no lo hacemos ahora, habremos perdido este partido», lamenta Nadine Kasper.

En cuanto a los derechos de las mujeres, el FPÖ promueve una visión tradicional de la familia y pretende incluso limitar las donaciones a las organizaciones LGTBIQ+, abrir una oficina donde puedan ser denunciados los profesores «no neutrales» y reducir las penas por los discursos de odio. «Si miramos los países gobernados por la extrema derecha, podemos ver que los derechos de las mujeres son los primeros en ser restringidos. Se promueve una imagen familiar muy tradicional. Meloni en Italia está poniendo las cosas extremadamente difíciles a las parejas del mismo sexo. Y, además, estas no son promesas vacías, sino que se implementan inmediatamente», alerta Nadine Kasper.

El resultado de una coalición conservadora en Austria tendría, asimismo, implicaciones para Europa, ya que la victoria del FPÖ refuerza el eje de Hungría y Eslovaquia y se suma a los recientes éxitos de partidos similares en Alemania o Países Bajos. La cuestión migratoria y la postura prorrusa del FPÖ, que rechaza el apoyo militar a Ucrania, podrían añadir tensión a las ya complejas dinámicas de la política europea. Las organizaciones civiles se manifiestan y luchan para que Austria cumpla, en realidad, la voluntad de las urnas: la extrema derecha ganó, sí, pero el 70 por ciento de los austriacos ha votado por otros partidos. 

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