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“En Bolivia el divorcio entre movimientos sociales y gobierno es notorio”
Erika González / Entrevista a Marco Gandarillas, director del Centro de Documentación e Información de Bolivia (CEDIB)
Erika González* // En estos últimos meses, la tensión entre el gobierno de Bolivia y algunas organizaciones sociales ha ido a más. En agosto pasado, Álvaro García Linera acusó a cuatro de ellas de estar mintiendo para favorecer a intereses y empresas extranjeras; según el vicepresidente, reciben dinero del exterior para que “nos convirtamos en guardabosques”. Entre esas organizaciones estaba el Centro de Documentación e Información de Bolivia (CEDIB), un centro de estudios que alberga el mayor fondo hemerográfico del país y tiene una amplia trayectoria en la difusión de pensamiento crítico, que respondió diciendo que “se intenta acallar nuestros estudios, que muestran la inviabilidad del extractivismo”. Aprovechando su paso por Madrid esta semana, entrevistamos a Marco Gandarillas, director ejecutivo del CEDIB, para conocer sus impresiones sobre esta y otras cuestiones relacionadas con el momento actual que vive Bolivia.
El gobierno boliviano ha sostenido que la fase extractivista es indispensable en el corto y medio plazo para alcanzar el “buen vivir”. ¿Es posible partir del extractivismo para llegar a ese “buen vivir”?
La primera cuestión es que había la creencia de que no se podía, ni se debía inicialmente, hacer un desacople de la globalización, es decir, del papel histórico de Bolivia de ser un proveedor de materias primas y recursos naturales. De lo que se trataba, en opinión de los gobernantes, era de sacar un mayor provecho de esta relación, casi necesaria, a través de impuestos. Creo que este es el inicio del círculo vicioso que ha llevado a una profundización del extractivismo.
En el momento en que entra Evo Morales al gobierno se da un cambio en la economía mundial: suben los precios de casi todas las materias primas, como el petróleo, los minerales y la soja. Esto repercute en mayores ingresos para el Estado boliviano y, en consecuencia, en una profundización de la dependencia de las exportaciones, en vez de en un desacople de la globalización. Se da, además, un cambio fundamental en la manera de concebir el Estado en la economía: este pasa a ser un gestor de las exportaciones, su papel fundamental es garantizar que haya un flujo constante de materias primas al exterior, que no se interrumpa de ninguna manera. Así que se orienta la mayor parte del presupuesto público a mantener este flujo. Y esta es la curiosa particularidad de la nacionalización del gas: no se nacionalizan los campos, lo que más se nacionalizan son las infraestructuras de transporte. Con lo que este deja de ser un costo para las empresas privadas, que son las principales extractoras.
¿YPFB no tiene un fuerte papel en la exploración y explotación de petróleo?
En la exploración sí, porque es una inversión sin retorno. Es como en los años previos a la privatización, cuando el Estado hizo una inversión enorme en exploración para determinar los lugares donde había yacimientos. Pero luego se dio a las empresas la exploración específica orientada a la explotación. Es decir, el mayor riesgo que hay en el sector se asume por el Estado y se aminora para las compañías.
El Estado dijo “queremos ser socios de las empresas, no que sean patrones”. Esa sociedad consiste en que las compañías exportan y Bolivia les da todo tipo de facilidades a nivel comercial, de infraestructuras, de régimen impositivo, laboral y ambiental, para tener las rentas. Cuanto más exporten, más gana el Estado. Y ahora, con la caída de los precios, para compensar la pérdida de ingresos se tiene que exportar más y las inversiones del Estado se destinan a este fin. Este es el círculo vicioso.
Entonces, ¿hacia dónde se dirigen principalmente los ingresos públicos?
La enorme cantidad de recursos que recibe el país por este boom le ha generado un problema: tiene más recursos que nunca en la historia, sin tener claro cuáles deben ser las prioridades en la inversión pública. De forma muy pragmática, se decide que las inversiones prioritarias se destinen a favorecer las exportaciones y entonces el 80% se destina a todo lo que las facilite y las amplíe. Entonces, esto repercute en el país en la proliferación de infraestructuras; como deben hacerse con mucha rapidez, eso conlleva incumplir acuerdos sociales y legales que involucran los derechos de aquellos que van a ser afectados, sobre todo de los pueblos indígenas.
Según el gobierno, son decisiones a las que nadie tiene derecho a oponerse, quien lo haga está atentando contra los intereses y la seguridad del Estado. De esa manera, transforma toda esta energía social, que va cuestionando el ritmo de la política económica, en enemigos internos a los que hay que reprimir. En muy poco tiempo, entre 2010 y 2011, se dan las primeras y a la vez más fuertes acciones represivas del Estado hacia las personas que cuestionan esta manera de conducir el proceso. La marcha contra la construcción de una carretera a través del TIPNIS (Territorio Indígena Parque Nacional Isiboro Sécure) se hace emblemática por eso, porque supone una represión nunca antes vista hacia el sector más vulnerable, los indígenas amazónicos, y contra una parte de la sociedad urbana que les apoya. ONG ambientales, defensoras de pueblos indígenas y organizaciones de derechos humanos, entre otras, son duramente atacadas, catalogadas como “enemigas del desarrollo”. Y se les trata de vincular, sin ningún tipo de prueba, con movimientos separatistas o con fuerzas de la derecha internacional.
¿Por qué se utiliza una estrategia de represión y no de diálogo?
Creo que por la naturaleza de la política. El gobierno se halla ante el hecho de mantener el flujo de las exportaciones y esto supone hacer las cosas muy rápidamente. Por ejemplo, hay que hacer una carretera en seis meses, lo que significa construir sin el concurso y el convencimiento de la sociedad, más bien contra la sociedad. La rapidez está marcada por la demanda del mercado; es decir, si se necesita aumentar la producción de soja para compensar la caída de precios, esto se debe realizar rápidamente. Y si se hace un proceso de consulta a los indígenas, puede que tarde dos años. Si estamos hablando de hacer las cosas bien, respetando a la sociedad y el medio ambiente, supone entrar en otra dinámica en tiempos. El gobierno va entendiendo, entonces, que su proyecto económico, extractivista a ultranza, supone desconocer derechos.
Por el lado social lo que se produce es una enorme desilusión y, en algunos sectores, desmoralización. Porque es un proceso en el que apostaron todo y, de pronto, no es más suyo sino que responde a intereses empresariales, de grandes transnacionales. Más bien se les considera hostiles y enemigos por reclamar sus derechos o por exigir participación. Y este divorcio entre movimientos sociales y gobierno es cada vez más notorio. Para mí representa el surgimiento de un nuevo proceso social, nuevo porque ha habido un punto de ruptura con nuestra tradición política previa. Hay muy poco que recuperar de las organizaciones históricas, porque casi no existen. El sector que ha quedado desprovisto de sus organizaciones tradicionales se organiza de otra manera, de formas novedosas, fuera de estructuras tradicionales. Es un movimiento social más heterogéneo, pero que tiene más posibilidades de evitar la cooptación estatal. Y que es duramente perseguido.
Más allá de los sectores más afectados, ¿cuál es la respuesta de la población?
Inicialmente se dio un debate que también fue inédito; un debate entre desarrollo y conservación que partía, desde el lado gubernamental, de la idea de que hay un costo que hay que asumir: hay quienes se van a perjudicar pero Bolivia tiene que desarrollarse, a pesar de unas minorías. Pero ahí la sociedad empezó a ver con cierta claridad que no se trataba de unos pocos frente a una mayoría, sino de algo que beneficiaba en el fondo a la globalización. Es decir, que la construcción de una carretera, como la que pretendía atravesar el TIPNIS, iba a beneficiar a los empresarios de la soja porque su objetivo principal era facilitar la exportación de este producto.
Fue el momento inicial del divorcio entre una parte que apoyó decididamente el proceso de cambio. Los pueblos indígenas amazónicos fueron un pilar fundamental, y las organizaciones de derechos humanos y ambientalistas fueron parte del movimiento; su alejamiento hizo que el gobierno interpretara que la oposición no era tanto la derecha política, sino que iba a ser la sociedad organizada independiente del Estado. Y entonces diseña una estrategia, que ahora está probada, de ilegalización de estos movimientos sociales independientes.
Ante esta situación, ¿cuáles son los escenarios de futuro?
Hay que tener en cuenta el derrumbe de los precios de las materias primas. El gobierno, entonces, tiene que replantearse varios de sus proyectos porque son económicamente inviables; va a tener que gestionar una crisis económica. Por otra parte, está gestionando una crisis política, y lo digo porque este divorcio con la sociedad se ha vuelto problemático. Por ejemplo, en Potosí, que votó masivamente a favor de Evo Morales, ha estado paralizada la ciudad con una movilización de casi dos meses.
Desde el lado de la sociedad, el dilema actual es si se va a seguir apostando por encaminar las energías hacia lo electoral o si, por el contrario, se va a apostar por recuperar y fortalecer el tejido social. Es posible que la crisis económica haga que el gobierno tome cualquier medida que tenga un impacto negativo en la calidad de vida de la sociedad y sin el respaldo social que tuvo, lo que puede dar lugar a una conflictividad inmanejable. Lo que se perfila es un escenario donde va a ganar protagonismo la movilización social.
* Erika González es investigadora del Observatorio de Multinacionales en América Latina (OMAL) – Paz con Dignidad.