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Agotados de esperar el fin
"Los grandes medios entendieron bien cuál es la naturaleza del debate ideológico. No un enfrentamiento entre ideas, ni siquiera una lucha entre ideas y mentiras, sino la ocupación de los espacios en los que esas ideas perviven", escribe el autor
Todos sabemos más o menos qué es el tiempo, pero por contra ninguno, ni siquiera los físicos, sabríamos definirlo muy bien. Algunos lo tratan como una propiedad de la materia, otros como una dimensión. En todo caso es una abstracción que nos supera a la mayoría. Una abstracción por contra real, presente, diaria. El tiempo, a un nivel ordinario, o mejor dicho, su medición y representación, no es más que una convención, una utilidad necesaria y directamente relacionada con la producción y el comercio.
Las elecciones son algo parecido al tiempo, un tratado que sirve para normalizar una serie de procesos políticos, una herramienta con diferentes utilidades dependiendo de quién la sostiene. En todo caso, las elecciones definen etapas resultando ser -nos guste o no- los puntos de partida y fin en los que nos movemos convencionalmente.
Este año, 2015, está siendo una de esas prolongadas fronteras en las que, tras Municipales, Autonómicas y Catalanas, llegarán las Generales. En esta serie de metas y salidas necesitaríamos definir quién son los corredores.
Un análisis rápido nos llevaría a pensar que, en efecto, los corredores son los que disputan la carrera, en este caso los partidos. Da un poco igual si estos se sitúan en la nueva política o se apellidan de convergencia: cuando te colocas el dorsal a la espalda aceptas las reglas de la competición. Aunque hay algo de verdad en que los partidos políticos son los participantes en liza, quedarnos aquí nos hurtaría una parte indispensable del asunto.
De una u otra forma los partidos no son más que representaciones organizadas de necesidades de grupos sociales. Podemos discutir si en el proceso desarrollan intereses propios o si, sobre todo los que encarnan lo crítico con lo establecido, son transmisores efectivos de las necesidades de los de abajo. Lo esencial es que por sí solos no son más que fotografías más o menos afortunadas de realidades más amplias, máquinas que necesitan del votante para significar algo en lo electoral.
Por lo tanto, al final podríamos decir que los partidos son la bicicleta y sus votantes las piernas que los impulsan (estamos seguros que tanta metáfora deportiva estará haciendo las delicias de nuestro Presidente del Gobierno.)
¿Cómo anda el ciclista que se suele situar abajo y a la izquierda o, para no herir susceptibilidades flotantes, al menos descontento con lo existente? Da la sensación de terriblemente cansado, casi exhausto, justo en el momento en que se está acercando a la línea de meta.
Razones podríamos encontrar por decenas. Todas ellas describirían momentos concretos del proceso que nos ha llevado hasta aquí y, quizá, nos harían perdernos en un bosque de recriminaciones y fallos que podrían oscurecer la necesaria imagen final. Eso llamado gente -un concepto, una vez más como el tiempo, tan difuso como útil- de lo que parece estar cansada es de la política en sí.
¿Cómo es posible que esto haya sucedido viniendo de un tiempo inmediatamente anterior donde la política se situó como centro permanente de la vida pública?
Hagamos un pequeño interludio. No sé si recuerdan Tómbola, aquel espacio televisivo que encandilaba a las audiencias allá por los primeros años de la pasada década. El programa partió de una idea demente que con el paso de los años se demostró cierta (una cosa no invalida la otra): en una tertulia da igual de lo que se hable, da igual, incluso, si los intervinientes tienen alguna autoridad intelectual respecto al tema tratado; lo esencial es proporcionar un patrón reconocible semana a semana y el ruido se convertirá, casi por arte de magia, en espectáculo. Aunque Tómbola desapareció en el 2004 (aquellos meses de sucedáneo moral del inicio del gobierno Zapatero) dejó un modus operandi para todos los programas del corazón venideros.
¿Sólo del corazón?
Las televisiones, en nuestra época, también son parecidas a los partidos políticos: sin sus tele-espectadores no son nada. Para contar con audiencia requieren de algo llamado representación. A menudo, en momentos normales, tienen tal capacidad de influencia que son a la vez creadoras de una necesidad que ellas mismas suplen. En momentos normales.
La crisis quebró incluso la capacidad de las empresas televisivas de suplantar la realidad. De repente la gente requería, ansiosa, de explicaciones a lo que estaba ocurriendo a su alrededor. El espectáculo quedaba inhabilitado, temporalmente, para realizar una de sus funciones: la de ocultación.
Esto tuvo dos consecuencias inmediatas. Una minoritaria, el despegue y nacimiento de medios de comunicación alternativos a lo existente. Una mayoritaria, la proliferación de multitud de espacios en los que se hablaba de política, como debates y documentales, junto con el lanzamiento al estrellato de cualquier periodista, politólogo o economista que estuviera dispuesto a aguantar el calor de los focos.
En definitiva, las empresas de comunicación, con las televisiones a la cabeza, tuvieron que responder apresuradamente a una situación en la que la exigencia de situar lo esencial por encima de lo contingente era clamorosa. La política se volvió el centro de nuestras vidas, también de la que sucede pegada a la pantalla.
Aunque ¿ocurrió realmente así?
Las medios se vieron en una encrucijada de difícil solución: por un lado no podían dejar escapar al público, perder su representatividad en favor de nuevos medios e internet. Pero por otro sus intereses, como grandes empresas, difícilmente podían coincidir con fomentar hablar de política en un momento tan extremo en el que tratar cualquiera de estos temas era, irremediablemente, dar aliento a aquello llamado indignación.
Es decir, ni siquiera la tan útil mentira valía ya. No se podían mantener por mucho tiempo noticias sobre la recuperación de la economía cuando cada día miles de personas se iban al paro, no se podía aparentar normalidad cuando las calles estaban llenas de gente exigiendo responsabilidades (de una forma tan acelerada como sentimental, tan empírica como instintiva). A su vez, un enfrentamiento teóricamente honrado entre los defensores de lo existente y sus críticos pintaba mal: hacía falta mucha desfachatez para defender a cara descubierta según qué cosas.
Y de repente alguien pareció acordarse de un programa, de un concepto, de un modus operandi: el de Tómbola.
(Está bien. Las cosas seguramente no sucedieron justo así, pero a veces los procesos son más fáciles de entender con el personalismo del tipo al que se le enciende una bombilla que con la explicación prolongada de la simbiosis de formas dominantes que marcan el carácter de un momento).
¿No quería la gente política, no deseaban los espectadores oír hablar de la crisis? Démosles lo que piden, y no sólo en los informativos, sino en grandes cantidades, hasta que queden saciados por saturación. De hecho démosles algo que sirva para conjugar su requerimiento y que deje a salvo nuestros intereses, démosles un sucedáneo, un pastiche, algo que parezca política pero que realmente no lo sea. Hagamos de Tómbola una tertulia política.
Así, entre focos, ruido y efectismo, la propia crisis quedó reducida a un acontecimiento inevitable, un accidente, algo similar a un terremoto, cuando no a algo tan condenadamente difícil de entender para el espectador medio que no merecía la pena ni esforzarse en comprenderlo. Las obras faraónicas se transformaron en la megalomanía absurda de individuos concretos, los políticos, y no en la mediación que tenía el sector privado para, mediante la corrupción, enriquecerse a sobrecoste creando a su vez una tupida red clientelar. Incluso la más pura representación del conflicto, las manifestaciones, quedaron reducidas a una especie de carrusel deportivo donde primaban las imágenes de caos y el saldo de detenidos que las propias causas de la mismas. Los expertos, si alguna vez los hubo, dieron paso a los mariñas y las karmeles que parecían debatir sobre algo cuando realmente lo hacían sobre la más abrumadora nada.
¿Y qué fue de los intentos de intervención en todo este circo? En el mejor de los casos sirvieron para dar a conocer a figuras concretas al gran público (ese chaval de la coleta que daba caña al Inda) pero parece, a juzgar por la escasa comprensión general a cualquiera de los procesos que dieron lugar a aquello llamado crisis, que no arrojaron luz concreta sobre nada. Quien lo intentó mediante la pedagogía quedó sepultado bajo los alaridos o incluso los aplausos: parecía que cuando alguien se acercaba a algún sitio concreto, el público, espoleado por el regidor, interrumpía aquello con una muerte dulce.
Para la duda nos quedará de momento (siempre es siempre demasiado) qué hubiera ocurrido si la ansiedad del intento de llegar al gran público por los grandes medios hubiera sido sustituida, o al menos complementada, por hacer de los medios críticos e independientes de los poderes económicos, grandes medios.
La televisión y sus formas de acercarse y tratar la crisis ejemplificaron bien en qué consiste el espectáculo: en la definición académica de pantalla, aquello que se sitúa delante de otra cosa para ocultarlo, o aquel artefacto que emite imágenes, a menudo reflejos -distorsionados en un actualizado Callejón del Gato- de la realidad.
Los grandes medios entendieron bien cuál es la naturaleza del debate ideológico. No un enfrentamiento entre ideas, ni siquiera una lucha entre ideas y mentiras, sino la ocupación de los espacios en los que esas ideas perviven. Una idea lucha hoy contra su émulo y, a menudo, perece bajo un doppelgänger astuto de mirada torva.
El ciclista -la gente- ya estaba en pájara mucho antes de llegar a la meta, justo en el momento cúlmen del final de la convenida carrera, hastiado, exhausto, no porque pensara que no merecía ganar, sino porque había de dejado de encontrarle sentido alguno a la competición.