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Blockadia: los nuevos guerreros por la Tierra

Un informe asegura que en un 17% de los casos la presión social ha logrado ganar un juicio o paralizar un proyecto lesivo con el medio ambiente

Artículo incluido en el nº 30 de La Marea

BUENOS AIRES // La montaña impone sus tiempos y su silencio. La cordillera andina, la espina dorsal de una América Latina con las venas todavía abiertas, se alza majestuosa, con sus cerros de mil colores, atravesando el continente suramericano. Pero hoy, en amplias franjas de la cordillera, ese silencio milenario se ha visto sustituido por las explosiones de la roca que requiere la megaminería a cielo abierto para extraer el poco oro que alberga la montaña en sus entrañas. A su paso, la actividad minera a gran escala deja un paisaje lunar, devastado; aguas contaminadas; oro para la exportación y un círculo vicioso de pobreza y dependencia para las comunidades locales. No extraña entonces que la megaminería sea, en toda América Latina, una de las principales fuentes de conflictividad social.

«Mina es muerte». «El agua vale más que el oro». «No a la mina, sí a la vida». Lemas como éstos se repiten en las calles y las carreteras al atravesar las provincias de la Argentina cordillerana. En La Rioja, la pequeña localidad de Famatina, con 6.000 habitantes, lleva desde 2007 plantando cara a las corporaciones mineras. Primero fue la canadiense Barrick Gold; después, Osisko Mining. Ganan una batalla y fuerzan al Gobierno a que rescinda el contrato con la multinacional, pero un tiempo después, vuelve la ofensiva. «Es como el marido golpeador, que se disculpa, regala flores, pasan un par de meses y vuelve», señala una de las activistas, Carolina Suffich. En Famatina saben que no habrá tregua mientras el oro siga allí; y siguen dispuestos a dar la batalla.

Cada vez más, unas luchas contagian a otras. Piru, una de las activistas que plantó cara a la Barrick Gold en Famatina, protagonizó en 2014 la movilización social que frenó, al menos de momento, los planes de Monsanto de construir en Córdoba la que sería la mayor planta regional de maíz transgénico. «La acampada ha servido para fortalecer las luchas, ha sido un punto de encuentro para las diversas organizaciones”, cuenta Piru. «Cada vez más gente se está dando cuenta de la perversidad del modelo. Es el momento de unificar las luchas y pelear por los derechos colectivos: es el momento de unirnos toda América Latina», añade.

Al otro lado de la cordillera andina, el pueblo mapuche se enfrenta a la expansión de los proyectos hidroeléctricos. En el Alto Bío Bío, las represas de Pangue y Ralco, inauguradas entre principios de los 90 y comienzos de los 2000, tuvieron efectos devastadores para la población indígena: los desplazamientos forzosos deterioraron no sólo sus formas de vida, basadas en la ganadería y la agricultura familiar, sino también las redes de solidaridad comunitaria; el Gobierno incumplió, además, su promesa de no volver a autorizar proyectos hidroeléctricos en la región. «Nos arrebataron nuestro territorio porque no lo supimos defender», lamenta la ñaña (hermana) Anita, una anciana ágil y vivaracha que protagonizó durante años la resistencia a la represa. La ñaña recuerda las consecuencias de aquella oposición: persecuciones, golpes, detenciones, allanamientos, acusaciones de vandalismo. «Fue una lucha de mujeres: los hombres tenían más miedo», asegura. Y anima a su pueblo a seguir resistiendo: «Los mapuches de la cordillera respirábamos los árboles. Teníamos poca ropa, vivíamos con poco, y sin embargo estábamos saludables: disponíamos de la energía de los árboles y de nuestras medicinas. Esta tierra es mapuche y la tenemos que recuperar».

Zonas de sacrificio

La lucha, como señala Carolina, es por los recursos naturales; los activistas tienen una conciencia creciente de resistir frente a un modelo extractivo que se concreta en la minería, la explotación de hidrocarburos, la construcción de megarrepresas o la expansión de la soja transgénica. En todas sus formas, la apuesta extractiva deja a su paso destrucción de ecosistemas y, también, de culturas y formas de vida: los territorios se convierten en «zonas de sacrificio», una expresión popularizada por los activistas para subrayar cómo estos proyectos, que dejan generosas plusvalías a las multinacionales, suponen el sacrificio de territorios y pueblos enteros. Las empresas y los gobiernos que las apoyan llegan con las promesas de empleo, desarrollo y progreso; los nativos ya no les creen y responden que su territorio no está en venta.

Otra realidad se repite a lo largo y ancho de América Latina: cuando las promesas de las compañías y las manipulaciones del mainstream ya no convencen y los pueblos se deciden a frenar los proyectos extractivos, el Estado responde con la fuerza. Las movilizaciones sociales son sistemáticamente represaliadas por las autoridades, a veces con la intervención de las Fuerzas Armadas o de grupos paramilitares (ver gráfico). También es generalizada la connivencia de los países donde las empresas tienen su sede, como es el caso de Canadá, que alberga más de la mitad de las compañías mineras a nivel mundial y que ha sido formalmente denunciado ante la Comisión Interamericana de Derechos Humanos (CIDH) de la Organización de Estados Americanos por dar apoyo diplomático y financiero a empresas que vulneran los derechos humanos. Y sin embargo, los pueblos resisten, y tienen cada vez más pruebas de que David puede vencer a Goliat. En Argentina, las luchas articuladas al son del grito «No a la Mina» pueden mirarse en el espejo de Esquel, al sur del país, o de Famatina. Ambos son ejemplos de que asambleas de vecinos autoconvocadas (AUC) pueden contener el avance de la minería. Según el Atlas Global de Justicia Ambiental (Ejolt, en sus siglas en inglés) –un proyecto de investigación internacional lanzado en 2014 y encabezado por Joan Martínez Alier– en un nada desdeñable 17% de los casos, las organizaciones sociales han logrado paralizar un proyecto o ganar un juicio. El Ejolt ha mapeado una conflictividad ambiental creciente en todo el mundo y especialmente activa en América Latina, donde se han documentado 300 casos, la mayoría en Colombia (72), Brasil (58), Ecuador (48), Argentina (32), Perú (31) y Chile (30).

Blockadia

El modelo extractivo «compite por recursos, como la tierra y el agua, y reestructura e influye en la forma de vida de las poblaciones locales», afirma la socióloga argentina Maristella Svampa. Las luchas ambientales visibilizan esos impactos y politizan así este tipo de cuestiones. Al politizar los problemas, descubren también las conexiones entre unas causas y otras. Entienden que la lucha contra las represas, contra la privatización de las semillas o contra la mina son parte de una misma guerra: la que combate un modelo de globalización capitalista que avanza sobre la mercantilización y la privatización de la vida. Es lo que Naomi Klein llama Blockadia en su último ensayo, Esto lo cambia todo. El capitalismo contra el clima (Paidós, 2015): la «zona transnacional e itinerante del conflicto que está aflorando con frecuencia e intensidad crecientes allí donde se instalan proyectos extractivos».

Lo característico de Blockadia es que se trata de resistencias locales, vinculadas a la defensa del territorio, pero que conectan con una mirada global y tratan de articular redes. Van entendiendo, además, que una misma narrativa hilvana Occupy Wall Street, el 15-M, las luchas contra la minería y los movimientos contra los agrotóxicos. Eduardo Luján, miembro de la Mesa Provincial No a las Represas de Misiones, admite que están «estableciendo vínculos con otras organizaciones que están en luchas similares: fracking, megaminería, agrotóxicos…». «Todas estas actividades forman parte de un gran problema ambiental que nos afecta a todos. Queremos pensar un modelo de sociedad diferente, que coloque en el centro la cuestión de la sostenibilidad», añade. Estas resistencias no se limitan a decir no a los emprendimientos extractivos, sino que plantean alternativas a ese discurso hegemónico del desarrollo que sólo persigue el crecimiento del PIB, y buscan nuevos mundos posibles articulados en ideales como «el buen vivir» de los indígenas quechua.

Estas resistencias han visibilizado el entramado de corrupción que permite la aprobación de estos proyectos sin cumplir unas legislaciones ambientales de por sí laxas. «Son empresas fraudulentas que, además de violar los derechos humanos de quienes resisten estos proyectos, reacomodan legislaciones y marcos regulatorios», subraya el doctor Mauricio Berger, investigador de la Universidad Nacional de Córdoba. «No es apenas una comunidad de afectados que rechaza ser zona de sacrificio, sino una red de funcionarios públicos, académicos, activistas, profesionales y organismos que intentan hacer una valla de contención frente al avasallamiento de las corporaciones sobre una muy débil institucionalidad ambiental», añade. La disputa también se está dando dentro de las universidades o en los medios de comunicación. Todo eso es Blockadia, diría Naomi Klein.

El problema de fondo es sistémico y global: las empresas multinacionales, un actor con cada vez mayor protagonismo en la economía y la política internacional, han diseñado a su medida una arquitectura jurídica de la impunidad: el llamado Derecho Mercantil Global o Lex Mercatoria. Ése que obliga a los Estados a plegarse a la voluntad de las corporaciones, pero libera a éstas de someterse a la justicia, como se evidenció en el caso de Chevron, que evitó pagar la multa a la que la condenó la justicia ecuatoriana por contaminar la selva durante décadas. En esa impunidad se mueven; pero toda una legión mundial de guerreros guardianes de sus territorios parece dispuesta a poner fin a su avance destructor.

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