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Remedios Zafra: “El individualismo competitivo es una lacra que convierte a los trabajadores en seres vengativos”

La investigadora sigue analizando los malestares de nuestro tiempo en ‘El informe’, donde reflexiona sobre lo absurdo de la burocracia en entornos laborales, la precariedad, los trabajos mediados por la tecnología o la autoexplotación.

Remedios Zafra, escritora e investigadora del Instituto de Filosofía del CSIC, en Madrid. ÁLVARO MINGUITO

Esta entrevista con Remedios Zafra se ha publicado originalmente en El Periscopio, el suplemento cultural de La Marea. Puedes conseguir la revista aquí o suscribirte para apoyar el periodismo independiente.

En cada respuesta de Remedios Zafra (Zuheros, Córdoba, 1973) existe una invitación a seguir pensando la forma en la que abordamos, incorporamos y nos enfrentamos a la relación que existe en el eje vida-trabajo. Una dicotomía que, lejos de ofrecer tiempo para el ocio y el disfrute, nos mantiene en una vorágine laboral infinita que parece no acabar, donde «nunca anochece y la comunicación no se detiene».

Zafra es investigadora científica del Instituto de Filosofía del CSIC y una de las pensadoras más brillantes de la actualidad. Sabe leer nuestro tiempo y el malestar físico e intelectual provocado por lo absurdo de la burocracia en entornos laborales, la precariedad, los trabajos mediados por la tecnología o la autoexplotación. A partir de la petición de un ordenador que ella misma necesita para seguir trabajando, nace la reflexión de El informe. Trabajo intelectual y tristeza burocrática (Anagrama, 2024), un libro que sigue apostando por romper el individualismo precario y descorazonador y lanza, de nuevo, la posibilidad de un futuro emancipador lleno de vínculos: «Si el trabajo nos aliena y nos sentimos solas, ¿no deberíamos advertir que decimos ‘nos’ y no ‘me’? Si la soledad a la que nos referimos es compartida por usted, por mí, por otras personas, no estamos solos en esto».

Empecemos por la cubierta. Me gustaría que nos contases por qué se eligió esta ilustración de Marta Azparren y cómo la vinculas al contenido del libro.

Su trabajo me interesa desde hace tiempo. Tenemos gran afinidad en el gusto por autoras como Simone Weil, a cuyo Diario de fábrica me acercó Marta hace unos años. Compartimos ideas, lecturas y también trabajo. Cuando estaba comenzando a escribir recibí un mensaje suyo enseñándome unos vídeos en los que ella aparecía dibujando en una lámina de gran tamaño, reproduciendo los movimientos repetitivos de trabajadoras de fábrica que previamente había grabado y que visualizaba en su pantalla. Para estos dibujos usaba unos guantes de grafito con los que iba dejando huella de la cadencia de cada trabajadora, repitiendo sus gestos e intensidades durante una jornada laboral, por ejemplo, al mover y enroscar una pieza, o al encajar un objeto en otro. Me fascinó lo que esos dibujos abstractos llegaban a concentrar, logrando materializar lo no visible, la tarea repetitiva concentrada en la repetición de un gesto que te convierte en engranaje de una máquina. Cuando hablo de los trabajos intelectuales trato de una práctica que todos imaginamos contraria a esta repetición, pero justamente lo que quería enfatizar es la deriva de los mismos hacia el apagamiento que viene de la repetición dócil y el acallamiento burocrático mediado por tecnología. La cadencia dibujada por Marta me pareció un sugerente punto de entrada para preguntarnos por las cadencias laborales contemporáneas, pero también para atraer la sensibilidad de quien ve en las cosas algo más que su literalidad.

Remedios Zafra
Portada de El informe, con la ilustración de Marta Azparren. ANAGRAMA

Señalas la importancia de los espacios vacíos, lugares para la reflexión y el pensamiento, espacios de libertad para movernos. ¿Cómo empezamos a generarlos?

El vacío en una época de saturación puede empezar con algo difícil pero posible: el «no». La negativa desvía el flujo de tareas que llena y aprieta tiempos, como una manguera de agua que se saca del cubo y lo deja vacío. ¿Cómo movernos si nada se mueve? Las maneras son diversas, una se mueve y las otras se animan, o nos movemos varias apoyándonos entre nosotras. A veces las fuerzas vienen de fuera (el empujón de algo en la vida, el extrañamiento al que nos lleva una conversación, un libro… la cultura), otras son fuerzas internas (el hartazgo, el agotamiento, la voluntad de «hasta ahora sí, pero en adelante no»). En todos los casos posibles, pienso que para llegar y mantener esas negativas sin ser ricas ni valientes necesitamos al menos dos cosas. Lo primero, la complicidad de otras, como esa hermana que te conoce y te cuida (y a la que cuidas), capaz de decirte «frena» cuando tú aceptas por defecto, ayudando a la reciprocidad solidaria para entender y poner en valor las negativas que rompen las lógicas productivas de «hacer más, todo, siempre, en todo momento». Lo segundo, la implicación responsable de quienes, desde el privilegio, pueden favorecer cambios y contextos para romper estas lógicas sin vacíos, que son lógicas sin tiempos.

El informe explica también las circunstancias que muchas personas soportan en empleos de otro tipo: alienación, precariedad, competitividad, teletrabajo con jornadas interminables. ¿Por dónde empezamos a frenar?

Un modelo laboral construido sobre la falacia capitalista de que si te lo propones «todo se puede» es una frustración anticipada. Porque somos interdependientes y nos necesitamos, y claramente no puede igual el que tiene recursos y familia políglota que el que depende de un suelo de derechos sociales. El individualismo competitivo que hoy se cultiva con la complicidad de una tecnología movida por intereses más monetarios que sociales es una lacra que trata a los trabajadores como rivales perpetuos en el proceso de una mínima estabilidad, convirtiéndolos después en seres vengativos que aplican las mismas exigencias a los que ellos evalúan. Creo que estaría bien empezar por cuidar los vínculos, por observar otras culturas, otros lazos comunitarios, experimentar con otras formas de relacionarnos. La desactivación comunitaria en lo laboral es alimento que engrasa este modelo de rivalidad productiva sostenido en precariedad y resentimiento.

¿Nos engañaron cuando hablaban de las bondades de trabajar en casa?

Creo que el teletrabajo puede ser emancipador, que incluso puede ayudarnos a romper el dilema de la relación entre vida y trabajo cuando logramos dedicarnos con concentración al trabajo que nos motiva y que en esos casos sentimos como «parte de nuestra vida». Sin embargo, la manera en que el teletrabajo se ha enfocado en las últimas décadas ha sido perversa para muchos. En primer lugar, se ha presentado como algo que siempre está en juego y que dependerá de productividad y resultados mantenerlo o no. De manera que muchos trabajadores se empeñan en demostrar que pueden «hacer más» autoexplotándose en la intimidad de sus casas para no perder el teletrabajo. El agotamiento les lleva en muchos casos a reclamar volver a un lugar y a un horario. Por otro lado, aunque elegíamos el «dónde» trabajar, habitualmente el «cuándo» ha venido cedido de antemano al «todo el tiempo». Es la trampa de los trabajos mediados por tecnología y conexión, donde nunca anochece, donde la comunicación no se detiene, y es fácil sucumbir al «seguir adelantando». Olvidamos que no hay fin, que ese trabajo nunca termina, el proceso se hace adictivo. Si esto no se limita y se regula, nuestra salud y nuestros tiempos están en riesgo.

Hablas de «autogestión derramada» y de la «desconexión como impulso». ¿Puedes profundizar en esos conceptos?

Creo que en la autogestión tecnológica ha primado una idea tramposa. Decía favorecer la flexibilidad del hacerlo nosotros mismos, pero escondía la creación de más necesidades y la descarga de nuevas tareas en los trabajadores. Autogestionarnos no ha implicado que la tecnología se ocupe de los trabajos tediosos para facilitarnos esa gestión, sino que ha supuesto convivir con formularios diabólicos y aplicaciones pensadas para extraer datos y controlar trabajos y a trabajadores, pero no para facilitar un hacer más humano. Esta multiplicación de tareas administrativas y de gestión ha sido especialmente llamativa en los trabajos más denostados por las lógicas neoliberales. Entre ellos, la academia, las humanidades y la cultura se están viendo muy perjudicados por la presión de acomodarse a códigos impropios de sus modos de hacer. Pero también por el riesgo de apagamiento de quienes debieran estar investigando, creando o educando y se ven diariamente justificando en qué, cómo y por qué trabajan, es decir, dedicados a la justificación de su trabajo y no a su trabajo. Cuando hablo de la desconexión como impulso me refiero a que no basta con apagar un par de semanas o un mes al año porque en el fondo solo supone tomar aire para «cargar pilas» y volver al trabajo. Quiero decir que no es sino una forma de mantener el trabajo en el centro de nuestra vida. Siendo conscientes de nuestra caducidad, ¿realmente podemos creer que la vida merece ser solo trabajo o preparación para el trabajo?

Están surgiendo muchas voces que escriben sobre vacaciones y turismo, proliferan textos sobre el ocio vacacional y su impacto. En tu libro también hay espacio para hablar del «merengue de vacaciones pagadas». ¿Es posible imaginar un ocio que no responda a las ganas de huir de lo laboral, que no solo sirva para «recargarnos» antes de volver al trabajo?

Cuanto más agotador es nuestro trabajo, más contraste y liberación encontramos en esa huida, más fácil proyectarla como escape y evasión, pero también más deseo del que se nutre la conversión del tiempo de descanso en un lucrativo negocio. El turismo que se está asentando es, como casi todo en esta época, masivo e irreflexivo, con itinerarios que piensan por ti y te llevan allí donde los números retroalimentan este sistema delegando en que «ya está testado». Si «todos lo hacen», si «la mayoría alquila un piso turístico», si «todos se emborrachan y tuestan al sol», si «todos vienen aquí»… ¿por qué no hacerlo? Igual que los algoritmos legitiman «lo más» como el valor de mercado, que es el valor superlativo de época. Hay un mantra tenebroso en ese «más» que habla de la forma de trabajar y vivir que hoy predomina que pareciera suicida con el planeta y con los valores humanos ajenos al mercado.

Hay una generación con origen en la clase trabajadora que entra en la universidad bajo la promesa de un futuro adecuado a su formación, algo que no se ha materializado en muchísimos casos. ¿Cómo valora este desvincularse del entusiasmo de lo que pudo ser y no fue en lo laboral?

Es un tema complejo para el que no tengo una respuesta clara. Te diría incluso que, en tanto me perturba, sigo teniéndola como motivación y conflicto pues es un asunto que punza y duele. Las aristas son múltiples. ¿Cómo construimos el valor, el prestigio y la vocación hacia determinados trabajos y denostamos otros? ¿Por qué determinados trabajos se pagan con estabilidad y sueldo y otros con temporalidad y capital simbólico? ¿De qué manera el encaje imposibilitado entre formación y trabajo tiene que ver con un excedente de personas en ámbitos humanísticos más feminizados y precarizados? ¿Por qué muchos de esos trabajos a los que a veces sí llegamos se han visto transformados y convertidos en una secuencia de concursos y evaluaciones concatenadas que expulsan a los más críticos de esas carreras? O, ¿en qué momento la desconfianza se ha proyectado con saña sobre los trabajos de la educación, la investigación y la cultura, burocratizando sus procesos y poniendo en riesgo su valor social y el afecto que nos ata a su «buen hacer»?

Si pudiera pedir un deseo, en materia laboral, ¿qué desearía?

Quizá hablaría más de motivación que de deseo, y más en plural, de la necesidad de experimentar cambios para mejorar socialmente, conscientes de que habrá errores y aprendizajes. Necesitamos orientarnos a una nueva filosofía vital donde no construyamos nuestra identidad sobre el trabajo, ni sobre lógicas precarias, hiperproductivas y competitivas que benefician a unos pocos, sino sobre un hacer menos y mejor, con mayor profundidad y valor social, sea lo que sea que cada cual haga, liberándonos de la mediación tecnológica burocrática y humanizando la tecnología (que ahora maquiniza a los humanos). Para ello me parece necesario ser capaces de construir un vínculo moral entre las personas para romper el individualismo precario y competitivo que alienta a la desarticulación social y nos apaga o resigna en la falta de alternativa. Creo en la posibilidad de movilizarnos por algo «bueno» no solo para uno mismo.

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