Internacional
Iris Gur: “Israel no es una democracia”
Iris Gur ha sido maestra, sionista y, como ella dice, "parte del sistema israelí" hasta los 52 años. Entonces, su hija le comunicó que no iba a hacer el servicio militar obligatorio y todo en lo que Gur había creído entró en crisis. Ahora es activista de Combatientes por la paz, una organización que reúne a palestinos e israelíes contra "la ocupación, el régimen de 'apartheid' y la guerra". La entrevistamos en su casa en Tel Aviv.
TEL AVIV (ISRAEL) // Iris Gur creció odiando a los palestinos, a los que consideraba seres inferiores mientras que se creía superior por ser judía; soñaba con el día en que tendría hijos para que se convirtiesen en soldados y confiaba en el Ejército la supervivencia de su país, al que imaginaba rodeado de enemigos amenazantes. Hasta que, cuando tenía 52 años, su hija le dijo que no haría el servicio militar. Ahí comenzó un viaje en el que terminaría por cambiar todas sus creencias y buena parte de su entorno. Ahora, su mejor amiga es palestina.
La entrevistamos en su casa en Tel Aviv mientras Israel lanzaba los primeros bombardeos contra Beirut, expandiendo la guerra a toda la región.
¿Qué ocurre en su vida para que se haga activista por la paz?
Hace siete años mi hija menor, Noa, me dijo que no iba a hacer el servicio militar obligatorio y que se iba a convertir en objetora de conciencia. Mi primera reacción fue gritarle que cómo se atrevía. Pero, después, pensé que había educado a mis hijos para que pensasen por ellos mismos. Así que emprendimos un viaje juntas. Ella pasó cuatro meses en una prisión militar. Y yo empecé a hacer preguntas, a leer libros y, sobre todo, a ir a Cisjordania con organizaciones como Breaking the silence y Combatientes por la paz. Así fue como a los 52 años conocí, por primera vez, a una mujer palestina y ahí cambió todo. Se llama Lama, y ahora es mi mejor amiga.
«A los 52 años conocí, por primera vez, a una mujer palestina y ahí cambio todo»
Me da vergüenza contarlo, pero de niña odiaba el árabe, el idioma. Cuando en la radio ponían una canción en árabe, cambiaba de canal. Pensaba que los árabes eran inferiores, más ignorantes. Cuando llegué a la universidad, conocí a israelíes árabes y empecé a cambiar de opinión. Como maestra y directora de una escuela, conocí a más israelíes árabes y me di cuenta de que algo estaba mal en mi percepción. Pero distinguía entre árabes israelíes y palestinos.
Fue cuando me senté con Lama y hablamos como amigas sobre todo tipo de temas, sobre la familia, sobre el trabajo, cuando todas esas ideas desaparecieron. De hecho, ahora, si a sus hijos les pasa algo es como si le ocurriese a los míos. Aquella vez que hablamos ella me dijo que también odiaba el hebreo.
En Israel, puedes pasarte toda la vida sin conocer a palestinos de los territorios ocupados. Y en Gaza y Cisjordania, a los únicos israelíes que pueden conocer los palestinos son los soldados y colonos, normalmente muy violentos contra ellos. Tras esos viajes, rápidamente, me convertí en activista y me uní a Combatientes por la paz, un movimiento binacional que trabaja contra la ocupación y la guerra, y que promueve la paz.
En Israel, hay quienes me tachan de radical. ¿Qué hay de radical en querer la paz? Me encanta la gente y creo que todo el mundo debería vivir con seguridad y libertad. Esto es lo que hago, pedir paz y y libertad para todo el mundo.
Algo que cuesta entender, y de explicar, fuera de Israel es cómo el régimen de apartheid está diseñado para que sea muy difícil que un israelí y un palestino puedan encontrarse y conocerse en una relación de igualdad.
He pensado mucho sobre ello. ¿Cómo pude tardar 52 años en conocer a una palestina de Cisjordania? Me di cuenta de que yo formaba parte del sistema que, en primer lugar, es una narración. Nací y crecí en una familia sionista israelí, soy la segunda generación de supervivientes del Holocausto. Mi padre era oficial del Ejército y me eduqué en una narrativa muy clara de que somos judíos, somos víctimas, somos superiores, somos dueños de esta tierra, un pequeño país rodeado de enemigos que nos expulsarían si los dejásemos.
El sistema israelí ha hecho un gran trabajo levantando muros, no solo entre los territorios ocupados e Israel, sino también en nuestras mentes. Así que yo no había aprendido otra cosa. He sido profesora toda mi vida y sé que la narrativa militar atraviesa nuestras vidas. En las casas y en las escuelas formamos a los niños para que vayan al Ejército. Es más, cuando yo era joven, mi sueño, como el de mis amigas, era ser madre de un soldado. Esperaba ese momento con ansias. En Israel, cuando eres adolescente, aprendes a reconocer los uniformes militares y a mirar a los soldados como héroes.
Otro ejemplo. En Israel se dice que hay un 20% de la población que es árabe, pero no se utiliza la palabra palestinos. Son israelíes árabes, y así es como crecemos sin entender nada sobre la historia de Cisjordania, Gaza o Jerusalén. Hasta el punto de que cuando detuvieron a mi hija, fui a las manifestaciones que hacían sus amigos y activistas frente a la cárcel. Me acerqué para pedirles que no gritaran contra la ocupación, era algo que no existía en mi mente, como le ocurre a la mayoría de los israelíes. Ellos no daban crédito: yo estaba negando la ocupación cuando mi hija estaba presa por luchar contra ella.
Usted educó a sus hijos en el sionismo. ¿Qué vivió su hija para romper con esa ideología?
A los 16 años, mi hija fue a estudiar a un instituto internacional, el United World College. Allí conoció por primera vez a palestinos. Una era una chica de Hebrón, que está a 16 kilómetros de nuestra ciudad natal. También se hizo amiga de un palestino de Jordania. Escuchó sus historias, sobre sus familias, sobre cómo una de sus abuelas tenía aún la llave de su casa por si podía volver algún día. Era la primera vez que tenía conocimiento de todo esto. Y decidió que no iría al Ejército. También porque es feminista y eso le impide formar parte de un sistema que controla y agrede a sus hermanas. Ese fue su viaje, así fue cómo me abrió los ojos y acabó con todo mi mundo. Ella es la inspiración de todo lo que hago.
¿Qué hace ahora ella?
Tras lo del Ejército, pasó un año haciendo servicios a la comunidad mientras conseguía una beca para irse al extranjero. Sigue viviendo allí, donde forma parte de una comunidad de palestinos, judíos, musulmanes y cristianos que están en contra de la ocupación y de la guerra. Desde el 7 de octubre, se ha vuelto más difícil estar a favor de Palestina y de la existencia de Israel. Pero es con sus amigos palestinos con los que mejor ha podido hablar sobre lo que ocurrió aquel día.
¿Y usted cómo lo vivió? Entonces ya era activista de Combatientes por la paz.
Aquel día fue cómo si el suelo temblase. Fue muy duro. Pasé por todas las etapas del duelo, el llanto, la ira, la sed de venganza, hacerme preguntas y, luego, seguir adelante. Me llevó una semana.
El 9 de octubre, me reuní con la parte palestina de Combatientes por la paz. Fue muy difícil. Mi primera reacción fue decirle a mi compañera de Ramala que les odiaba a todos. Hubo un palestino que dijo que no había sido como lo que veíamos en los vídeos. Tuvimos una segunda reunión y yo les expuse que necesitaba que reconocieran mi dolor. Y recuerdo que Jamal me dijo “por supuesto”. Y continuamos.
Para los palestinos era difícil creer que Hamás hubiera hecho lo que hicieron. Pasaron de ser las víctimas a la gente que golpeaba y asesinaba. Y para nosotros los israelíes era muy fácil querer la paz cuando estábamos en la posición de poder, pero más difícil cuando estábamos siendo atacados, cuando llorábamos recogiendo los cuerpos. Y una de las frases que me permitió seguir siendo activista fue lo que Jamal nos dijo: “Superemos el dolor juntos”. Tuvimos muchas más reuniones porque eran un lugar seguro. Por entonces, resultaba muy complicado salir a nuestras respectivas comunidades y decir: “Sigo siendo una activista por la paz”.
¿Qué ha cambiado el genocidio de Gaza?
La mayoría de los israelíes y de los judíos están atrapados en el 7 de octubre. Pero yo conozco a gente de Gaza que ha perdido hasta a cincuenta familiares, otros que no saben qué han sido de sus seres queridos. Y cada vez se me hace más insoportable.
Yo pienso con imágenes. Hace unos meses tuve una en la que había un montículo de cenizas que me resultaba familiar porque sabía que lo había visto antes en Auschwitz. Pero en mi imagen, esas cenizas estaban conectadas con Gaza. Cuando se lo conté a mi hijo me gritó que no podía ser, que no es lo mismo, que lo de Gaza es una guerra, no un Holocausto. Esa es la mentalidad israelí. Pero para mí lo que está haciendo Israel en Gaza sí es un genocidio. Además, cada semana voy al Valle del Jordán y veo lo que los colonos y el Ejército están haciendo allí contra los palestinos. Estamos haciendo lo mismo que sufrimos nosotros: los pogromos, la demolición de casas, las detenciones…
En Israel, decir lo que está diciendo puede acarrear detenciones, amenazas y, desde luego, un estigma y una criminalización muy fuertes. Y son muy pocas personas las que lo hacen. ¿Cómo lo vive usted?
Me entienden mejor cuando lo cuento en el extranjero que mis amigos en Israel. Aquí, la mayoría vive encerrada en una burbuja y no entiende lo que está pasando realmente en Cisjordania o Gaza. Así era yo hace diez años. Aquí muchos piensan que estoy loca y en otros países no entienden cómo la mayoría de los israelíes están haciendo lo que están haciendo. En España, fui a escuelas a explicar lo que estaba ocurriendo. Aquí sería imposible que me autorizaran para hablar sobre estas cuestiones. Tengo un amigo profesor que está siendo juzgado por un vídeo que publicó en las redes sociales sobre la ocupación. Puede perder su trabajo. En Israel no se puede hablar libremente de la ocupación, Israel no es una democracia. La Policía es una Policía del gobierno, el Ejército es un Ejército del gobierno. Un Estado sin una Policía ni un Ejército al servicio de su ciudadanía no es una democracia.
Eso sí. Pediría a la gente que se manifiesta en el extranjero que no grite «Palestina libre, desde el río hasta el mar» porque eso no nos ayuda a conseguir la paz. Entre el río Jordán y el Mediterráneo hay catorce millones de personas, una parte con el carné de la Autoridad Nacional Palestina y otros del Gobierno de Israel. Y otras, con ninguno, pero también nacieron aquí o vinieron y viven aquí. Y ninguna de ellas va a desaparecer. Por eso hay que apoyar pidiendo libertad y paz para todos.
«En Israel no se puede hablar libremente de la ocupación, Israel no es una democracia»
¿Cuándo fue por primera vez consciente de la ocupación?
La primera vez que fui a Cisjordania. Llegamos a una aldea palestina y desde allí miré el muro que la dividía del lado israelí. Cuando nos bajamos del autobús, llegó un jeep militar con unos soldados que nos apuntaron con sus armas. No entendía por qué lo hacían. Podría ser su profesora porque tenían entre 18 y 20 años. Nos preguntaron qué hacíamos allí. Desde entonces, la situación es cada vez peor: más soldados, más muros, más asentamientos, más vallas para cerrar las poblaciones, más demolición de casas, más arrestos de personas, de niños. Israel ha convertido la vida diaria de los palestinos en algo horrible. No tienen libertad para hacer nada, la acción más pequeña depende de lo que decida Israel. Y con esta guerra, no tienen trabajo, ni dinero, ni comida.
Las televisiones israelíes no han mostrado a una sola víctima del genocidio de Gaza. ¿Qué papel han jugado los medios israelíes en la deshumanización del pueblo palestino?
Es una cuestión que me pone furiosa y que me frustra enormemente. No creo que sean conscientes de lo que están haciendo. Están atascados en la antigua narrativa. No sé si es que creen que así ayudan a la seguridad de Israel o que defienden al Ejército. No cuentan nada absolutamente de lo que está ocurriendo en Gaza o en Cisjordania. Creo que algún día la historia juzgará a los medios israelíes.
Usted viaja semanalmente al Valle del Jordán para acompañar a las familias beduinas, dedicadas al pastoreo, que sufren continuos ataques de los colonos para echarlos de sus tierras con el apoyo del Ejército israelí. ¿Qué piensa cuando asiste a tanta violencia?
Hace dos días fue la primera vez que empleé la palabra nazi contra el pueblo judío, mi pueblo. Si lo dijese en los medios de comunicación israelíes la gente se enfadaría mucho. Pero como dice un amigo, hacemos lo que hacemos como activistas para poder mirarnos en el espejo.
Crecí leyendo historias sobre el Holocausto y muchas veces me he preguntado cómo la gente de Alemania, Polonia y de los Países Bajos pudo vivir sabiendo lo que estaban haciéndonos al otro lado del patio de su casa. Eso es lo que está ocurriendo aquí y ahora. Somos nosotros los que ahora estamos matando, la historia se está repitiendo y yo he elegido ser de las personas que no guardan silencio.
Cuando uno ve cómo se comportan los colonos en Cisjordania, cargando con sus armas, prepotentes y llenos de odio y desprecio por los palestinos, resulta obvio que son fundamentalistas con muy poca formación y una actitud mesiánica de exterminio hacia los palestinos. ¿Cómo ha fomentado el Estado israelí el crecimiento de este colectivo que tiene tantas similitudes con una secta?
Hay dos tipos de colonos en Cisjordania. Gente que quiere vivir allí porque el gobierno subvenciona a quienes se instalen en los asentamientos, en casas grandes, bonitas, jardín… Son gente que no piensa lo que está haciendo realmente, como los alemanes que decidieron no mirar por encima de la valla para no ver cómo mataban a los judíos al otro lado de su patio.
Y luego están los colonos con una ideología mesiánica sionista, que creen que el pueblo palestino tiene que marcharse de Cisjordania, pero también de Líbano, de Gaza, de todas partes. Y usan a jóvenes que vienen de hogares rotos, que, en muchos casos, abandonaron la escuela y que, para no vivir en la calle, terminan viviendo con estos adultos que los educan en el odio a los palestinos. Su función es acosarles mediante las armas para que se marchen y poder expandir ahí los asentamientos. Es una política gubernamental que lleva muchos años y que el gobierno de extrema derecha de Netanyahu ha reforzado poniendo al Ejército a trabajar para ellos. Lo he visto estando con los beduinos. Los colonos llaman al comandante y este envía a soldados que arrestan a los palestinos.
Es más, los soldados también han cambiado su forma de vestirse. Ahora hay muchos que van con los cordones religiosos por fuera del pantalón. Esto antes era impensable. También van con kipás muy grandes y con barba larga.
Desde el 7 de octubre, el Gobierno no ha dejado de entregarles armas a los colonos así que, a menudo, no sabes si el que se pone frente a ti es un soldado o un colono, un civil. Lo que está claro es que quienes tienen ahora el control son los colonos.
¿Cómo ha reaccionado su entorno ante un cambio tan profundo de sus creencias y de lo que hace públicamente?
Mis padres fallecieron, pero quiero pensar que también habrían cambiado de opinión y se habrían unido a nosotros. Hay amigos de la infancia con los que la relación se rompió. Pero el activismo me ha unido a tanta gente buena que he ganado más de lo que he perdido.
La figura de Iris Gur me recuerda mucho la de mi amiga y, en cierto modo, mentora, I. H. Nació en Asia Central, en una familia judía ashkenazi huida de la invasión nazi de Polonia. Al final de la Segunda Guerra Mundial, siendo pequeñísima, volvió con su familia a Polonia, pero no tardó nada en emigrar desde allí a Montevideo y, poco después, a Buenos Aires. Pasó su juventud en Córdoba (Argentina), donde llegó a ser profesora de la Universidad.
A raíz del golpe militar de Videla, las sacudidas vitales se reanudaron. Tuvo que irse a Gran Bretaña, donde continuó su carrera científica. Allí se emparejó con un ciudadano español y se mudó con él a Madrid. Se separó y encontró una cierta estabilidad laboral y vital (paso por alto las críticas de muchos conciudadanos a sus espaldas) como profesora titular en la Universidad Complutense. Al cabo de algunos años, un tumor cerebral, afortunadamente benigno, la retiró prematuramente. Ahora, a sus ochenta años largos continúa siendo una activa antisionista, ella que tiene un hermano enterrado en un kibbutz en el desierto de Neguev, pero cuyo padre rechazó la ciudadanía israelí como protesta por la ocupación de Palestina.
En alguna ocasión le he pedido que narre por escrito sus peripecias. No descarto conseguirlo o, al menos, que me cuente parte de ellas. Creo que no es frecuente que una persona judía hasta la médula, y con sus experiencias vitales , sea tan lúcidamente contraria al Estado de Israel, tachando de genocidio sus acciones en Palestina.