28 de septiembre
Estoy leyendo a la vez tres novelas, dos libros de poemas y un libro autobiográfico. He empezado a escribir una novela y un libro de poemas. Y este diario. También tengo varios libros sobre la mesa que quiero o debo leer o alguien me ha pedido que lea.
En el último capítulo de «Libros y susurros» [la sección del suplemento El Periscopio] le decía a Edurne que iba a dejar de escribir. Mientras tanto, estoy ya pensando en el libro de poemas y en dos nuevos proyectos de novelas. Aparte de revisar La ética de la crueldad y Escritores delincuentes.
De pronto todo esto me agobia, me siento incapaz de hacer frente a mis obligaciones y deseos. Tengo la impresión de que demasiadas cosas que podrían hacerme ilusión se convierten en tareas porque necesito terminarlas pronto para dejar paso a otras. Pero no sé cómo frenar, cómo escoger.
Durante un tiempo estuvo de moda el término «autoexplotación» y después se puso de moda decir que dicho término escondía la explotación auténtica: los honorarios insuficientes nos llevaban al pluriempleo y la inseguridad laboral a mantener abiertas todas las puertas posibles para que si se cerraba una pudiésemos avanzar por otra. Puede que sea cierto. En mi caso no hay otro culpable. Soy yo mismo, no el mercado ni un jefe ni el espíritu de supervivencia. Soy yo quien no puede parar. Odio esta ambición desmedida de contar lo que aún no he sabido contar.
Ayer, de regreso del viaje a Francia, hacemos escala en la frutería en Barco de Ávila. El frutero, tras comentar que este año apenas se han producido manzanas reineta, afirma que el gobierno provoca el cambio climático para que tengamos que importar los productos agrícolas y los «nuestros» se estropeen. Añade: lo pone en el BOE.
Primero pienso que habla en broma. Pero lo terrorífico es que podría estar diciéndolo en serio.
De igual manera, cuando leo comentarios en Twitter sobre el fraude de Alvise, en los que se dice que «al menos lo ha reconocido, no como los socialistas» o que «cien mil euros no es nada comparado con lo que roban los socialistas» –o los comunistas, o los rojos, así, en general– mi cabeza intenta tranquilizarme diciéndome que se trata de bots. E imagino a gente que no tiene otro medio de ganarse la vida, gente tan necesitada que a contra corazón se dedica día a día a publicar idioteces malignas. Pero luego también me digo que podría tratarse de personas auténticas diciendo lo que de verdad piensan. Al fin y al cabo, ochocientos mil votantes apoyaron a alguien que es, a todas luces, un sinvergüenza sin escrúpulos. Y me deprimo toda la tarde.
29 de septiembre
Uno de los libros que estoy leyendo es Los íntimos, de Marta. Desde la primera página se reconoce en él su voz inconfundible, lo que es otra manera de decir «su mirada inconfundible». No es posible separar una de la otra. Y me doy cuenta de que siento envidia. Yo no tengo una voz inconfundible, de hecho, siempre he procurado no apegarme a ninguna. Si Pessoa anhelaba ser todas las personas en todas partes, yo he querido ser todos los escritores –y todas las escritoras–. El resultado es, quizá, que no he conseguido ser un escritor definido, encontrar un lugar propio desde el que crecer. En vez de ser todos soy nadie. O no sé quién soy: el hombre que habla o la marioneta a la que da voz; más bien, las marionetas. Hoy, quiero decir esta tarde, me pesa que sea así.
Como era previsible, se me ocurre un cuento de terror en el que el marionetista se da cuenta de que está disolviéndose en sus marionetas, que van cobrando vida mientras él la pierde.
Los íntimos es un libro valiente y a la vez cauteloso, tierno y feroz, desvalido y acorazado, barroco y sencillo, exhibicionista y pudoroso. De una honestidad punzante pero que también sabe presentarse bajo una luz favorecedora. Herida y máscara, disfraz y desnudo integral.
Alguien (¿fue Bernard Shaw?) escribió aquello de que querría ir al cielo por el clima, al infierno por la compañía. Suele decirlo gente que presume de transgresora, desobediente, original en su desafío de las convenciones. Yo, como no creo en el cielo ni en el infierno, he decidido que mientras viva quiero estar rodeado de gente buena. Lo demás es accesorio. Porque quienes cortejan la imagen de maldad suelen ser gente muy pesada, egocéntrica, que se siente por encima del resto. Suelen ser gente aburrida e irritante.
Y lo que a menudo no se entiende es que precisamente la gente buena es aquella que se rebela y transgrede, cuya conciencia no le permite someterse y adaptarse. Se me ocurren varios ejemplos de varias categorías, pero los nombres son indiferentes.
Mientras escribo estas menudencias, Israel bombardea el Líbano.
Una puerta en una pared no es solo una interrupción de la pared: abre un camino a otras estancias. Un cuadro no es la interrupción de una superficie de la realidad: abre un camino a más realidad. Un libro no es solo un volumen que ocupa una parte del espacio: crea espacio.
Mientra escribo estas menudencias, Irán bombardea Israel como respuesta a la agresión contra el Líbano. Y, como Kafka, nos vamos a nadar o, la versión moderna, tuiteamos nuestra impotencia.