Cultura | Opinión
Que alguien llame al Teatro del Barrio
El Teatro del Barrio ha recibido el Premio Nacional de Teatro 2024. Reconocimiento a 600 cooperativistas, al feminismo, a los clowns, a los martes ciudadanos... A 10 años de trayectoria en los que el teatro ha cambiado. Y el barrio también.
Ocurre todo el rato, en cualquier asamblea o reunión de proyecto, en la juntanza que sea que ande planeando alguna nueva idea que sacar adelante en esta ciudad en la que no abundan los sitios donde poder encontrarse y construir en común. En un momento determinado, se escucha la pregunta: “¿Y dónde lo hacemos?” Y acto seguido la respuesta: “Que alguien llame al Teatro del Barrio a ver si hay fecha, ¿no?”.
Igual que también se entra a mirar la web cuando viene a Madrid una visita o cuando tiene una un finde tonto: “A ver qué ponen, que siempre hay algo que está bien”. O se echa un ojito adentro, así de soslayo, al pasar junto a los balcones de la calle Zurita, número 20, para ver si está abierto el ambigú cuando se anda buscando dónde tener una reunión o una entrevista o una cita o una conversación: “Aquí estaremos tranquilas, mira, ven”.
Es una condición que quizá se le debería suponer a la cultura: su capacidad de ser casa. Aunque nos hayamos acostumbrado a un modelo muy distinto —ese que la presenta como algo que hace una minoría y que el resto de personas consumimos de modo pasivo —, en los desbordes del mercado la cultura nos recuerda que, en realidad, lo que está en su naturaleza es ser algo de lo que somos partícipes, algo que construimos en colectivo. Como en las verbenas, en los cines de verano, en las bibliotecas públicas, en las canciones que se transmiten de generación en generación.
Premio Nacional de Teatro 2024
Cuando recibieron la noticia de que les habían dado el Premio Nacional de Teatro de 2024, la gente del Teatro del Barrio cogió una pizarra. Primero pintaron, en el centro, una estrella dentro de la cual ponía: “Nos han dado el puto Premio Nacional”. Y, justo debajo: “Y también es vuestro”. Alrededor, con tizas de varios colores, una lluvia de reconocimientos: “gracias artistas”, “gracias espectadoras”, “gracias socias”, “gracias a quienes apoyáis el teatro resistente”, “gracias Lavapiés”. “Gracias a todas las trabajadoras que han hecho grande este teatro”.
Recibir un reconocimiento como este no es una medalla pasajera que colgarse en la solapa de la chaqueta del capital cultural. Para bien o para mal, los galardones que otorga un Ministerio de Cultura son un modo de decir en qué consiste tal o cual disciplina artística para un país en un momento dado: qué se valora, qué se debe valorar. Y eso también construye deseo, referentes, horizontes. Y así ocurre también que crece más o crece menos el tejido colectivo en determinada dirección.
Más allá del impulso económico y simbólico que suponen, la lista que recoge la sucesión de Premios Nacionales de teatro, desde el primero que se dio, a Jardiel Poncela, en 1946, dibuja un sendero de miguitas para vislumbrar qué ha entendido por teatro este país. Con sus claros, sus oscuros, su péndulo inevitable. Ahí están Buero Vallejo y Lina Morgan, Paco Martínez Soria y el Teatre Lliure, Concha Velasco y Alfonso Sastre. Ahí están Animalario, la Zaranda, la Fuera dels Baus, Juan Mayorga. Y, ahora, el Teatro del Barrio también.
Durante mucho tiempo, lo que las instituciones culturales premiaron normalmente —en este país como en casi todos— fue algo que, bajo el vago y tramposo concepto de excelencia, perpetuaba cánones que dejaban fuera a casi todo el mundo. Y, sobre todo, dejaban fuera lo disidente, lo conflictivo, lo crítico. De un tiempo a esta parte, el trabajo y la lucha de artistas, pensadores y todos los oficios que componen el complejo ecosistema de la cultura han ido ensanchando esa concepción: obligando a reconocer tanto otro, y a convertirlo también en algo que se vea, se nombre y se apoye también desde lo público.
Un premio comunitario
Por eso, un premio como este dice siempre algo más que lo que aparentemente está diciendo. Este Premio Nacional es a 600 cooperativistas, a un proyecto comunitario. A la pregunta por qué es, hoy, teatro político. Al feminismo, a los clowns, a los martes ciudadanos, a la Universidad del Barrio. A “su amplia y variada programación, su concepción de teatro como hogar y espacio de proximidad con el territorio en el que se integra”, dice el fallo del jurado.
Y a diez años de trayectoria, dice también. En esos diez años, ya sabéis, han pasado muchas cosas. ¡Cuántas! Desde aquel 2013 en el que se inauguró, con los ecos del 15M sonando aún en las plazas de la ciudad. Hubo un ajetreo político que no veas, luego, y ahí estaba el Teatro del Barrio, quién no se acuerda, acogiendo la primera aparición pública de un Podemos que aún no era nada más que la idea aparentemente descabellada de unos cuantos (no tengo pruebas, pero tampoco dudas de que en alguna de aquellas primeras reuniones alguien dijo lo de “que alguien llame al Teatro del Barrio a ver si hay fecha, ¿no?”). Luego, si seguimos el repaso, llega la pandemia, claro: ahí el TdB fue uno de esos espacios que se convirtieron en una despensa solidaria.
El barrio y el teatro
Porque, claro, al barrio también le han pasado muchas cosas en estos diez años. Se lo come la gentrificación por los pies, para resumir. Donde antes había negocios familiares, ahora proliferan los specialty coffees, y se desalojan solares colectivos para construir hoteles sin sabor. Los fondos buitre echan a las vecinas de sus casas. Pero se resiste, ¿eh? Se resiste mucho. Hay calles, como esa empinada Zurita de bella luz por la tarde, por la que tanto cuesta subir las bolsas del mercado, que todavía se parecen un poco a lo que solían ser.
Y al teatro, ¿qué le ha pasado en esta década? —al teatro en general, digo ahora, no a este en concreto—. Pues de todo también. Ahí andan sus trabajadoras peleando contra esa sucesión de crisis que todo se lo lleva por delante, mientras en la ciudad unos escenarios cogen nombres de helados y otros los de marcas de telefonía. Cerquita, también en el barrio, cerró hace no mucho el Pavón-Kamikaze, otro espacio que era un referente. La llegada de la extrema derecha a algunos sitios ha devuelto la palabra censura a los titulares. Y, en otras partes, las mujeres del sector se han puesto a denunciar los abusos machistas que desde hace mucho se sabían de sobra, pero no se acababan de decir. De todo, ya te digo.
Y, mientras, en el Teatro del Barrio han ido pasando por el pequeño escenario negro de fondo ancho, tantas propuestas que han sido cruciales para que muchas pensemos lo que pensamos, miremos como miramos, nos organicemos como nos hemos ido sabiendo organizar. Ahí vimos No solo duelen los golpes, de Pamela Palenciano y No soy tu gitana de Silvia Agüero. A Emilia, Gloria y Carmiña contadas por Noelia Adánez y Anna R. Costa. Los Lorcas y Borbones y jóvenes anticapitalistas españoles de Alberto San Juan, primer director artístico de la casa. Ahí creció Poesía o Barbarie; y ahí conocimos el Feminismo para torpes de Nerea Pérez de las Heras y el Señoricidio de Irantzu Varela.
Ahí latió cualquier cosa a la que convocase Olga Rodríguez por Palestina o Pepe Viyuela por el Sáhara. Y los Días ajenos de Bob Pop, ahí se desplegaron también. No es cuestión de intentar ser exhaustivas con los nombres: son demasiados. Pero es que a lo mejor este es el mejor momento del mundo para decir aquello de que “por sus obras los conoceréis”.
Y para recordar que, a veces, para que algo se haga grande, lo primero necesario es simplemente tener un sitio que se entienda a sí mismo como casa y diga: “adelante, lo vamos a hacer”. Y confíe, y te deje una sala donde repetir tantas veces como haga falta la función aunque no se llene, aunque sea difícil, aunque haya que pelear.
Así que venga, gente, que alguien llame al Teatro del Barrio. Y que les diga que felicidades, que cuánto nos alegramos. ¡Que les han dado el puto Premio Nacional! Y que se nos ha metido a muchas algo en el ojo desde el martes, porfa, eso que se lo diga también.