Medio ambiente
Kilian y el límite
"El impacto material de su actividad es ahora menor, y eso es loable con independencia de la sinceridad de sus motivos", escribe Pablo Batalla sobre Kilian Jornet
82 cuatromiles, todos los de los Alpes, en 19 días: tal es la hazaña que asombra estos días al mundo montañero, acometida por el catalán Kilian Jornet, un recordman de los riscos, el gran exponente del alpinismo velocístico que triunfa en los últimos años. Convertirse en unos Usain Bolt de las alturas era la manera de que los alpinistas con vocación de inscribir su nombre en los libros de historia siguieran atrayendo los focos sobre sí, después de que casi todas las montañas del mundo hayan sido ya coronadas, y por todas sus caras. Queda ya muy atrás la edad del heroísmo cartográfico; del tiempo en el que era posible poner los pies donde ningún ser humano lo había hecho antes: todo está ya muy pisado y ya no existen cumbres de las que ser su Edmund Hillary.
Vino después la de las vías, las caras. Subir adonde ya se había subido, pero por vericuetos alternativos. Pero ella también se agota, y lo que queda entonces —últimos restos que rebañar en la agotada pota de lo sublime— es la celeridad. No hacer nada nuevo, pero hacerlo más rápido.
La gesta de Jornet es ciertamente asombrosa, una nueva muesca de éxito del ser humano en su empeño por transgredir los límites de la especie. Ese precisamente está siendo el léxico de su relato en la prensa. La transgresión del límite, la redefinición del límite. También se invoca un campo semántico aniquilador: «Kilian Jornet se traga los Alpes», titulaba El País. Se los traga: los devora, los deglute, los borra, los hace desaparecer dentro de sí, convirtiéndose en un hombre más grande que los Alpes, capaz de aprisionarlos y disolverlos en el interior de su estómago. Por supuesto, es una hipérbole: los Alpes seguirán ahí cuando el apocalipsis climático o un holocausto nuclear nos esfumen a todos de la faz de la Tierra; y ahí están ahora para que quienquiera pueda recorrerlos morosamente, buscando en ellos no un orgasmo cronométrico, sino el embrujo lírico ajeno a relojes que en tiempos cautivara a Shelley o Ruskin; no tragarse los Alpes, sino dejarse tragar por ellos. Deberán buscarlo, eso sí, abstrayendo la mirada de las poco embriagadoras legiones de corredores en mallas fosforescentes que se irán cruzando, espoleados por el llamado efecto Kilian.
Jornet no es un hombre, sino miles: todos aquellos que, inspirados por él, corren a emularlo a la escala de sus posibilidades; a integrarse en su cuadrilla informal de picapedreros de límites y conversores de las montañas en artículo de fast food. Un afán que rinde pingües beneficios a las empresas que organizan y promocionan un hinchado universo de maratones de montaña, que en los Alpes y otras cadenas montañosas convocan a corredores del mundo entero. Hasta en el Pico Avicena, antiguo Pico Lenin, un sietemil de Tayikistán, se disputa una así llamada Lenin Race, cuyo nombre en inglés nos habla por sí solo de la vocación internacional de estas pruebas, convertidas en grandes premios de un campeonato global de esta Fórmula 1 humana. En la cordillera cantábrica se organizan 85 carreras al año, según recuento del ecologista asturiano Ernesto Díaz, que comenta a este columnista, al pasarle la hoja de Excel en que las ha contabilizado, que, «si pudiésemos meter número de participantes y procedencia (que no, porque es un jari de curro), el resultado de la huella de CO2 nos iba a hacer saltar los empastes».
Jornet ha adoptado en los últimos años un discurso ecologista que bien puede ser una operación de greenwashing de la empresa unipersonal que no deja de ser, tras recibir algunas críticas en ese sentido, pero también puede ser sincero. Ha montado una fundación en pos de la preservación de las montañas y su entorno; reconoce que su «estilo de vida durante la última década como atleta profesional ha estado ligado a viajes frenéticos por todo el mundo, y, así», ha «contribuido directamente en acelerar el calentamiento global»; y ha reducido el número de carreras en las que participa al año, privilegiando los desplazamientos cortos.
El impacto material de su actividad es ahora menor, y eso es loable con independencia de la sinceridad de sus motivos. Pero sigue incólume un impacto de otro orden —superestructural, cultural— que el estrellato de Jornet también provoca: la promoción, no importa si en las sierras de las antípodas o las de al lado de casa, de una mirada voraz, depredadora, extractivista, de las montañas consideradas como los cuerpos posibles de un bodycount compulsivo; una mina en la que esquilmar el petróleo del heroísmo, para con él rellenar el depósito del cohete de las apoteosis ególatras del Homo capitalisticus; un límite execrable que dinamitar.
Tal mirada limitefóbica no es ecologista, aunque habite en los ojos de un hombre que recicle o no viaje en avión si puede hacerlo en tren. Por haber dinamitado demasiados límites estamos aquí, abocados a un inédito y quizás ya irreversible desastre planetario. Y el ecologismo es también —debe serlo— una pedagogía del límite respetado, el conformarse y el renunciar. Un ecologista bien entendido buscará siempre en la montaña, no un muro que reventar, sino uno ante el que admirarse.
«Despacio, ve despacio, que donde tienes que llegar es a ti mismo»
Juan Ramón Jiménez