Joe Biden se dirige a la multitud con ojos llorosos después de que lo presentara su hija Ashley. La elogia, se deshace en gestos dulces también hacia su mujer, Jill Biden, la primera dama, y le cuesta arrancar su discurso porque todo el mundo corea: “¡Gracias, Joe!”. Quizá haya sido ése el momento más emotivo de la Convención Nacional Demócrata, el evento donde se confirmó oficialmente la candidatura de Kamala Harris para la presidencia de EEUU, y de Tim Walz como su mano derecha y vicepresidente, que tuvo lugar en Chicago del 19 al 22 de agosto.
Música en directo, rezos, declamaciones del himno nacional, pero, especialmente, una serie de intervenciones de celebrities, encomiásticas respecto a Harris y esperanzadas de cara al futuro. De hecho, frente a la nostalgia implícita en el eslogan de Trump –Haz América grande otra vez– y su visión derrotista del país, los demócratas han sacado el optimismo a pasear y no quieren oír hablar del pasado, excepto para superarlo.
Los lemas de la campaña así lo demuestran: No vamos hacia atrás o Si luchamos, ganamos” se alternaron en distintos ponentes con referencias a la risa contagiosa de Kamala Harris, a quien Bill Clinton llamó “la presidenta de la alegría”. Alegría que Biden compartió, no sin cierta tristeza por su despedida, cuajada de humildad: “Amo mi trabajo, pero amo más a mi país”, aseguró, tras haber decidido abandonar su candidatura después de muchas presiones internas.
Joe Biden fue una figura crucial durante los primeros días del encuentro, no sólo por las circunstancias de su –de facto– dimisión, sino por haber sido el mandatario que ha enfrentado una de las épocas más complicadas de la historia de Estados Unidos.
En sus manos cayó gestionar una crisis de salud pública tan difícil como la COVID, y suavizar el clima de odio y polarización que culminó con el Asalto al Capitolio, sacudida inaudita y caracterizada por el propio Congreso como intento de golpe de estado. Así, sus logros se subrayaron en numerosas ocasiones: la creación de unos 15 millones de empleos –más del doble que Trump, según datos de CNN–; el paquete de ayudas puesto en marcha –como la ampliación de los subsidios por desempleo–; y la campaña masiva de vacunación gratuita, una medida que su predecesor desdeñó a pesar de que él mismo se inoculó.
Ese período, un reto inconmensurable para cualquier presidente, ciertamente Biden lo navegó con soltura, pero, lejos de quedarse en la recopilación de hazañas pretéritas, los invitados se esforzaron en resaltar el programa demócrata actual. Entre las medidas propuestas destacan la reducción de gastos médicos, la creación de 3 millones de viviendas sociales para alquiler o venta, y un aumento en la desgravación por hijo. También, aseguró el propio Biden, un incremento de impuestos a los ricos, concretamente del 8,2% que pagan ahora de media al 20%.
Frente a mentiras y culpabilización de la inmigración por casi cada problema nacional –la postura republicana–, datos, asistencia social, apoyo verbal a los sindicatos, compromiso para disminuir la desigualdad económica y racial ofrecieron los demócratas. Entre ellos, el senador Bernie Sanders, con su habitual rictus serio y tono gruñón, abogó por subir el salario mínimo federal (su medida estrella, incluida entre las promesas electorales de Biden en 2020, aunque no ahora), aprobar que los procesos electorales se financien con dinero público y no con donaciones de millonarios, y garantizar una sanidad universal “como derecho humano”.
Estas propuestas se encuentran fuera del margen de lo factible, pero vocalizarlas tal vez sirviese para alimentar la imaginación política de los asistentes y que Alexandria Ocasio-Cortez (AOC), la sucesora no oficial del ala progresista demócrata, las recoja en algún momento. AOC, sin embargo, no mencionó dichos temas en su discurso, centrado en acusar a Donald Trump de favorecer únicamente a la clase más adinerada –recordemos que aprobó una bajada de impuestos durante su mandato, y planea otra similar que beneficie igualmente a las élites si sale elegido–.
Otras intervenciones destacables fueron las de los Obama. Michelle enfatizó los valores de su madre, fallecida hace poco –perseverancia, solidaridad, devoción hacia los demás– y se los atribuyó a la progenitora de Harris, y no dudó en burlarse de un Trump a quien acusó de sentirse amenazado por la pareja negra que ocupó la Casa Blanca durante dos legislaturas. El orgullo de raza, vitoreado, se sumó a una forma de avivar al público a “hacer algo” frente a la adversidad, incluyendo las próximas elecciones.
“Do something!”, haz algo en vez de quejarte, acude a votar, convence a tus vecinos, se convirtieron en clamores que adoptaron, asimismo, otros ponentes, pues todo indica que estos comicios podrían estar reñidos y se juegan, además, en torno a la dicotomía democracia vs. dictadura, cosa que sugirió también Barack. En este sentido, es notable la proyección de un vídeo que resumía el ataque al Capitolio y la alocución, breve pero aguerrida, de Aquilino Gonell, inmigrante dominicano y sargento de la policía del edificio en aquel momento.
Como toque final del tercer día, el nominado a vicepresidente, Tim Walz, sintetizó una biografía cuajada de penurias que encaja, como otras narrativas expuestas, en los esquemas del Sueño Americano: nacido en un pueblo de Nebraska, su origen humilde lo condujo a convertirse en miembro de la guardia nacional, luego en profesor de instituto y entrenador de fútbol, antes de dar el salto a la política. Entre sus éxitos como gobernador de Minnesota brilla el haber aprobado desayunos y almuerzos gratuitos en las escuelas, de lo cual se enorgulleció, para después redefinir el concepto de “libertad”, tan disputado: para los republicanos, significa que el banco sea libre de aprovecharse del ciudadano, para su partido, se trata de la libertad de labrarse una vida mejor, apuntó entre ovaciones.
La guinda del pastel la colocó, como no podía ser de otra manera, Kamala Harris, a quien todos esperaban durante una cuarta noche vibrante de entusiasmo. Empleando un volumen de voz ascendente a lo largo del discurso, Harris recorrió su carrera como abogada y fiscal general de California –“sólo tuve un cliente: la gente”– antes de apuntalar el retroceso civilizatorio que supondría una victoria de Trump, inmune penalmente frente a sus actos políticos gracias a una sentencia del Tribunal Supremo.
Precisamente, este órgano –formado por una mayoría de jueces reaccionarios constituida por el anterior ocupante de la Casa Blanca– derogó el derecho al aborto a nivel federal en 2022, hecho que fue subrayado por la candidata en un intento de recabar adhesiones entre el electorado femenino: “¡Nosotros confiamos en las mujeres!”, gritó, prometiendo garantizar sus derechos reproductivos. La creación de una “economía de la oportunidad”, donde cada quien tenga “la ocasión de competir y tener éxito”, y el apoyo férreo a los aliados de la OTAN frente a Putin marcaron la línea política hacia un cierre de fiesta ambiguo en relación al conflicto en Gaza. Harris alentó airadamente la defensa de Israel, en un guiño a la agenda contra el antisemitismo sostenida por su marido, el judío Doug Emhoff, pero también abrió una tímida vía de negociación al acentuar el derecho de la población palestina “a la dignidad, la seguridad, la libertad y la autodeterminación”.
Los malabares comunicativos no hallaron espacio respecto al cambio climático: más allá de una breve mención al “aire y el agua limpios” que cada persona en Estados Unidos debería disfrutar, a la “contaminación” que nadie debería sufrir, esta emergencia global fue la gran ausente de su programa, alabado, celebrado al filo de las gargantas, “¡No vamos hacia atrás!”, mientras se alzaba sobre la muchedumbre, jubilosamente, un puñado de globos.