Cultura
Memorias del silencio
La Historia la hace, aunque no la escriba, gente supuestamente sin historia. Y es una suerte que puedan narrarla quienes fueron incapaces o no les estaba permitido hacerlo.
Si vas a la Sierra de Francia, paras en Mogarraz y, como yo, ignoras lo que te vas a encontrar, te sorprenderá ver grandes retratos de personas colgados de numerosas fachadas de piedra: hombres, mujeres, ancianos. En seguida entiendes que se trata de las personas que habitaron en esas casas y caminas entre ellas con la sensación de estar rodeado de fantasmas o, por usar un término más frecuente hoy y más apropiado, rodeado de memoria.
La memoria de personas cuyo recuerdo no suele traspasar el ámbito familiar. Vivieron ahí, durmieron en esas casas, recorrieron los campos que las rodean, se saludaron y puede que disputaron en aquellas calles que estás pisando. Y enseguida te dan ganas de saber más de ellas y ellos.
Las imágenes son resultado de un proyecto del artista mogarreño Florencio Maíllo, que descubrió en 2012 las fotografías para el carné de identidad que un fotógrafo local comenzó a hacer en 1967 a los adultos del pueblo, cuando el DNI se hizo obligatorio. Entonces plasmó los retratos sobre planchas de metal.
Este proyecto artístico satisface la necesidad de memoria de cualquier comunidad, es decir, la necesidad de los humanos de reconocerse en una genealogía. «Saber que tus historias personales pueden integrarse en una historia más grande es importante», dice la artista María Rosa Aránega en El arte de invocar la memoria (Esther López Barceló, Barlin Libros 2024). Pero ¿nos dan ese conocimiento una serie de retratos sin más contexto? Es cierto que un rostro puede aportar información individual: las arrugas, la expresión, el corte de pelo y, si se puede ver, la ropa del retratado nos dicen también algo de la clase social a la que pertenece, quizá nos dejan intuir el carácter y su forma de vida. Pero los rostros, como los objetos, no bastan para generar memoria, aunque esté contenida en ellos. Al igual que unos zapatos encontrados en una fosa –como los que menciona López Barceló en su ensayo– solo nos sugieren la existencia de dicha memoria, plantean un acertijo porque revelan nada más que una parte, la de un destino que fue el de muchos, y aunque al verlos podamos estremecernos, lo que hacemos es extrapolar lo que sabemos de otros casos, y eso no es lo mismo que recuperar la memoria de una persona.
Para que sintamos que estamos haciendo justicia (que estamos, si no devolviendo a la vida a la persona cuyo rostro examinamos o cuyos zapatos sujetamos en la mano, al menos sí reconociendo la dignidad de la vida y la muerte que tuvo) necesitamos una narración, un fragmento biográfico, imaginado, deducido, descubierto, que es a menudo lo más difícil en el caso de vidas que supuestamente no tuvieron historia, no construyeron la Historia. Aunque esa Historia con mayúsculas fue precisamente creada por todas las personas que no aparecen en los libros, pero fueron atravesadas, zarandeadas, empujadas, aniquiladas por ella.
Juan Rodríguez Pastor tenía diez años cuando entró interno en un colegio de un pueblo a cuarenta kilómetros del suyo; entonces cuarenta kilómetros eran muchos kilómetros y podía pasar tres meses sin regresar a casa y ver a su familia. Seguramente para combatir la nostalgia, a los doce años se dedicó a escribir en trozos de servilleta los cuentos que le contaba su abuelo, que fue presidente de la Casa del Pueblo; cuentos de la guerra y de la posguerra que Juan le había escuchado muchas veces.
Hoy Juan es profesor de instituto jubilado y ha regresado hace mucho a su Valdecaballeros natal, que fue efímeramente famoso por la central nuclear que se construyó a sus puertas sin entrar nunca en funcionamiento. Una más de las promesas incumplidas de progreso y bienestar hechas a tantos pueblos como ese.
Afable, sonriente, pausado, me cuenta en un despacho cuajado de libros que nunca le abandonó el deseo de recuperar y conservar la tradición oral, el folclore, el lenguaje de los habitantes de su región, Extremadura, más concretamente la Siberia extremeña. Durante su carrera de Filología escribió lo que él llama muy modesta y extremeñamente «un trabajino sobre el léxico de la agricultura y la ganadería en Valdecaballeros, que yo conocía porque he trabajado en el campo». De ahí salió una tesina y después una tesis sobre el habla y la cultura populares. Desde entonces no ha parado de recoger historias, refranes, acertijos, vocablos y de investigar las fiestas de la región. Porque todo se pierde con el tiempo si no se deja un rastro material de ello. La memoria es limitada, con cada generación se vuelve más difusa. Hasta que allí no queda nada.
Lo conocí porque no hace mucho publicó a mi madre un libro de relatos ambientados en Valdecaballeros. Mi madre tenía en ese momento ochenta y siete años y aunque escribe desde hace mucho, a pesar de apenas haber recibido dos años de educación formal, nunca había proyectado seriamente imprimir ni publicar sus escritos.
No era el primero que editaba Juan. De manera sencilla, maquetando y diseñando la cubierta y la contracubierta él mismo, sin ningún apoyo público, había editado ya varios cuando mi madre se dirigió a él. El primero, de Dionisio, un tío suyo. «Mi prima me pasó en tres libretas cuadriculadas lo que había escrito, que escribió sus memorias ahí cuando tenía 78 años, había sido presidente de las juventudes socialistas y cuenta de su juventud, del padre que se fue a América y no volvió y dejó a la madre allí con cuatro hijos, y tuvo una infancia apretá, estuvo en la guerra, escapó de milagro, muchos años de cárcel, y me interesó y dije a mi prima: esto es precioso, deberíamos publicarlo». Y lo hizo. Y la voz, como suele suceder en los pueblos, se corrió enseguida.
A parte de que el mismo Juan da charlas «animando a la gente a escribir sus memorias, sus refranes, sus acertijos, trabalenguas, cuentos… y se lo dejen a sus nietos. Lo mismo que nos gusta tener una foto de nuestros abuelos, si tuviéramos una libreta con las cosas que se sabían…». Eso es: tener la foto nos ayuda a identificar, pero no a conocer el mundo, las ideas, las vivencias de gente tan poco habituada a transmitirlos. También porque tras atravesar épocas traumáticas, y más aún cuando puede haber represalias por decir lo que no se debe, hay generaciones que se habituaron a no decir, a no contar. En boca cerrada, no hablar por no pecar, el silencio es oro, por la boca muere –y no siempre es una metáfora– el pez.
Pero hay gente que de pronto reconoce el valor de lo que podría contar. O que sencillamente se niega a que desaparezca. Como aquel otro pariente de Juan, que se empeñaba en contar su historia pero nadie le entendía la letra. Así que se puso a hacer ejercicios con diez o doce cuadernos de caligrafía Rubio hasta que su letra se volvió legible. O un tercero que quería que sus nietos conociesen la historia de la familia y, sobre todo, que él era aún niño cuando llevaba la comida a su padre en prisión después de la guerra y vio como lo asesinaban los falangistas.
No todo lo que ha editado Juan son memorias de gente mayor: también hay relatos –aunque en ellos se entretejen los recuerdos– o historias populares, o los poemas de una mujer de un pueblo vecino, analfabeta, que componía mentalmente sus poesías, sobre todo religiosas, y se las aprendía de memoria.
Hay, por supuesto, quien se opone a sacar del olvido lo que fue relegado a él, y Juan ha recibido algún anónimo y también amenazas de denuncia. A veces por razones políticas, pero a menudo también porque los herederos se avergüenzan de lo que hicieron los antepasados, incluso de su miseria o su incultura, como si hubiesen sido culpables del mundo que les tocó vivir. Pero son precisamente esos testimonios de una verdad no retocada los que nos ayudan a entender. La Historia la hace, aunque no la escriba, gente supuestamente sin historia. Y es una suerte que puedan narrarla quienes fueron incapaces o no les estaba permitido hacerlo.
«Agujeros en el silencio»
Renglones de Memoria contra la impunidad del franquismo, 2000-2020.
Emilio Silva presidente de la Asociación para la Recuperación de la Memoria Histórica (ARMH) reúne en este libro una recopilación de textos con reflexiones sobre la Memoria Histórica.
La Verdad, la Justicia y la Reparación todavía no se han hecho por la sencilla razón de que los genocidas, o sus herederos, nunca han dejado el mando del cortijo.
De haberse hecho, todo sería en este país infinitamente mejor.
No sé si será por falta de racismo, por falta de xenofobia o por cercanía temporal, pero me interesa más escuchar a los represaliados de Venezuela.