Política
Clara Ramas: “La retórica obrerista de la ultraderecha esconde siempre una agenda de valores reaccionarios”
En 'El tiempo perdido', Clara Ramas analiza y critica la política de la melancolía, esa mirada reaccionaria hacia el pasado
Clara Ramas (Madrid, 1986) es filósofa y profesora en la Universidad Complutense de Madrid. Conocida por sus investigaciones sobre marxismo y por su paso por la Asamblea de Madrid como diputada de Más Madrid, acaba de publicar El tiempo perdido (Arpa). A lo largo de un ensayo que se lee como una novela, Ramas analiza y critica la política de la melancolía, una corriente de pensamiento contemporánea que mira al pasado en busca de las respuestas que no es capaz de construir en el presente, en una búsqueda de la Edad dorada tan inútil como potencialmente reaccionaria.
Conversamos con la autora sobre la relación de la política con el pasado, cómo está pulsión melancólica se hace presente respecto al género y el ecologismo y, sobre todo, cómo sustituir esta nostalgia improductiva por un “impulso utópico”, en palabras de la propia Clara Ramas.
En las primeras páginas de su libro afirma que “el ser humano es el ser que solo encuentra arraigo en estar en falta, el ser que encuentra el hogar en la búsqueda de hogar”. ¿No es una visión un poco pesimista?
Me parecería pesimista lo contrario, pensar que somos seres con una esencia cerrada. Creo que el carácter abierto y de libertad tiene que ver con podernos preguntar siempre cómo queremos vivir y si queremos modificar o no las condiciones que hemos recibido. Me parece precisamente lo que abre el camino a la posibilidad de la libertad y de la mejora de las condiciones.
Doy el salto de la filosofía a la política. En un momento en el que la ultraderecha crece ofreciendo aparentes certezas (nacionalismo, racismo…), ¿la izquierda puede renunciar a ofrecer un hogar?
No, seguramente tiene que ofrecerlo de otra manera. Es cierto que el capitalismo produce desarraigo y malestar y creo que tenemos que mostrar que esas promesas, tan esencialistas, no son posibles debido a ciertos cambios que ya no tienen marcha atrás en la propia modernidad. Si uno mira con un poco de detalle qué hay detrás de esas propuestas de comunidad, de sociedad o de familia, muchas veces hay condiciones muy retrógradas, de comunidades nacionales demasiado cerradas o de modelos familiares donde hay roles de género muy inmovilistas.
Creo que la izquierda tiene que mostrar que es el propio capitalismo el que genera esas condiciones de malestar y que, por lo tanto, hasta que no se cuestione de raíz el funcionamiento de esa estructura capitalista, toda promesa de un hogar va a ser siempre una impostura. Eso es lo que ha hecho históricamente el fascismo, tratar de prometer una comunidad sustancial de tierra y de sangre para evitar enfrentar las relaciones de poder capitalistas.
¿Cree que la izquierda tiene que centrarse en esta crítica del capitalismo como origen de esta desestructuración social o también debería ofrecer algún tipo de comunidad?
Creo que la izquierda siempre ha jugado al mismo tiempo con las dos cosas, lo que pasa es que el capitalismo contemporáneo es tan radical y produce tales niveles de crisis – ecológica, de malestar social…– que hablar de capitalismo no es una decisión que tome la izquierda, sino que la realidad misma lo impone. Esa crítica al capitalismo tiene que conjugarse con relatos de vida deseable por parte de la izquierda.
La ultraderecha formula a menudo una crítica del capitalismo. ¿Pueden las fuerzas reaccionarias ser anticapitalistas?
Usan ese discurso anticapitalista pero siempre como una pantalla que trata de esconder otras cosas. Si escuchas a Diego Fusaro u otros autores de este tipo, cuando parece que están criticando el capitalismo, en realidad están defendiendo una agenda moral y diciendo que el problema en realidad no es tanto el capitalismo sino Mayo del 68 y el cambio de las costumbres sexuales y de familia. La retórica obrerista encubre siempre una agenda que tiene que ver con valores reaccionarios en la idea de nación, de género o de patria. Lo que les molesta no es el capitalismo per se, [sino que] ya no exista la familia tradicional, la religión tradicional, la moral sexual tradicional. Y mezclan las dos cosas porque hoy en día estaría mal visto reclamar unos valores puramente tradicionalistas.
La lucha contra la corrección política es una de las grandes batallas discursivas de la derecha contemporánea, pero en su libro afirma: “Lejos de ser, como pretenden sus defensores, anti-establishment, la melancolía es la forma definitiva de la corrección política”. ¿A qué se refieres?
Trato de hacer una lectura de la melancolía como un gesto narcisista, que nace de una subjetividad agraviada porque considera que su lugar de enunciación o su capacidad de dar respuesta a los problemas es la única válida. Cuando esas posiciones se cuestionan y ya no son las únicas voces, estas subjetividades se sienten insultadas y agraviadas.
En el caso español es muy evidente: todo lo que ha pasado después de la gran época dorada de la Transición es política de niñatos que va a destruirlo todo. Todavía escuchamos a intelectuales o representantes de esa generación hablarnos a nuestra generación de esa manera. Esto me parece profundamente políticamente correcto y corresponde a esta época narcisista, agraviada y victimista. Son ellos los que tienen que hacerse mirar el asunto de la queja y la ofensa.
Sigamos en la política española. ¿Quiénes serían los principales representantes de esta ola melancólica que describe en su ensayo?
Creo que la tendencia la hay en todas partes, hay algunas más evidentes que otras. Si uno ve la noción de nación española que presenta Vox, es evidentemente melancólica. Pero también me parece melancólico cierto gesto de trincheras en la izquierda, que considera que ya solo cabe volver a identidades de resistencia. También me parece melancólico un gesto que vemos en los grandes partidos, cuando consideran que solamente los consensos y la política bipartidista son capaces de generar estabilidad. Y me parece evidentemente una posición melancólica la que vemos en los debates del feminismo, cuando hay posiciones que se niegan a considerar a las personas trans como parte de la lucha feminista y se mira una idea del sujeto mujer absolutamente reaccionaria y melancólica.
Corrientes melancólicas hay en la política española actualmente en la derecha y en la izquierda. Eso condena a la izquierda a una ausencia de futuro, porque se [piensa] que los problemas de 2024 se van a resolver con recetas de hace un siglo y eso no tiene ningún sentido.
Sostiene que “el género es la última trinchera de la identidad”, que la defensa del orden tradicional de género es el núcleo último de la política melancólica. ¿Por qué?
Porque creo que el resto de piezas que articulan las identidades políticas se pueden mover: hay posiciones de derechas un poco más anticapitalistas, otras un poco más liberales, otras más patriotas, otras menos. Pero lo que nunca se mueve es una defensa de un orden binario, jerárquico y tradicional de género. Es el núcleo último de la defensa del orden que llevan a cabo estos reaccionarios. El feminismo es el monstruo contra el que quieren dirigir sus espadas, porque sienten que amenaza lo que somos de una manera íntima. [El feminismo] agravia esa subjetividad sobre todo masculina y sus heridas de una manera más fundamental que, como dice Juan Ramón Rayo, que el Estado te robe el dinero del bolsillo.
Muchos análisis de la actual reacción anti-feminista la explican a través del deterioro de las condiciones de vida de la clase trabajadora. ¿Por qué critica este enfoque?
No digo que sea un enfoque erróneo en el sentido que sea falso, pero creo que es un enfoque insuficiente, porque además de ver las condiciones objetivas materiales de unos sujetos en concreto, tenemos que ver cómo ese malestar se politiza y qué tipo de exteriorización y de afectos produce. Una madre negra soltera también tiene unas condiciones materiales de tremenda vulnerabilidad, pero no politiza su malestar de la misma manera que un hombre blanco cabreado que vota a Donald Trump.
El deterioro de las condiciones materiales de la clase trabajadora es un punto de partida para el análisis, pero también hay que añadir otros enfoques que comprendan cómo se politiza ese malestar y dónde se buscan los culpables, o qué tipo de alianzas se está dispuesto a realizar. Porque si tú eres un hombre trabajador, pero sigues pensando que en tu casa tienes derecho a esclavizar la vida doméstica, no es lo mismo que si eres un hombre trabajador en condiciones vulnerables, que consideras que debes establecer alianzas con las mujeres o las personas trans. Son sujetos políticos muy diferentes.
Su libro incluye un capítulo sobre la relación de los melancólicos con la naturaleza. Dice que proponen “volver a lo natural” como una forma de volver a “lo de antes”. ¿Cómo se articula esto políticamente?
Habría una salida melancólica que tiene que ver con mantener proclamas superficialmente ecologistas, pero que – igual que hablábamos antes con el anticapitalismo – servirían para esconder posiciones mucho más esencialistas de relación con la tierra, con la nación o con el suelo, con la patria, con la familia. Hay un ecologismo esencialista, fascista.
Hay que dar una respuesta diferente que entienda que lo que hoy llamamos naturaleza está ya mediado por la acción y las decisiones políticas que hemos ido tomando y que nuestra relación con el medio ambiente tiene que ser tematizada también políticamente, haciéndonos cargo de cómo configuramos nuestras decisiones políticas.
El tiempo perdido es también una reflexión sobre el malestar social provocado por el capitalismo contemporáneo. Dedica mucha atención a los incels, que describe como “la vanguardia de la facción melancólica”. ¿Por qué es tan importante esta figura?
Aglutina los dos lados de la subjetividad melancólica. Por un lado, el sentimiento de daño que en muchas ocasiones es muy real. El incel es un gran síntoma de esta subjetividad tardocapitalista absolutamente dañada, atravesada por formas de precariedad económica y laboral y de vivienda, y de dificultad para generar vínculos, de nuevas formas de aislamiento entre gente cada vez más joven.
Pero al mismo tiempo, [está la cuestión de] cómo se tematiza ese malestar: en la cosmovisión incel, ellos querrían ser los ganadores de un cierto juego, pero nunca cuestionan las reglas de ese juego. Querrían ser un millonario [que] se lleva a todas las chicas, pero no cuestionan las normas sociales que organizan cómo uno se vuelve millonario –generalmente con herencias– o cómo se socializan los géneros. Me parece una respuesta hecha desde el resentimiento y desde el querer salvarse uno individualmente, en lugar de cuestionar qué condiciones de malestar general nos están afectando a todas y a todos.
Acaba el libro con un elogio de Proust y un llamado a “dar sentido a lo que nos pasa”, “ser egiptólogos de nosotros mismos”. ¿No es una respuesta individualista a la política de la melancolía?
No creo, ese ejercicio de dar sentido lo podemos hacer también en la medida en que lo compartimos, lo discutimos. Ningún gesto teórico ni literario es jamás un gesto individual, igual que el libro de Proust [En busca del tiempo perdido] pertenece a lo que queramos hacer con él. En la medida en que esa recepción es siempre colectiva, creo que el ejercicio de la literatura tiene que ver con esa comunidad lectora que recibe la obra y trata de hacer algo con ella, siempre nuevo y diferente.
Entonces, ¿cuál podría ser la respuesta política a esta tendencia melancólica que vemos tanto en derecha como en izquierda?
Creo que la respuesta política tiene que ser primero plantear las preguntas adecuadas y segundo, ser literariamente audaz en las respuestas. Si el modelo capitalista en el que estamos está agotado y produce sistemáticamente formas de sufrimiento, cuestionemos los cimientos de ese modelo capitalista. Si la derecha anarcocapitalista está cuestionando la propia existencia del Estado, ¿por qué no podemos nosotros cuestionar la organización del trabajo asalariado, o la división entre producción y reproducción, o la crisis climática? Hay que dar respuestas políticas más audaces, ambiciosas e imaginativas.
Por cierto, una clave (no sólo) de supervivencia de las religiones es esa capacidad no de mirar al pasado sino de volver a los orígenes (aunque a algunos reaccionarios les parezca una traición a los pioneros).
No hace falta ser religioso para ver lo valioso de esa estrategia de reactualización de los cimientos para seguir sosteniendo la convivencia en paz sin ahogar la libertad.
Siempre es un placer y muy estimulante compartir reflexión con Clara Ramas, lástima que el formato periodístico no permita ir más allá de los temas de actualidad habituales.
A mi modo de ver hay una forma de melancolía buena que reivindica lo sencillo pero no lo retrógrado, lo básico pero no lo superfluo, lo propio pero no lo antisocial.
¿A cuánto asciende la comisión por vender armas a Israel?